Cosas del verano.

Iniciado por Greñas, Agosto 05, 2008, 06:42:44 PM

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Greñas

Esto... bueno, yo suelo escribir cuentos de vez en cuando. Aquí­ os dejo este, y agradecerí­a opiniones.

Padre estaba muy concentrado. Paseaba en cí­rculos  de un lado a otro,  mirando la enorme losa de lisa pizarra que tení­a frente a sí­, sujeta en dos enormes troncos. Erguida y encajada entre los mismos, la losa revelaba una estructura enmarañada, inaprensible, pero armónica. Murmuraba. Habí­a vuelto a quedarse despierto, grabando instrucciones en tablillas que, impaciente, comunicaba en persona a los capataces en sus propias chozas tras sacarlos del lecho y llevarlos a la sala a base de órdenes y ruegos.
Fuego. La estancia era un horno, pero a él no parecí­a importarle. Habí­a al menos media docena de teas pendiendo de los muros de barro y una enorme ánfora cargada de aceite para mantenerlas encendidas el tiempo que hiciera falta. Los aposentos guiaban a la mitad de la población por la noche - si alguien se perdí­a por los viñedos, solo tení­a que alzar la vista hasta el palacio para guiarse en la oscuridad.  En las tabernas, la guardia comentaba entre susurros con frecuencia que al caer el sol su padre se reuní­a allí­ con los propios dioses pera discutir cálculos, trazadas e ideas, y estos todo de luz inundaban. Una vez padre les oyó y estuvo sonriendo hasta que se puso el sol. 
ícaro dormí­a arriba, sobre el estudio. A menudo, despertado por el ajetreo, espiaba. Bajo las maderas del suelo y visto por entre rendijas, cerrada la trampilla por la que ascendí­a para hacer creer que habí­a ido a dormir, Padre discutí­a con los capataces. Allí­ no habí­a dios alguno, solo hombres sudorosos que se inclinaban sobre la pizarra, se rascaban la nuca, preguntaban. Padre, templado tras la energí­a gastada para desvelarlos, respondí­a con calma  sus preguntas, les comunicaba con entusiasmo sus  hallazgos y decisiones, hasta que llegaba el momento en que se sentí­a cansado, despidiéndolos entonces. Después, el arquitecto examinaba de nuevo los planos, corregí­a algún detalle, resoplaba y se sentaba pesadamente sobre uno de los taburetes que habí­a cerca del lecho que habí­a hecho instalar, cerca de la mesa de trabajo. Poní­a las manos sobre las rodillas, suspiraba con pesadez. Se mesaba la cabeza, reluciente a la luz de las teas. Con una seña, hací­a que la esclava las apagara y le lavara. Mientras tanto, murmuraba y recitaba con voz sorprendentemente clara y en sosiego fragmentos de poesí­as, reproducí­a diálogos acontecidos largo atrás, pregonaba en voz alta principios y leyes de la naturaleza, moví­a las manos, trazando lí­neas rectas en el aire, diseñando.
ícaro solo tení­a que sentarse, brazos flexionados sobre las rodillas y barbilla hundida entre las manos, ignorar el calor y escuchar. Y aprender.
Al alba de una mañana tiempo después de la última de aquellas reuniones nocturnas y recién despertado, Padre le hizo un gesto cuando descendí­a por la escala para reunirse con sus preceptores y le llevó frente a la losa de pizarra. Rodeándole el cuello con una mano e invitándole a contemplar los planos con un ademán, le dijo:
- ¿Has aprendido?
El contestó que si, que entendí­a todo lo que frente a él estaba.
- ¿Entiendes su propósito?
De nuevo asintió con la cabeza. â€" Es una prisión, padre.
- La mejor de ellas.  De una mazmorra puedes escapar hacia la libertad, pero de esta, nunca sabrás hacia donde está.  La única salida que verá nunca quien en ella entre será el cielo. Y el cielo no puede alcanzarse. - sonrió, complacido. Asió a su hijo por los hombros y le dijo:
- Sí­gueme â€" dijo, y despidiendo al esclavo que traí­a el desayuno, salió de la sala. Respiró el aire de la mañana lenta, prolongadamente, y dejó que Eolo y sus vientos le refrescaran. El silencio era tan completo como permití­an los quebrados ladridos de los perros, la brisa que agitaba sus ropas o los grillos. A lo lejos, se adivinaba la presencia del mar. Padre e hijo caminaron en la claridad del amanecer. Colina abajo, los esclavos formaban en hileras para comenzar sus trabajos. Cerca de los chamizos donde dormí­an estaba, irregular en su altura por la construcción en marcha y en piedra blanca, el laberinto.
La planta era circular en su parte exterior, de un par de estadios de diámetro, y ocultaba completamente el horizonte a cualquiera que estuviera a menos de cuarenta  pasos de distancia. Los muros eran - serí­an, pues solo parte de ellos estaban completos-  regulares, altos y sin grietas que asir, tan gruesos en el exterior como largo podí­a ser un brazo humano, algo menos en el interior. Sobre el suelo se habí­an trazado pasillos, encrucijadas, esquinas e islas, siguiendo un patrón de nueve cí­rculos interiores, concéntricos a una enorme sala central. Orbitando como satélites y en cada uno de los nueve corredores, otras tantas salas circulares , iguales  en su perí­metro,  comunicaban un determinado corredor con otro u otros determinados, alejando o acercando al centro a quien allí­ entrara.
ícaro sabí­a que los nueve anillos serí­an sellados en ciertos tramos y para trazar finalmente el recorrido del laberinto, pero los puntos donde esos muros serí­an levantados eran un secreto que nadie, ni siquiera el propio Minos, conocí­a aún. 
   Dejaron atrás las obras y rodearon con tranquilidad los jardines del palacio, dejándose ver por la guardia. Los centinelas dejaron franco paso al arquitecto, reconociéndolo al pasar.
- ¿Dónde vamos, padre?
- Vas a conocer a nuestros prisioneros.
   Tomaron dos caballos de las cuadras del rey, y cabalgaron buena parte de la mañana hasta llegar hasta llegar cerca de la costa. Alli, cerca del puerto, entre ensenadas azules y acantilados, padre le llevó hasta una gruta excavada por las mareas, guardada por cincuenta soldados cretenses fuertemente armados.  Tras descender de su montura, Dédalo dio una seña tras la cual un grupo de diez se separo del resto y abrió un enorme portón que daba acceso al interior de la gruta, por la que penetraron acompañados por el pequeño destacamento. El que parecí­a de mayor rango asió una de las muchas teas que descansaban en un saliente y la encendió. - Seguidme â€" dijo, y se adentró por un amplio corredor de roca rugosa y cortante, húmeda al tacto. ícaro echó la vista atrás mientras los demás comenzaban a alejarse y el portón se cerraba. Vio olas plácidas vistiendo las rocas, espuma que escapaba de entre ellas como arena en manos de un niño. Vio el cielo lí­mpido y celeste regido por un sol tranquilo. El salitre cosquilleaba su nariz, sus rizos negros se mecieron en una ráfaga de aire perdida.    La cueva le daba miedo. Pero el portón se cerró finalmente y tuvo que encaminarse hacia la oscuridad, siguiendo  a los demás. Pronto tuvo cuidado de permanecer a distancia de las paredes que la erosión habí­a aristado irregularmente, creando filos de roca que desgarraban los paños y herí­an la piel al descuido. El suelo, sin embargo, habí­a sido cubierto con madera y era sencillo avanzar. Alzó la cabeza: no podí­a ver el techo. 
   Y de entre la penumbra, de entre los pasos pesados de los guardias resonando en los tablones, de la presencia lejana y protectora a la vez, de su padre, ícaro escuchó por primera vez al minotauro y todo tembló. El bramido fue poderoso, brutal, geológico. Hizo vibrar sus tí­mpanos. Instintivamente, se cubrió las orejas con las manos y trató de agazaparse en algún rincón. Dédalo le asió por el brazo, y le obligó a mantenerse erguido con un ademán firme. “Tranquilo hijo. Está encadenado y sujeto”, dijo,  pero no lo calmó.
Casi obligando a ícaro a caminar, llegaron a un recinto amplio y lleno de ecos, clareado a medias por lámparas de aceite que hací­an bailar suavemente a las palpitantes sombras de las piedras sobre sus cabezas, una muchedumbre muda pero agitada que contemplaba el más siniestro de los espectáculos.
A sus pies, y vigilado por otros seis soldados armados con largas lanzas, habí­a un enorme y negro foso circular excavado en la roca, rodeado de un surco pequeño  que canalizaba el agua que pudiera invadirlo. Los soldados recien llegados se hicieron a un lado, prestas las lanzas, haciendo espacio para que Dédalo y su hijo se acercaron al borde.
   El horror rezumaba del interior, un horror encharcado en sangre y furia.  En el, la bestia aullaba. Junto a ella y en derredor, cadáveres de animales y hombres se apilaban en un coagulado festí­n carmesí­, desmembrados los cuerpos, rezumantes las entrañas, roidos y desnudos los huesos apilados. Y en el centro, cubierto de un rojo rocí­o, el minotauro se revolví­a y bramaba, acribillado por decenas de punzadas, sin duda inflingidas por sus guardianes para evitar que  tratara de aferrar las lisas paredes que le aprisionaban. Su pelaje era negro y liso, terso a la luz. Un hombre sentado en los hombros de otro y alzando las manos hubiera podido tocar la punta de sus cuernos, bestial corona  para su testuz, negra y prominente. Una argolla pendí­a de su hocico, y esta estaba unida a una fuerte cadena de hierro  que se hendí­a en el interior de una de las paredes. Provisto de brazos terminados en manos de dedos crispados y piernas tensas y sólidas como pilares, la anatomí­a del minotauro era definitivamente humana. Sin embargo, su rostro era el de la saña y su razón era angustia. Una angustia que se leí­a en cada destello de sus ojos bovinos doquier se posaran, en cada búsqueda repentina de sus pupilas, en cada vez que el blanco de sus globos oculares amaneciera sobre sus párpados. 
   El minotauro sacudí­a coléricamente el cuello, tratando de liberarse y tirando de la cadena que los sujetaba. El dolor que se inflingí­a al hacerlo parecí­a azuzarlo aún más en vez de disuadirlo, provocando estruendosos bramidos.  Y, de entre éstos, surgió una palabra, una prueba de discurso, una muestra de raciocinio que, en contraste con el furor que despedí­a, no hací­a sino aumentar el pavor que infundí­a. Fue una palabra básica, vital, común a todos los seres del universo.
- ¡MAAAAAAAAAAAAAADREEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEE! â€" y aquel estertor era aún más atroz que cualquiera de sus bufidos. ícaro así­ lo sintió. Aún asustado, se acercó en cuclillas al borde del foso, miró al minotauro con fijeza sin más idea en su interior que presenciaba ante sí­, incapaz de pensar, de percibir nada que no fuera aquel enorme despliegue de energí­a feroz. Desconocí­a si un ánimo similar invadí­a a su padre y los demás, pero tampoco se lo preguntó. Solo tení­a atención para la bestia. Por ello, cuando uno de los guardias cretenses dio un paso a un lado para descansar el escudo, en lo último en que reparó fue en una pequeña figura de doce años acuclillada frente al abismo.
   Cuando advirtió que lo habí­a empujado, el chico habí­a caí­do al foso.
   ícaro sintió el aire cruzar raudo sus oí­dos conforme descendí­a. Extendió las palmas de las manos hacia el suelo para amortiguar el impacto. Las palmas, al tocar el fondo, quedaron bañadas en sangre caliente. ícaro también la sintió tiñendo los tobillos protegidos por sandalias que, al erguirse casi inmediatamente intuyó resbalar sobre el piso.
   Lo que siguió fue rápido, El minotauro se acercó en un simple y fugaz movimiento. ícaro sintió el aliento del ¿animal? Exhalado en su rostro, obligándole a cerrar los ojos y arrugar la nariz a causa del hedor.
   Pero Asterión, que era así­ como se llamaba la bestia, no atacó. Olfateó al muchacho con curiosidad. Este, petrificado por el terror, trató en vano de fundirse con las paredes del foso, de desaparecer en su relieve. Tras unos instantes y ante la repentina quietud del mundo, se obligó a abrir los ojos. La mirada de minotauro lo era todo. Sus cuernos mellaban la pared sobre la cabeza del muchacho, provocando sonidos quedos. 
   El minotauro habló de nuevo.
-¿Quién eres? â€"preguntó, suavemente.
Y es que Asterión jamás habí­a visto un niño.
Las abejas no pierden un segundo de su existencia mostrando a las moscas que la miel es mejor que la mierda.

Dolordebarriga

Algunos fragmentos los he encontrado un poco densos, apelmazados, faltos del ritmo constante que debe tener siempre un cuento, pero en general me ha gustado bastante el relato.

Tú, sin cerebro estás mucho mejor;

Dolordebarriga
"Yo siempre documento lo que digo"

ENNAS

Salud, Greñas.

Coincido con Dolordebarriga, el cuento engancha y es bueno, aunque -quizá sea la envidia- es muy recargado en el lenguaje (cosa que yo no soy capaz de conseguir).

Sigue intentándolo, que tienes talento y nos gusta leerte.

Dan