Joia Vanidad II (yo te veo, yo te miro).

Iniciado por Dolordebarriga, Agosto 17, 2008, 05:56:30 AM

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Dolordebarriga

A veces no llueve a gusto de todos, a veces ni siquiera llueve.

Cabreado con el mundo, se refugió bajo un parasol gigante. Junio pegajoso en Barcelona, nada nuevo bajo el sol de justicia que barrí­a las aceras disecando ancianos de forma fulminante, nada más tocarlos.

Ella no llegaba, ya hací­a más de  una hora que ella no llegaba. Ni siquiera contestaba al móvil.

Al fin claudicó y cabizbajo comenzó a caminar calle abajo, pateó con furia una lata olvidada en el suelo y descendió por las escaleras del metro hasta que lo perdí­ de vista.

Aburrido, protegido tras el ventanal, me dispuse a encontrar otro objetivo a quien observar, pero nadie permanecí­a el suficiente tiempo para que yo pudiera trazarle una historia  inventada.

Podí­a inventarme yo, pero fuera hací­a demasiada calor y dentro ya no habí­a con que inventar. Me hice una paja floja, para que me entrara sueño y a las cinco de la tarde, hora torera y lorquiana, me metí­ en cama hastiado del calor, del verano y de todo lo demás.

Vuestro, pasando los ratos muertos;

Dolordebarriga
"Yo siempre documento lo que digo"

Dan

Hací­a calor, y Pablo gozaba del aburrimiento del que no tiene nada que hacer. Sentado en aquella terraza, con varios vasos vací­os y la cuenta sobre la mesa, se resistí­a a levantarse para vagar por el centro. Sabí­a que la humedad molestaba a muchos otros, pero el sosiego que habí­a almacenado en ese rato le impedí­a notarlo lo suficiente como para preocuparse por ello.

Las gotas que habí­an resbalado por los cristales de las bebidas formaban curiosos dibujos redondeados sobre el cristal de la mesa, sucio y arañado. Les ayudó a adquirir formas aún más extrañas, monstruos con dientes redondos devorando una chapa y margaritas alargadas hasta empapar los pedazos de servilleta que habí­a diseminados por allí­. Cuando se aburrió, se dedicó a ojear al personal. Un par de extranjeros con sus mochilas junto a las sillas, aburrido; abuelos desocupados, sin nietos que cuidar ahora que los padres les habí­an retirado sus deberes familiares con manchas de Nocilla, nada que ver. Un par de crí­as con la panza al aire, sin ningún problema con las lorzas que mostraban al mundo, más de lo mismo. Espera. Justo enfrente, un tipo curioso: intentando encontrar la sombra del parasol sin mover la silla, desasosegado, miraba alrededor y a su reloj una y otra vez. Mano al vaso, sorbo, reloj, mirada al sol, inclinación esquiva, mohí­n, reloj, mano al vaso. Parecí­a preocupado, y no era difí­cil adivinar que su cita, si es que llegaba, lo harí­a con un retraso que lo traí­a loco. Mejor.

Tras un rato de observación, apiadándose del pobre desgraciado, que aumentaba la velocidad de su rutina según se iba desesperando, Pablo decidió levantarse y vagar un poco. Que lo follen, si no sabe cuándo abandonar, es su problema. Y los nervios al sol no ayudan nada, joder. Justo cuando se inclinabaa, apoyado en la silla, el tipo resopló y abandonó su soleada mesa. Pablo sonrió y le dio su silencioso apoyo mientras se dirigí­an, con unos metros de separación, calle abajo. Al igual que en la mesa, el tipo no parecí­a saber encontrar las sombras, y caminaba por una mancha blanca sin que los edificios parecieran querer prestarle cobijo. Desamparado por todos, abandonado por una. A Pablo empezó a caerle bien. Un antihéroe del amor.

El extraño se detuvo, miró una vez más el móvil, una vez más el reloj, una vez más resopló, y buscó algo para desahogar su desdicha. Pablo golpeó al pasar a su lado una lata que rebotó en un neumático, y el hombre decidió que aquello era tan bueno como cualquier otra cosa, así­ que recogió ese regalo que le pareció casual y lo golpeó con furia, calle abajo. La lata pasó rebotando junto al sonriente Pablo, que se giró y vio, más allá del Tristón, como pensaba nombrarlo cuando contara la historia a sus amigos, a otro hombre, encogido como un gnomo en un portal, que observaba la escena. Era raro, como si su cara le fuera familiar. Quizá del bar... joder, la hostia, pero si se está tocando. Cómo están las cabezas, madre.

Pablo enfiló una bocacalle oscura y pudo ver como Tristón desaparecí­a en una boca de metro. Se aseguró, unos metros después, de que el gnomo no lo seguí­a, y comenzó a silbar una tonadilla de pelí­cula de acción mientras hací­a planes para la noche con Raquel.

Tiro. Tariro rí­, ro, raaaaa. Tiro. Tariro rí­, ro, raaaaaaaa...

Recolectando

¡Jodidos crí­os!  Podrí­an meterse los petardos en … Paloma no va a decir dónde, aunque lo tiene muy claro.  El último chupinazo ha vuelto a poner en desbandada a sus pequeñas amigas.  Mal dí­a tenemos hoy, ¡mal dí­a!   Impertérrita, continúa su función con esa minuciosidad que nace del hábito.  Sólo saben divertirse haciendo daño.  De la colección de bolsas que ha desplegado, como si fuese una feria, sobre la acera, en el banco, junto a la marquesina de la parada, Paloma va extrayendo un surtido de rebanadas y panecillos.  Cada cual va a la suya, si pueden pisar a los demás, mejor, como locos, a gastar más que el vecino, que no se diga, y total para quemar, podrí­an darle educación a sus hijos en vez de tanto capricho. “Venga, venga. ¡QUE AÚN PODÉIS HACER MíS RUIDO!”   Los pensamientos de Paloma se encienden disparados, igual que la traca que ha resonado en toda la avenida.

¿Qué es lo que ha llamado tu atención?   No lo sabes, tan sólo has detenido tus pasos.  De todas formas, como de costumbre, no ibas a ninguna parte.

Con parsimonia, Paloma va pisando el pan que ya está en el suelo.   Lo aplasta una y otra vez, pero, antes de que quede desmigado, ya está sacando nuevos mendrugos . “¡Es fiesta, es fiesta! No sé dónde le ven la gracia.  Mire, mire, como se asustan las pobres … ¿Qué? … No, no, esto no cansa”. Los mira recelosa con su único ojo, ella no les da conversación, les tolera porque sabe que esperan el autobús.   Otro que se hace el simpático, pero a mí­ no volverán a engañarme, ya me he llevado bastantes chascos por confiar en la gente.  Ha empezado otra fase del ritual, de dentro de sus fardos van saliendo cuencos improvisados: latas oxidadas, botellas de plástico cortadas por la mitad, hasta alguna cazuela que hace años se quedó sin asas.   Paloma no pierde el compás.   Los va llenando, de uno en uno, con el agua de unas garrafas que también han tenido que brotar del interior de sus bolsas.  Se dirí­a que no tienen fondo.   Aunque están mugrientas, deben de ser mágicas como el sombrero de un prestidigitador.

Sigues mirándola.  La luz del dí­a más largo del año empieza a esbozar su ocaso, pero a ti sólo te interesan los vaivenes de la vieja.

Ha arreciado la tormenta de truenos pirotécnicos, desde algún balcón llueven los destellos de las primeras bengalas.  Paloma alza la vista con rabia, hasta su cuenca vací­a parece echar chispas.   Espero que alguno se deje los dedos esta noche.  Su expresión se dulcifica cuando descubre, entre las hojas, a la alicaí­da.   Se agacha.  Escoge las mejores migas.  Las contempla un instante en la palma de su mano.  Y cierra con fuerza su puño, cogiendo impulso para lanzárselas hasta su rama.  Pobre, ¡es tan vieja!  Las otras no la dejan comer.  Pero no, no es eso: la culpa la tienen estos desalmados con toda esta bullanga de triquitraques.  Paloma sigue mirando al cielo con los brazos en jarras, con su gesto altanero quiere desafiar a  los hombres y proteger a las frágiles criaturas alí­geras, en las que ha depositado su afecto.  Sólo me tenéis a mí­.   ¡En este mundo ya no quedan sentimientos!  Vuelve a la labor todaví­a con más esmero: el agua, el pan y las vezas, ese bocado selecto que ha reservado para el final.   Pero la pólvora se ha enseñoreado del aire, ha impregnado sus plumas y ha cerrado su apetito.  Mal dí­a para nosotras, mal dí­a.

Sigues registrando cada uno de sus movimientos, la miras para grabarla detrás de tus retinas.  Pero ahora tú también eres observada.

El primer cohete ha pintado estrellas malvas sobre el añil del cielo, la noche se abre para recibir el estallido del fuego.   Paloma se rinde.   ¡Ya no hay nada que hacer!   Baten sus alas para buscar refugio en los árboles, se retiran despidiéndose entre arrullos.  Mira, casi no han tocado nada.  “Ni dormir les van a dejar los muy brutos … Pues claro que me enfado … Ya ve, no hay consideración alguna”.  Vací­a primero el agua, después va recogiendo todo el recital de rebanadas y bollitos.  Pero sus manos se resisten a tirar la toalla, de vez en cuando vuelve a dejar caer alguno de los corruscos que, amorosamente, deshace con sus pies.   Por lo menos tendréis pitanza cuando los salvajes estén durmiendo la mona y os dejen en paz.  Alza su ojo escrutando las sombras, quiere volver a ver a la alicaí­da.   Te pareces tanto a la pobre Colombina, también ella tení­a esas plumitas azuladas en el collarí­n.  Reagrupa los fardos, todos juntos abultan más que su encorvada figura.   Algún gamberro le lió un alambre en la pata y la dejó atada a una farola.  ¡Así­ se retuerza de dolor el muy desgraciado!   Paloma abre el contenedor buscando algún cartón, lo salvará de la quema y se guarecerá con él del resplandor de las hogueras, de los pitos, de la algarabí­a de una fiesta que no entiende.  Antes del accidente tení­a el plumaje más brillante que he visto nunca, después fue perdiendo lustre y, aunque yo la mimaba más que a ninguna, la fiebre le fue secando la vida.   Una lágrima convierte su evocación en rocí­o sobre su mejilla.   No quiere acordarse de que su amada Colombina le pagó su acción salvadora dejándola tuerta.   Con su carga de bolsas, recuerdos y olvidos, Paloma se pierde calle abajo.

Te ha dado conversación cuando ha descubierto qué observabas.  Ha sido muy correcto, verdaderamente cortés.   Al final te ha propuesto que marcharais juntos.  Pero tú has declinado su invitación y te has perdido por el extremo opuesto que la vieja.

Pude haber aceptado.  Pero eso habrí­a sido inventarme mi vida.  Y yo preferí­ fabular la de Paloma.
   

Dionisio Aerofagita

#3
(Dedicado a los dos primeros relatos)

Ya los tengo. Ya los tengo. En otros tiempos era mucho más fácil conseguir público pero hoy en dí­a me cuesta trabajo incluso entre las calles de Barcelona; no sé si la gente ya no tiene tiempo para mirar el mundo o si es más bien el mundo con su mareante barullo de información desquiciada y de pies que caminan a toda prisa el que empaña las gafas de la imaginación de los mediocres. Fí­jate en esos ancianos, tienen tiempo para mirar y miran, pero no encuentran nada, tal vez el calor los aturde y les mata los sueños; a los turistas los deslumbra el sol y la ciudad y al otro lado esas chicas no saben nada de nada de la vida ni de todo lo demás. Pero hoy, después de un buen rato de trabajo he pescado al menos a dos, ese tipo encogido en el portal y el del bar ¿de qué me suena? ¿No será el que se está follando últimamente a Raquel? Cuatro ojos son suficientes para un número de los tranquilitos, que hace mucho calor para los dramas o la épica sangrienta; parecen de imaginación algo mediocre pero algo guardan en sus cabezas ¡Cuidado! Sólo puedo mirarles de reojo o me descubren. Vale, para disimular el giro excesivo del cuello hago el viejo truco del parasol, que nunca falla. Ok. Ya están otra vez tejiendo sus historias y no se han percatado de mi leve tropiezo.

Es el momento de cargar un poco las tintas con la tristeza. El cabreo sufriente al aliño de tristeza se me da bastante bien, no hay más que coger 250 gramos de esa melancolí­a vací­a y silenciosa de ahí­ del fondo y agitarla en el melondro como un cocktail explosivo hasta que parezca un gato que acaba de salir del microondas, dos minutos y listo. Luego, como siempre, otra vez el juego del reloj y el móvil, signos inequí­vocos que les permitan orientarse en una historia cualquiera que puede ser otras muchas. No sólo de emoción viven los cuentos, siempre tiene que haber signos. Planteamiento, nudo y desenlace, ha llegado el momento de marcharse: resignación, rendición, resoplido y me levanto con delicada violencia. Puedo sentir que siguen mirando mientras enfilo el pasillito victorioso de sol que me aparta del escenario. Es el momento más difí­cil, hay que pensar a toda prisa algo convincente y simbólico para el clí­max, porque no me perdonarí­a una actuación olvidable en el instante cumbre. Felizmente, el número sale mejor de lo esperado porque el tipo del bar se anima a participar en el espectáculo sirviéndome una lata en bandeja y ¡plas! Golpe de efecto, salida dramática de escena y me refugio en el telón del metro sin esperar a escuchar los aplausos. Y en ese fugaz pálpito de gloria, la euforia que me produce el brotar de las historias en sus mediocres imaginaciones  tapa por un momento el vací­o melancólico de ahí­ dentro y me hace olvidar que no espero a nadie y que nadie me espera.
Que no sean muchas tus palabras, porque los sueños vienen de la multitud de ocupaciones y las palabras necias, de hablar demasiado.

Dolordebarriga

-¿Te has dado cuenta Manolo?
-Claro, Pedro.
-Nos ha despreciado, ha creí­do que porque somos mayores no estábamos al tanto.
-Pero  está es nuestra esquina, siempre estamos aquí­ en el mismo banco, desde hace siete años, todos los dí­as, así­ que siempre nos damos cuenta de todo, nunca se nos escapa nada.
-Así­ que no va a actuar para nosotros, sólo para el tipo del bar y el onanista del 140.
-¿Tú crees que el onanista ya nos ha calado?, Él también es habitual.
-Está siempre demasiado concentrado en su propia minga como para vernos, además los jubilados pasamos siempre desapercibidos.
-Redios, Pedro,  cuando hace siete años tu me dijiste que aquí­ lo pasarí­amos mejor que en la obra nunca te creí­, pero luego... ¿Recuerdas al suicida? ¿Y a la pareja que se prometió, él rodilla en tierra, delante del bar? y...
-Lo recuerdo todo Manolo, y cuando algo falla está el diario que llevamos para hacernos memorí­a.
-¿Cómo titularemos el dí­a de hoy?
-Ummm... que te parece "Yo te veo, yo te miro"

Vuestro, girando sobre el mismo eje;

Dolordebarriga

PD: Falta la ilustración de Dan.


"Yo siempre documento lo que digo"

Dan

- Es un hilo de escritura, -respondió él-. No creo que mi intervención resultara necesaria, y posiblemente se inclinara más a nefasta.
- Quieres decir que no te apetece.
- Bueno, sí­, vale. Pero reconoce que siempre he sido de los que aman el respeto por el espí­ritu de las normas.
- ¿Como cuando lo de Detroit?
- Eh... sí­, algo así­, pero sin policí­a.