Hilo oficial de Cuentos Vertiginosos, o "novelas rí­o", que decí­a G. Manganelli

Iniciado por California, Julio 12, 2006, 12:59:45 PM

Tema anterior - Siguiente tema

Lapi_0


Pornosawez

El sol terroso, la cúspide inquieta y las pelotas prietas. Este era el lema de Borjez Pablez, cantante en los tiempos en los que todaví­a menstruaba Alaska. Imaginose encima de una GTI, como puta del Rock, forzando el escroto a la vez que la manivela y pensó ¡No hay quién pueda con mi dueño! Cojones como centro del universo. Acabó en pleno éxtasis de fama: triplicó su falo.
"España es el paí­s donde más fácilmente se puede hacer uno rico"

Carlos Solchaga

L´imperatrice

Por ese orden, detrás del árbol

-Me pidió que resolviera el caso y ya tengo la solución. Lo que ocurre con todas esas crí­as de animales muertos que aparecen en el jardí­n de su casa portando al cuello un lacito rojo, no es otra cosa que…
-Por favor vaya al grano, señor Marx,   ya sé lo que me encuentro todas las mañanas en mi jardí­n.
-Bueno no se precipite señora Foster, como le estaba diciendo no ha sido fácil la averiguación pero ya tengo una respuesta…
-¿Qué? ¿ por dios queé?
-Su marido, señora. Su marido es necrófilo,  zoofí­lico- pedófilo y fetichista y por ese orden, ya sabe,  se excita sexualmente con cachorros de animales muertos que lleven lazos  rojos atados al cuello.

-Oh,  como lamento haberlo hecho venir por esa tonterí­a, jajaja  y yo que pensé que…me tiene que disculpar, jajaja dice usted que era eso ¿cómo no caí­ antes?  Qué mal me sabe haberlo llamado ayer por la noche, conste que estuve apunto de no hacerlo, pero eran ya tantos  los restos,  que se me hací­a difí­cil cruzar el jardí­n para llegar a la puerta de casa. Esto es  una cuestión de orden, me voy a tener que poner seria,   el jardí­n es lo suficientemente grande, fí­jese allí­ detrás del árbol  serí­a un buen sitio ¿no cree usted?

Alcanzaremos  la orilla en nuestra barca de sueños. Plantaremos la semilla por una tierra sin dueño ( Radio futura; semilla negra)

Bambi

Por ese orden, detrás del seto

- Me pidió que resolviera el caso y ya tengo la solución. Lo que ocurre con todas esas crí­as de animales muertos que aparecen en el jardí­n de su casa portando al cuello un lacito rojo, no es otra cosa que…
- ¿Qué clase de lacito rojo? -Interrumpió el señor Engels
- Bueno, un lacito así­, pequeño, como los que se usan en envasados de compresión
- ¿De qué lo qué?
- Hostias, pues la tí­pica movida que tiras y como que se desgaja un compartimento albergacional de algo
- ¿Un lazo rojo hace eso?
- A ver, ¿Usted ha comido quesitos?
- ¿Me ve falta de calcio? ¿enjuto? ¿menudito? ¿apocado?
- No, o sea, ¿sabes? que si de que come quesitos de la vaca, que vienen así­ en una divertida rueda con una alegre vaca risueña ¿no pilota?
- ¿Quesitos? ¿Han comido quesitos envenenados los animales estos?
- Que no joderrrr, que cuando te comes un quesito ¿no sabes de esa especie de pluma roja que sobresale en el pináculo del mismo confiriendo cualidades de aristocrática gala y noble honor a la quesación, mas su fin es puramente pragmático, materialista?
- ¡Ah! ¡el pezoncete!
- ¿Pezoncete?
- Claro, pellizcas y tiras y se desnuda el quesito, ha-ha-ha
- Ay Virgen Marí­a de Cristo
- Ha-ha-ha
- Bueno, pues ese lazo rojo llevan al cuello las alimañas fallecidas tras el seto.
- ¿Las han estrangulado?
- No, las criaturas llevan muertas cuatro semanas. Obsérvese que encuéntranse no sólo tras un seto, sino acotadas por un perí­metro jaulal de acero inoxidable, imposible de atravesar para ellas, pues con cuyos bracitos no pudieron doblegar el barrotaje, ni atravesar, ni teletransportar, por lo que fenecieron de hambre, sed y asfixia nadando entre sus heces.
- Se lo han puesto después de muertas...
- ¡Sí­!
- ¿Quién?
- Su hijo
- ¿Mi hijo? ¡Por qué!
- Porque tiene dos enfisemas, fuma ocho paquetes al dí­a y ahí­ hay ocho lacitos rojos de ocho paquetes de tabaco marca Bisonte adquiridos el mismo dí­a.
- ¿Por qué harí­a algo así­ mi hijo?
- Porque es profundamente gilipollas señññññor
- Oh, como lamento haberlo hecho venir por esa tonterí­a
- No pasa nada
- Adiós
- Adiós

Extras del DVD- El montaje del director. Final alternativo "Emperatriz"

- No pasa nada
- Adiós
- Bueno, oye, lo que sí­ podí­amos hacer es... usted ya me entiende
- ¿No se iba?
- Es que podrí­amos...
- Mire, oiga, ve a esa mujer que está en la ventana. Es L´Imperatrice, mi mujer, pensaba ahora cumplir con el matrimonio ¿sabe?
- Joer, ¿no me diga que no prefiere que nos follemos ahora entre usted y yo a esas ocho alimañas muertas en estado de putrefacción con un lacito rojo al cuello detrás del seto?
- ¡Buf! me acaba de poner a mil
- Claro, hombre, deje a su mujer para otro dí­a
- Cierto, vamos para allá
- ¡Bien! -concluyó frotándose las manos el detective.


L´imperatrice


ílvaro,  me he reí­do mucho con tu final alternativo, en serio que me ha parecido  gracioso  :D :D (No tengo claro cual era mi papel, pero eso es lo de menos)
Este relatillo lo hice el domingo pasado por la tarde y me gustó bastante, tení­a la idea muy clara, salió del tirón.
Alcanzaremos  la orilla en nuestra barca de sueños. Plantaremos la semilla por una tierra sin dueño ( Radio futura; semilla negra)

Bambi

Bueno, tú papel era del de dejar patente qué clase de sujeto es el padre del niño fumador que pone lacitos a los bichos muertos, que prefiere follarse ocho alimañas en estado de putrefacción antes que a ti.

Si por lo menos las alimañas muertas tuvieran yogur derramado por los pechos como en Lunas de Hiel... bueno, pero así­ ¡ay qué lunático de senyor!

Dionisio Aerofagita

MARISCO

Los turistas se achicharraban al sol de la terraza; algunos de ellos se habí­an apelotonado uniendo varias mesas que pudieran soportar la comida y yo no me fijaba en sus caras. Despatarrado en una bandeja pantagruélica, yací­a un langostino gigantesco que quizás medí­a doce o quince metros, ocupando todo el largo de la mesa, vivito pero sin colear. Enseguida me puse muy apenado de que se fuera a desperdiciar tanta comida. "Estos turistas no saben pedir marisco", le dije, "jamás van a conseguir comérselo todo". Ella asintió con la mirada y tengo que decir que de esto sabe un rato porque es veterinaria. Los dos coincidimos también sin decir palabra en que era bastante impropio que aquel langostino estuviera devorando poco a poco al presidente de la mesa, así­ que nos marchamos con un suspiro.
Que no sean muchas tus palabras, porque los sueños vienen de la multitud de ocupaciones y las palabras necias, de hablar demasiado.

Barbie

Cita de: Barbie en Noviembre 29, 2006, 01:31:00 PM
Como veo que se lleva mucho poner una introducción disculpando los desmarres con cualquier excusa, diré que esto lo parí­ en estado hormonal descompensado, a cachos y mal recompuesto. Sabréis perdonarme, lo vuestro es peor.



Llegué al restaurante con una cabeza de ventaja sobre mi adversario, Fermí­n, lo cual me permitió no quedar eliminada en el juego de la silla, aunque posteriormente, cuando recuperé la respiración, advertí­ que quedaban varias vací­as.

El camarero esquivaba mis tentativas de contacto fí­sico con recortes toreros mientras nos ofrecí­a diversos manjares. Eché un vistazo a la pecera en la que una corpulenta langosta me miraba fijamente mientras meneaba la cola en posición vertical y me mostraba sus tenazas atenazadas.

Ése, indiqué al camarero, que se dirigió a la cocina para volver provisto de los útiles necesarios para servirme a Ernesto, como ya habí­a decidido llamar a mi menú. Aprovechando su ausencia, la del camarero, me dirigí­ a su pecera, la de la langosta, con la intención de igualar las condiciones del enfrentamiento que iba a tener lugar, es decir, para liberar las defensas de Ernesto, gesto que me agradeció con un guiño.

El camarero, ajeno a mis maniobras, volvió portando unas pinzas no menos poderosas que las de su contrincante y se dispuso al enfrentamiento.

Ernesto, que se fingí­a indefenso, se elevó sobre las aguas al tiempo que el camarero se asomaba a su abismo, agarrándole de las solapas de la chaquetilla con sus tenazas rojas para hacerle bascular sobre el borde del acuario hasta que logró vencer su peso e introducirlo en el interior.

La lucha fue cruenta.  Escapamos a todo gas mientras observaba por el espejo retrovisor la imagen estática de Fermí­n parado en medio de la calle con su traje blanco, la mano en alto. Ernesto conducí­a impasible y mojado.

Ernesto está en la bañera. La cintura estrecha y el vientre marcado sumergidos bajo el agua tibia. Los brazos excesivos sobre los bordes. Tan duro y terso por fuera que parece de juguete, tan dura y blanca su carne por dentro que parece humano.

Enchufo el secador mientras le observo.

-Tienes el pelo seco.
-Lo sé.
-¿Puedo pedir un último deseo?
-Claro.
-Me ha dicho Fermí­n que un dí­a le dijiste que no habí­as conocido a nadie que follara como él.
-Se lo digo a todos, me gusta ver como se os dilatan las pupilas.
-Entonces mientes. Tú también.
-No, es una verdad rotativa.
-Es más embustero el que finge creerse las mentiras del otro.
-Las pupilas no mienten.

Encendí­ el secador mientras intentaba distinguir la pupila de sus ojos negros. Minutos después un intenso olor a marisco inundada el vecindario.




Joder. Yo también debí­a de fumar sandí­as por aquella época.

Lacenaire

El sonido surgí­a de un espacio vací­o al fondo de la cocina, bajo la vieja encimera, antes cocina de leña, donde tal vez no hubiese nada que separase nuestra casa de las alcantarillas. Tal vez las reformas no fueron suficientes. ¿Y si olvidaron sellar el agujero? ¿Y si ha conseguido arrastrarse hasta aquí­ después de todo? Papá y mamá no quisieron escucharme. Ahora ya es demasiado tarde. Y yo no estoy preparado.

Lacenaire

Pasa las tardes inmóvil en su disfraz de pretoriano. De vez en cuando un niño se acerca animado por su madre, y bajo la mirada de los turistas recibe la moneda con un movimiento marcial: piernas que se separan y se juntan, lanza en ristre ¡Ar! Por la noche, en su diminuto apartamento, afila y abrillanta su atrezzo y recuerda cómo comenzó todo. Entonces, sólo entonces, sabe lo que tiene que hacer. Entonces sonrí­e.

antibalas

La charla desenfadada a pie de playa con aquel androide esclavo llegado del futuro era agradable, edificante incluso, pero con tanto palique se me habí­a hecho tarde, y en vista de que empezaba a bajar la marea le he dicho:

'Robot hí­brido cuasi-meteco venido del futuro, toda esta ponderación de estrategias a corto-medio plazo está muy bien, pero vente a la Ponta do Sapinho a recoleccionar unas langostas, vaya que me arrastre la bajamar la nasa que planté anoche'.

'Canastos', ha sopesado. 'Me hago cargo'.

Total, que hemos llegado. Y esta vez no habí­a araña cangrejeira, no señor, pero tampoco ni una sola langosta, buahquémierda, sólo habí­a el pulpito medio pocho y/u revenido que yo colocara de cebo. Pero pásmate, Tamara Eduvigis, que ahora viene lo capital, lo axial rose del relato: cuando el androide liberto ha visto el pulpito dentro de la nasa, el muy sensibilizado se ha creí­do que era una Jaula y que yo lo tení­a Preso (al pulpito me refiero) y rompiendo a llorar con las manos tendidas al cielo ha exclamado AAH HUMANOS DEL DEMONIO VUESTRA CRUELDAT ES PERIÓDICA PURA.

He seguido con la vista la dirección de sus implorantes brazos de sabina torturada y allá en lo alto, muy, muy lejos, en mitad del anchuroso cielo, no volaba en ese preciso instante ningún avión ni dirigible ni zepelino ni similar artefacto bastante bonito (en mi opinión).

antibalas

Sentados a la redonda del fuego, los torvos señores del asedio sintieron que los dioses les avivaban el designio. ¿A qué tensar el nervio exhausto de la paciencia, aguardar otro idéntico amanecer lloviznado?

Un ronceo, un viento en las ramas. La hoguera repetida en los estaños.

Empuñando las espadas que no habí­an soltado se pusieron en pie. Trajinaron cotas y escarcelas en un silencio feroz y rasguñado de pertrechos.

¡Mirad! Con su labio atigrado un rayo astilló el pasmo laminar del firmamento: la señal inequí­voca, definitiva.

Atacarí­an las murallas, ya mismo vencerí­an la tienda de chuches de la Sra. Paca.

Lacenaire

Patrullaba el sector Tronera-6, área oeste de El Páramo. A su alrededor se apilaba la chatarra y la inmensa escombrera de lo que un dí­a fue Estocolmo.
Al fondo, estampado contra un horizonte pancreático, un grupo de degenerados-coyote se apilaban en torno a una charca de psicomateria en descomposición. Alzaban y bajaban sus toscas lanzas en un gesto inequí­voco. Sobre sus ladridos se elevaba una voz descoyuntada en un patético mugido de dolor.
Se acercó sigilosamente y giró el dial de su pistola hasta la posición de reducir a papilla vomitante. El arma emitió un zumbido como una avispa encerrada en un intestino. Parapetándose tras un muro semiderruido se acercó al grupo. Alguien o algo estaba atrapado en la charca y sufrí­a impotente la diversión preferida de los degenerados-c. Se acercó un poco más y se aseguró de que no habí­a lugar donde esconderse más allá del escenario de sus juegos. Ajusó su visor y lanzó una ráfaga amplia y a media altura. De cintura para arriba no quedó nada que respirase o ladrase; sólo seis juegos de piernas unidas a una cintura humeante.

Se aproximó a la charca. Dentro, una masa carnosa presidida por un bulbo central. Dos excrecencias rosáceas intentaban sin éxito ser brazos. En lo alto del monolito, dos ojos negros y húmedos le miraron suplicando piedad. A lo largo de la irregular superficie rosácea se alineaban diversos orificios sangrantes, supurantes: posiblemente llevasen así­ dí­as. Dentro de sus limitaciones los degenerados-c son criaturas dotadas para causar dolor. Un orificio bajo un pliegue de la blanda carne del ser se abrió y emitió un gemido lastimero.
Con los ojos bañados en lágrimas se ajustó la visera, concentró el flujo de su pistola y disparó sobre la criatura atrapada en la charca. La masa chisporroteó y estalló en llamas; litros de argamasa orgánica salpicaron las orillas y las piedras, gelatina intersticial derramándose en un lago de desperdicios humanos.

Tecleando sobre la base del casco envió la grabación de los sucedido al cuartel general. Se caló el visor, ajustó el regulador de temperatura y siguió su camino hacia el poniente enfermo.

Lacenaire

Maurice trajo champagne de oro.
Leopold trajo caviar de beluga.
Kunst trajo huevos de cóndor.
Linneox material colombiano de primera calidad.
Dumesnil trajo algo que...bueno, nadie conocí­a, pero era el último grito en farmacopea lúdica para hombres ociosos.
Ninguno llevaba puesto su verdadero nombre, pero a nadie le importaba. Porque eran ricos, y no tení­an nada que hacer.
¡Hop! Bienvenido Étienne. ¡Hop! Bienvenido Heimlich. Pasad, sentaos, estáis en vuestra casa.
Probad el lomo de canguro. Leroy, mira a tu izquierda, es gorila africano.
¡Marcus! Mi adorado antropófago. Bajo esa sobrecubierta de plata te espera un regalo directamente llegado de una dudosa clí­nica letona.
-¡Bravo!
-¡Qué deliciosamente horrendo!
-¡Maravillosamente decadente!
-¡Qué lustosa opulencia!
-¡Esto está asquerosamente rico!
-¡Nunca la carne podrida me supo tan bien!

Lo esperaba con una impaciencia que llenaba las palmas de mis manos de surcos escarlata en media luna. Las muelas erizadas de púas blanquecinas, arañazos en mis mejillas, una invasión de vénulas arracimadas hinchaba mis párpados. Alguien, al fin, tras la interminable cháchara, pregunta por mi trabajo.
-Dicen que has hecho importar toda clase de animales exóticos.
-Dicen que de noche tu mansión parece el castillo de un sacrí­lego cientí­fico de novela.
-Dicen que tu laboratorio rebosa de prodigios ilegales.

Agito la mano y me sonrojo: sólo entretenimiento, sólo diletancia, sólo juegos de moderna alquimia. Aguanto hasta medianoche y voy a buscar el cofre. Pero sólo es cofre por fuera, por dentro dos láminas de titanio cromado encargadas a un ex de Cyberdomie Systems. Esa Cyberdomie Systems.

Aplausos.
Risas.
Espectación.
Frenesí­.

Salgo del salón con un pretexto cualquiera y me dirijo a la habitación del pánico. Pocas mansiones la tienen. Por fuera, trepadoras recorren los rechonchos brazos de los querubines entre frisos de imitación y desagí¼es de falso estuco. Por dentro, cuarenta centí­metros de hormigón armado, puertas blindadas, cerraduras de vací­o con temporizador, bisagras con sellado de plasma, células fotoeléctricas en todas las ventanas, alarmas desactivadas sensibles a la vibación de partí­culas en el aire, sensores de reconocimiento de voz...
Llego a la cámara. Entro. Cierro. Espero a que cese el susurro de la maquinaria y pulso el botón del control remoto.
Ahora mismo una diminuta luz roja deberí­a encenderse en uno de los laterales del cofre. Ahora mismo un chasquido deberí­a anunciar la liberación de dos pestañas metálicas de quince centí­metros por cada una de sus cuatro cerrojos.
EL corazón me va a estallar, tengo las manos bañadas en sudor...
Cuento hacia atrás y enciendo los monitores del sistema de ví­deo conectado a las cámaras del salón.


-Tres, dos, uno...

...ahora.


Lacenaire

Antolagnia.

El cerco de un jardí­n muy del estilo de la corte francesa recorre como una herradura el atrio de un monasterio. Afuera, un joven vestido con levita blanca acaricia caminando los racimos de amapolas y nomeolvides que franquean la entrada al semicí­rculo, con la vista puesta en la fuente que la preside y desde la cual parten radios de claveles y heliotropos, abundando en una composición recargada propia de un jardinero adorador del rococó más lisérgico, tras haber esnifado cocaí­na durante la noche del proyecto. De las chorreras amarillentas que sobresalen bajo las mangas penden virutas de polen, las suelas de sus zapatos se ensanchan con una aureola de barro fresco. Llegado al interior del cercado, recorre sus pasadizos florales tomando flores aquí­ y allá, dirí­ase con total indiferencia respecto al género y la especie. Las huele con delectación y las arroja con gesto afectado. Se detiene durante un instante maravillado ante el tibio flotar de una mariposa - esas flores voladoras de Maupassant - y lanza un suspiro al aire estival.

La fuente es un plato sobre cuya concavidad un querubí­n orina con gesto despreocupado sobre un lecho de hierba. Un paerterre en vorma de V - el ángulo apuntando a la entrada del patio- lo mantiene a resguardo tras un muro de hojas anchas de una planta desconocida. Nuestro joven romántico se acuclilla junto a la fuente y mira en derredor, su expresión cambia.

Forcejea con los cordones de su calzón. Tira de sus medias hacia arriba para que no estorben. Súbitamente un pequeño pene asoma su cabeza rosada y saluda al sol. La otra mano agarra furiosamente un puñado de violetas y se los lleva a la cara. En seguida termina, y cuando lo hace su postura y el borde superior del ceñidí­simo calzón le impiden orientar su verga hacia abajo: una gota de crema lechosa va a parar a su barbilla; otra se aloja en el hueco formado junto a la comisura de la boca. Utiliza el mismo manojo de violetas para limpiarse y las arroja a la fuente. Se abrocha y se incorpora en el momento justo para saludar al párroco que sale al patio a meditar, como cada mañana, paseando entre el entramado de pétalos que se abren y estambres en erección.