Relatos navideños y tal

Iniciado por Vinatea, Diciembre 25, 2008, 12:19:33 PM

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Vinatea

El faro y la estrella

Relato ganador del primer premio en el XXXIV Concurso Radiofónico de Cuentos Navideños Gloria Fuertes


Pascual subí­a trabajosamente los escalones, resollando por el esfuerzo. Era el farero de la isla de Nueva Tabarca, y lo habí­a sido durante más de quince años. Llegó para ocupar ese puesto tras la pérdida de su esposa, que habí­a fallecido poco después del final de la II Guerra Mundial. El dolor que habí­a llenado su vida los primeros meses habí­a sido tan insoportable que llegó a considerar el suicidio en más de una ocasión. Su vida perdió todo significado, toda ilusión, toda esperanza. Entonces, una luz habí­a brillado en la oscuridad, ayudándole a sortear los escollos que podrí­an haberle hecho naufragar. Encontró un trabajo solitario, mecánico, estable. El cuidado de un faro. Aquella labor diaria le habí­a proporcionado algo en que pensar que no fuera su mujer; le habí­a permitido hallar un sentido utilitario a su existencia que le impulsaba a continuar viviendo. Pese a todo, Pascual, que habí­a hecho de su vida una sucesión de rituales diarios siempre repetidos, ascendí­a todas las noches a lo alto del faro. Allí­, rodeado de una mar de recuerdos, cubierto por una bóveda celeste embellecida por joyas brillantes, se permití­a el doloroso lujo de rememorar su vida pasada, tan diferente de aquel retiro casi monacal que habí­a llevado desde que pasó a ocuparse del faro. Y así­ era su vida; monotoní­a y soledad en un marco de incomparable y agreste belleza.



Pascual finalizó su ascensión, y permaneció en el rellano unos instantes mientras su respiración se regularizaba, se tranquilizaba, mientras que el dragón que respiraba fuego en su pecho se aplacaba. Aún sentí­a en la boca el sabor de la verdura asada que habí­a cenado aquella noche, cena frugal para una fecha tan señalada como aquella. A Pascual poco le importaba que fuera Nochebuena, y tan solo se habí­a permitido un vaso de vino dulce como postre. Aún así­, abrigaba un secreto júbilo en el fondo de su corazón, un gozo motivado por aquella fiesta cristiana que él mismo se privaba de celebrar pero que llevaba algo de alegrí­a a su rutina. Abrochó con manos ajadas pero enérgicas los oscuros botones del pesado chaquetón de lana. Fuera harí­a frí­o, como correspondí­a a la época del año. No habí­a luna; alguna estrella, tan sola como él mismo en la inmensidad del espacio, brillaba en el cielo. El potente haz de luz escudriñaba las aguas, lanzando señales mudas a marineros desconocidos, advirtiéndoles del escollo que habí­a entre ellos y el puerto al que se dirigí­an. La cadencia regular con que giraban los espejos, el ritmo que adquirí­an los haces perpendiculares de luz tení­an algo de tranquilizador, de hipnótico... El mundo seguirá girando aunque tú no estés; tras de ti, otros fareros vendrán a ocupar tu lugar, y todo habrá cambiado para seguir igual. Abrió la boca para intentar respirar, se ahogaba en la futilidad de una existencia vací­a y solitaria desde hací­a tanto tiempo... Veinte años ya, veinte años desde la desaparición de lo más preciado en su vida, desde el fallecimiento de su esposa. Y ante él, se abrí­a un mar tenebroso de soledad y decrepitud, que acabarí­a por incapacitarle para seguir desempeñando sus funciones, y entonces, ya no tendrí­a nada de nada. No pudo seguir soportando esos pensamientos. Para alejarlos, comenzó a tararear un villancico en voz muy baja, como si temiese que alguien pudiera oí­rlo: Noche de Paz, Noche de Amor, ha nacido el Redentor, y los ángeles cantando están... Con cada sí­laba pálidos y tenues espectros se escapaban por su boca; efí­meras sombras blanquecinas que se disolví­an en la noche apenas segundos después de haber sido exhaladas. Miró el reloj; faltaba una hora para que el carguero vasco Aránzazu pasase por allí­. Dejó divagar su mente. Los últimos dí­as los habí­a pasado intentando hablar con Alicante desde el único teléfono que habí­a en la isla; cuando comunicó que su radio estaba estropeada le informaron que hasta la semana siguiente no irí­an los técnicos a repararla. Por si fuera poco, aquella misma tarde la propietaria del teléfono se habí­a acercado al faro con cara de pocos amigos; una llamada de las aduanas del puerto; un barco que llegarí­a a medianoche procedente de Italia.



Pasaba el tiempo lentamente, como si las leyes de la fí­sica hubiesen perdido validez, como si esa noche en concreto todo estuviese impregnado por un halo mágico e irreal. El vello de la espalda se le erizó, pero no habí­a sido a causa del frí­o. En la lejaní­a, procedente de la oscuridad, el gemido triste y grave de una sirena. Algo iba a pasar. Pascual tensó todos y cada uno de los músculos de su cuerpo. Algo iba a pasar, y presentí­a que poco tendrí­a de bueno. De pronto, no hubo más luz. Nada. El faro quedó muerto, inútil en medio del mar, incapaz de ayudar a unos hombres que morirí­an ahogados en Nochebuena. Corrió por el pasillo circular hasta mirar a la costa. Se veí­an luces en la orilla, y el faro de la Bahí­a aún funcionaba con su mecánica regularidad. No servirí­a de nada. Peor todaví­a, los marineros del carguero se confiarí­an al ver la luz del faro, e irí­an directamente contra las cortantes rocas que rodeaban la isla. Dependiendo del lugar en el que colisionara el buque, este se hundirí­a o quedarí­a encallado. No puedo permitir que eso suceda, no esta noche, ni ninguna otra, pensó Pascual. Sus manos ya habí­an abierto la puerta metálica. Sus piernas ya descendí­an las escaleras a toda prisa. Su corazón latí­a acelerado, mientras el débil y vacilante haz de luz de la diminuta linterna que siempre llevaba consigo en previsión de cualquier emergencia bailaba en la oscuridad, como un fuego fatuo delante de él. Llegó a las dependencias donde habitaba. La cocina, el dormitorio, la escalera que conducí­a al sótano. La pequeña habitación de los generadores; olor penetrante a grasa, a gasolina, a humedad. Con manos trémulas, encendió una lámpara de queroseno que allí­ habí­a. La angustia le hací­a temblar de pies a cabeza. Intentó serenarse, pero le resultaba imposible. La vida de todos aquellos hombres dependí­a de él, demasiado viejo, demasiado cansado. Un olor acre, a quemado, se escondí­a en la penumbra. La correa - el pensamiento acudió a la mente de Pascual al instante- ha sido la correa del motor. Al lado del generador estropeado habí­a otro motor, el generador de emergencia. Un pánico atroz nubló su mente, un pensamiento aterrador le sobrevino: Y si no funciona, Dios mí­o que funcione, por favor haz que funcione. Aún desde el interior del faro, sumido en penumbras, pudo oí­r claramente la sirena del barco; más cerca, cada vez se hallaba más cerca. Calma súbita, repentina, llegada sin avisar como un amante en la noche, una tranquilidad sobrenatural que se apoderó de él. Pascual se arrodilló, desenroscó la tuberí­a de goma que conducí­a el gasoil al motor y empujó con todas sus fuerzas. El motor apenas se desplazó unos centí­metros; algo lo retení­a. El cable que daba salida a la energí­a y que alimentaba todo el sistema de alimentación del faro. Pascual lo desconectó y repitió el esfuerzo con mayor ahí­nco si cabe; los músculos de su cuello se tensaron, le dolí­an los brazos. Casi se sorprendió cuando vio como el motor se deslizaba un metro a su izquierda, casi, porque no podí­a perder un instante. Un nuevo gemido en la noche, otro toque de sirena para advertir a pequeñas embarcaciones. Siempre podí­a haber algún pescador despistado. El hecho de que incluso en Nochebuena, cuando todo el mundo estarí­a cenando cálidamente rodeado de familiares y amigos, la tripulación del carguero cumpliera escrupulosamente con su cometido, acució todaví­a más a Pascual. Aquellos hombres no merecí­an correr una suerte tan adversa. El pánico le acongojaba de nuevo, llegaba en oleadas, aún más avasallador que antes. Una voz sonó clara y tranquilizadora en su mente: Un hombre entorpecido por el terror no servirá de ayuda a nadie, ni siquiera a sí­ mismo. Se sorprendió prestando atención a aquella frase, que todaví­a despertaba ecos ní­tidos en su mente. De nuevo, la sirena. Apenas faltarí­an uno o dos kilómetros para que el barco chocara contra las rocas exteriores que rodeaban la isla; si el barco no comenzaba la maniobra de cambio de rumbo inmediatamente, se estrellarí­a sin remisión. El motor auxiliar ya ocupaba el lugar correspondiente, pero faltaba conectar el cable, enroscar la goma, ponerlo en marcha...



En el interior de la cabina del puente de mando del naví­o de carga Aránzazu, tres hombres en silencio compartí­an la pesada carga de una guardia en Nochebuena. Abajo, en el comedor, la tripulación restante festejaba el nacimiento del Mesí­as con villancicos y canciones de mar. El capitán habí­a querido acompañar al piloto y al marinero de guardia; con él habí­a llevado tres tazas de ponche caliente que ahora humeaban entre sus manos. Pronto llegarí­an al puerto de Alicante, la tripulación podrí­a descansar en camas de verdad, y tal vez, encontrarí­an algún lugar abierto donde poder celebrar una auténtica y tardí­a cena de Nochebuena. Frente a ellos, las tinieblas. En la lejaní­a se apreciaba una diminuta luz parpadeante. Una ligera punzada de intranquilidad sacudió al capitán; debí­an estar muy cerca de la isla de Tabarca, pero sólo se apreciaba uno de los faros, y todaví­a lejos. Por la mañana deberí­a amonestar al contramaestre, pues probablemente se habrí­a equivocado al calcular las distancias. Iba a hacer un comentario sobre el particular al piloto cuando una luz cegadora inundó la reducida cabina, dejándoles deslumbrados por un segundo. Transcurrido este, los ojos del capitán se dilataron, el marinero se agarró a la puerta y el piloto inició el viraje frenético a babor que les alejarí­a de aquellas rocas que acababan de aparecer ante sus ojos. El capitán quedó mudo, atónito. Unos metros más y el barco no habrí­a podido evitar los afilados escollos que amenazaban traicioneros en la oscuridad. La barba cana del capitán se estremeció, reflejando la secreta plegaria que elevó al cielo en aquel momento. Sus manos, temblando aún por la emoción, hicieron sonar la sirena tres veces, en homenaje al anónimo farero del cual habí­an recibido aquel aguinaldo maravilloso...



Pascual lloraba. La luz iluminaba las aguas circundantes; el barco ya le enseñaba su popa. Una vez más, la sirena sonó tres veces. Él alzó el brazo, despidiendo a aquellos amigos que nunca verí­a. La tensión habí­a desaparecido; todo su cuerpo presentaba huellas dolorosas del esfuerzo realizado. Ahora, una paz absoluta reinaba en su corazón, en su mente. Y recordó... cómo habí­a conectado trabajosamente los cables a la instalación eléctrica del edificio... cómo habí­a enroscado la tuberí­a de goma... cómo el faro habí­a vuelto a refulgir en la noche. No, así­ no habí­a sucedido. Se esforzó en recordar la sucesión correcta de acontecimientos; en su interior, ya la sabí­a. Una vez conectado a la instalación, debí­a hacer llegar el gasoil al motor, mediante la goma. Habí­a estado absorto en la operación de enroscar la boca metálica de la manguera, cuando aquella luz blanca y pura, mágica y deliciosa al tiempo, habí­a iluminado el interior del faro. Segundos después terminó de conectar el motor y lo puso en marcha. Piernas y pulmones jóvenes le impulsaron escaleras arriba, llevándole casi en volandas. La luz, hierática, apuntaba hacia el carguero, indicándole a este el camino que debí­a seguir. Al cabo de unos breves instantes, la luz se habí­a tornado amarilla, eléctrica. En lo alto, una estrella más brillante que las demás, quizá de camino a Belén, habí­a hecho un alto para ayudar a hombres desesperados en una situación desesperada. Ahora se la veí­a marchar presurosa hacia oriente, mientras dejaba tras de sí­ una brillante estela dorada repleta de felicidad y paz... En el silencio de la noche Pascual percibió unas notas que le llegaban lejanas. Se imaginó a toda la tripulación del carguero de pie sobre la cubierta, sin apenas notar el frí­o aire nocturno, disfrutando del espectáculo como si fueran niños en una noche de Reyes. Con el corazón alegre, eufórico, se unió a ese canto feliz y dichoso, que se elevaba a los cielos como una plegaria, como una felicitación a su esposa, como un saludo a los hombres de buena voluntad, y una despedida a una estrella que aquella noche se retrasaba, que llegaba tarde para alumbrar el camino a tres hombres sabios que iban... camino de Belén.

lukera


Vinatea


Dionisio Aerofagita

Cayó la Navidad como un mar de ceniza sobre los atribulados pastores de porcelana que soñaban el sueño de otra gente en el Belén viviente de la vida; intoxicados de oro, incienso y mirra, hinchados de luces, sonidos y sabores grasientos; entre los rí­os de papel de plata y los prados de musgo se mascaba la parodia del atisbo de alguna olvidada verdad cósmica. Las patitas de porcelana de los pastores se quebraban con el frí­o cuando corrí­an de aquí­ para allá, buscando como astrónomos de oriente alguna estrella caí­da entre los restos de ajenjo de los vasos relamidos. Los pequeños cristales de exhortación a la felicidad caí­an del cielo como copos navideños y a su paso brotaba la sangre y crují­an los dientes, mientras los dioses se carcajeaban en sus palacios de invierno, vertiendo cartones baratos de hidromiel sobre el suelo sucio y pegajoso. La nieve de ilusiones helaba el corazón de los pastores, cansados de esperar la buena nueva, incapaces de cargar con esos sueños. Inquietos en sus tumbas, los ancestros demandaban seriamente sacrificios, golpeando a los pastores desde lejos con sus huesos. Un ángel desteñido recitaba todaví­a sus canciones, esperando que cayera una moneda en su cajita: “... y en la tierra, tengan paz los hombres buenos”.
Que no sean muchas tus palabras, porque los sueños vienen de la multitud de ocupaciones y las palabras necias, de hablar demasiado.

California


estarí­a bien un relato navideño sobre Cthulhu...

lukera

Cita de: Vinatea en Diciembre 25, 2008, 09:18:13 PM
¿Sí­?

Demasiado tierno a la par que reiterativo, esperable, manido para mi gusto, la verdad. Me gusta mas el que cuelga Dioni aunque sea otro lugar común visto, eso sí­, desde la otra parte. Besos a ambos. Empieza "Lo que el viento se llevó" y no quiero perderme ni los anuncios.  :)

Vinatea

Es que es el Premio Gloria Fuertes, ¿qué esperabas? Suerte que no hizo ninguna rima con una vaca.

atram

La celebración gastronómica...

Autor: Roald Dahl

Éramos seis cenando aquella noche en la casa de Mike Schofield en Londres: Mike con su esposa e hija, mi esposa y yo, y un hombre llamado Richard Pratt. Richard Pratt era un famoso “gourmet”, presidente de una pequeña sociedad gastronómica conocida por "Los epicúreos", que mandaba cada mes a todos sus miembros un folleto sobre comida y vinos. Organizaba comidas en las cuales eran servidos platos opí­paros y vinos raros. No fumaba por terror a dañar su paladar, y cuando discutí­a sobre un vino tení­a la costumbre, curiosa y un tanto rara, de referirse a éste como si se tratara de un ser viviente. "Un vino prudente -decí­a-, un poco tí­mido y evasivo, pero prudente al fin". O bien, "un vino alegre, generoso y chispeante. Ligeramente obsceno, quizá, pero, en cualquier caso, alegre". Yo habí­a coincidido en casa de Mike dos veces con Richard Pratt anteriormente. En ambas ocasiones, Mike y su esposa se habí­an esmerado en preparar una comida especial para el famoso “gourmet” y, naturalmente, esta vez no iban a hacer una excepción.

En cuanto entramos en el comedor me di cuenta de que la mesa estaba preparada para una fiesta. Los grandes candelabros, las rosas amarillas, la numerosa vajilla de plata, las tres copas de vino para cada persona, y, sobre todo, el suave olor a carne asada que vení­a de la cocina, hicieron que mi boca empezara a segregar saliva. Al sentarnos recordé que, en las dos anteriores visitas de Richard Pratt, Mike siempre habí­a apostado con él acerca del vino clarete, presionándole para que dijera de qué año era la solera de aquel caldo. Pratt replicaba que eso no serí­a difí­cil para él. Entonces Mike apostaba con él sobre el vino en cuestión. Pratt habí­a aceptado y ganado en ambas ocasiones. Esta noche estaba seguro de que volverí­a a jugar otra vez, porque Mike querí­a perder su apuesta y probar así­ que su vino era conocido como bueno, y Pratt, por su parte, parecí­a sentir un placer especial en exhibir sus conocimientos.

La comida empezó con un plato de chanquetes dorados y fritos con mantequilla, rociados con vino de Mosela. Mike se levantó y lo sirvió él mismo, y cuando volvió a sentarse me di cuenta de que observaba atentamente a Richard Pratt. Habí­a dejado la botella frente a mí­ para que pudiera leer la etiqueta. Ésta decí­a: "Geirslay Ohligsberg, 1945". Se inclinó hacia mí­ y me dijo que Geirslay era un pueblecito a orillas del Mosela, casi desconocido fuera de Alemania. Me dijo que ese vino era muy raro porque, siendo los viñedos tan escasos, para un extranjero resultaba prácticamente imposible conseguir una botella. Él habí­a ido personalmente a Geirslay el verano anterior para conseguir unas pocas docenas de botellas que consintieron en venderle. --Dudo que lo tenga alguien más en esta comarca -dijo, mirando de nuevo a Richard Pratt-. Lo bueno del Mosela -continuó, levantando la voz- es que es el vino más adecuado para servir antes del clarete. Mucha gente sirve vino del Rin, pero los que tal hacen no entienden nada de vinos. Cualquier vino del Rin mata el delicado ‘bouquet’ del clarete. ¿Lo sabí­an? Es una barbaridad servir un Rin antes de un clarete. Pero el Mosela... ¡Ah! ¡El Mosela es el más indicado!

Mike Schofield era un hombre de mediana edad, muy agradable. Pero era corredor de Bolsa. Para ser exacto, era un agiotista de la Bolsa y, como muchos de su clase, parecí­a estar un poco perplejo, casi avergonzado, de haber hecho dinero con tan poco talento. En su fuero interno sabí­a que no era sino un ‘book-maker’, un corredor de apuestas, un untuoso, infinitamente respetable y secretamente inescrupuloso corredor de apuestas. Suponí­a que sus amigos lo sabí­an también. Por eso querí­a convertirse en un hombre de cultura, cultivar un gusto literario y artí­stico, coleccionando cuadros, música, libros y todo lo demás. Su explicación acerca de los vinos del Rin y del mosela formaba parte de esta cultura que él buscaba.

--Un vino estupendo, ¿verdad? -dijo, mirando insistentemente a Richard Pratt. Yo le veí­a echar una furtiva mirada a la mesa cada vez que agachaba la cabeza para tomar un bocado de chanquetes. Yo casi le ‘sentí­a’ esperar el momento en que Pratt catarí­a el primer sorbo, contemplarí­a el vaso tras haber bebido con una sonrisa de placer, de asombro, quizá hasta de duda, y entonces se suscitarí­a una discusión en la cual Mike le hablarí­a del pueblo de Geirslay. Pero Richard Pratt no probó el vino. Estaba conversando animadamente con Louise, la hija de Mike, la cual no tení­a aún dieciocho años. Estaba frente a ella, sonriente, contándole, al parecer, alguna historia de un camarero en un restaurante parisiense. Mientras hablaba, se inclinaba más y más hacia Louise, hasta casi tocarla, y la pobre chica retrocedí­a lo máximo que podí­a, asistiendo cortésmente, o más bien desesperadamente, y mirándole no a la cara sino al botón superior de su smoking.

Terminamos el pescado y la doncella empezó a retirar los platos. Cuando llegó a Pratt y vio que no habí­a tocado su comida siquiera, dudó unos instantes. Entonces Pratt advirtió su presencia, la apartó, interrumpió su conservación y empezó a comer rápidamente, metiéndose el pescado en la boca con hábiles y nerviosos movimientos del tenedor. Cuando terminó, cogió su vaso y en dos tragos se bebió el vino para continuar en seguida su interrumpida conversación con Louise Schofield. Mike lo vio todo. Estaba sentado, muy quieto, conteniéndose y mirando a su invitado. Su cara, redonda y jovial, pareció ceder a un impulso repentino, pero se contuvo y no pronunció palabra.

Pronto llegó la doncella con el segundo plato. Éste consistí­a en un gran rosbif. Lo colocó en la mesa delante de Mike, quien se levantó y empezó a trincharlo, cortando las lonchas muy delgadas y poniéndolas delicadamente en los platos para que la doncella las fuera distribuyendo. Cuando hubo servido a todos, incluyéndose a sí­ mismo, dejó el cuchillo y se inclinó apoyando las manos en el borde de la mesa. --Bueno -dijo, dirigiéndose a todos, pero sin dejar de mirar a Richard-, ahora el clarete. Perdónenme, pero tengo que ir a buscarlo. --¿Vas a buscarlo tú, Mike? -dije-. ¿Dónde está? --En mi estudio. Está destapado, para que respire. --¿Por qué en el estudio? --Para que adquiera la temperatura ambiente, por supuesto. Lleva allí­ veinticuatro horas. --Pero ¿por qué en el estudio? --Es el mejor sitio de la casa. Richard me ayudó a escogerlo la última vez que estuvo aquí­. Al oí­r su nombre Richard nos miró. --¿Verdad que sí­? -dijo Mike. --Sí­ -dijo Pratt afirmando con la cabeza-, es verdad. --Encima del fichero de mi estudio -dijo Mike-.

Ése fue el lugar que escogimos. Un buen sitio en una habitación con temperatura constante. Excúsenme, por favor. Voy a buscarlo. El pensamiento de un nuevo vino le devolvió el humor y dirigiéndose rápidamente a la puerta para regresar un minuto más tarde, despacio, solemnemente, llevando entre sus manos una cesta donde habí­a una botella oscura. La etiqueta estaba invertida. --Bueno -gritó, viniendo hacia la mesa-. ¿Y éste, Richard? Éste no lo adivinará nunca. Richard Pratt se volvió lentamente y miró a Mike; luego sus ojos descendieron hasta la botella metida en la cesta, levantó las cejas y echó hacia adelante el labio inferior con un gesto feo e imperioso. Mientras tanto las mujeres callaban, en una especie de mutismo embarazoso y tenso. --Nunca lo adivinará -repitió Mike-; ni en cien años. --¿Un clarete? -preguntó Richard, como afirmándolo. --Naturalmente. --Entonces me imagino que será de algún pequeño viñedo. --Puede que sí­, Richard, y puede que no. --Pero ¿es de un buen año? ¿Una de las grandes cosechas? --Sí­, eso se lo garantizo. --Entonces no puede ser difí­cil -dijo Richard Pratt, recalcando las palabras, ya un poco aburrido. Sólo que, en mi opinión, habí­a algo extraño en su forma de pronunciar, y en su aburrimiento: en sus ojos se percibí­a una sombra algo diabólica, y en su actitud un ansia que me provocó una cierta inquietud. --Esta vez es realmente difí­cil -dijo Mike-. No le voy a coaccionar a que apueste por este vino. --¿Por qué no? Sus cejas se arquearon de nuevo y sus ojos adquirieron un extraño brillo. --Porque es difí­cil. --Esto no me deja en muy buen lugar. --Mi querido amigo -dijo Mike-, apostaré con gusto si usted lo desea. --No creo que sea tan difí­cil descubrirlo. --¿Significa eso que va a apostar? --Efectivamente, quiero apostar -dijo Pratt. --Muy bien, lo haremos como siempre. --No cree que pueda adivinarlo, ¿verdad? --Con todo el respeto, no lo creo -dijo Mike.

Hací­a esfuerzos por mantenerse correcto. Pero Pratt no se molestó mucho en ocultar su desdén por todo el asunto. Sin embargo, su pregunta siguiente traicionó un cierto interés. --¿Quiere aumentar la apuesta? --No, Richard. --¿Apuesta cincuenta cajas? --Serí­a tonto.

Mike se quedó quieto detrás de su silla en la cabecera de la mesa, cogiendo la botella embutida en su ridí­cula cesta. Su rostro estaba pálido y la lí­nea de sus labios era muy fina. Pratt estaba recostado en el respaldo de su silla, mirándole, con las cejas levantadas, los ojos medio cerrados y una ligera sonrisa en los labios. Observé de nuevo, o creí­ ver, algo enigmático en la cara del hombre, una sombra de ansia en sus ojos, que ocultaban cierta malignidad un tanto pueril y maliciosa. --Entonces, ¿no quiere subir la apuesta? --Por mí­ no hay inconveniente, querido amigo -dijo Mike-; apostaré lo que quiera.

Las tres mujeres y yo estábamos callados, mirando a los dos hombres. La esposa de Mike empezaba a sentirse incómoda; su boca se contraí­a en un mohí­n de disgusto y me pareció que en cualquier momento iba a interrumpirles. El rosbif estaba intacto en los platos, jugoso y humeante. --Entonces, ¿apostaremos lo que yo quiera? --Exactamente, le apuesto lo que quiera, si está dispuesto a mantener la apuesta. --¿Hasta diez mil libras? --Desde luego, si así­ lo desea.

Mike iba ganando confianza por momentos. Sabí­a ciertamente que podí­a apostar cualquier suma que Pratt dijera. --Entonces, ¿apuesto yo primero? -preguntó Pratt otra vez. --Eso es lo que he dicho. Hubo una pausa en la cual Pratt me miró a mí­ y luego a las tres mujeres detenidamente. Parecí­a querer recordarnos que éramos testigos de la oferta. --¡Mike! -dijo la señora Schofield rompiendo la tensión ambiental-, ¿por qué no dejas de hacer tonterí­as y empezamos a comer? La carne se está enfriando. --No es ninguna tonterí­a -dijo Pratt tranquilamente-; estamos haciendo una apuesta. Distinguí­ a la doncella en segundo término con una fuente de verdura en las manos, dudando entre seguir adelante o no. --Muy bien -dijo Pratt-, le diré qué es lo que quiero que apueste. --Diga, pues -le respondió Mike descaradamente-, empiece. Pratt volvió la cabeza y nuevamente una diabólica sonrisa apareció en sus labios. Luego, lentamente, mirándonos a Mike y a mí­, dijo: --Quiero que apueste para mí­, la mano de su hija. Louise Schofield dio un salto de la silla. --¡Eh! -gritó- ¡No, esto no tiene gracia! Por favor, papá, no tiene ninguna gracia. --No te Preocupes, querida -la tranquilizó su madre-; sólo están jugando. --No bromeo -dijo Richard Pratt. --¡Esto es ridí­culo! -exclamó Mike, perdiendo el control de sus nervios. --Usted ha dicho que apostara lo que quisiera. --¡Yo he querido decir dinero! --No ‘ha dicho’ dinero.  --Eso es lo que he querido decir. --Pues es una lástima que no lo haya dicho. De todas formas, si se arrepiente de su oferta, no tengo inconveniente. --No voy a retirar mi oferta, amigo mí­o. Lo que pasa es que usted no tiene una hija para sustituir a la mí­a, en caso de que pierda, y aunque la tuviera, yo no me casarí­a con ella. --Me alegro de oí­rte decir eso, querido -intervino su esposa. --Me apuesto lo que usted quiera -anunció Pratt-. Mi casa, por ejemplo, ¿qué le parece mi casa? --¿Cuál de ellas? -preguntó Mike, bromeando. --La del campo. --¿Por qué no la otra, también? --De acuerdo, si así­ lo quiere usted. Las dos casas.

En aquel momento, vi dudar a Mike. Dio un paso adelante y colocó la botella sobre la mesa. Puso el salero a un lado, luego hizo lo mismo con la pimienta. Seguidamente cogió un cuchillo y durante unos segundos examinó pensativamente la hoja, colocándolo luego en su sitio otra vez. Su hija también le vio vacilar. --Bueno, papá -gritó-. ¡No seas absurdo! Esto es una soberana tonterí­a. Me niego a que me apostéis, como si fuera un trofeo de caza. --Tienes mucha razón, nena -dijo su madre-. Ya está bien Mike. Siéntate y come. Mike no le hizo ningún caso. Miró a su hija paternalmente. Sus ojos brillaban con un gesto de triunfo. --¡Sabes, Louise? -le dijo, sonriendo mientras hablaba-, debemos pensarlo. --Bueno. ¡Ya está bien, papá! ¡Me niego a escucharte! ¡En mi vida he oí­do una cosa tan ridí­cula! --Hablemos en serio, querida. Espera un momento y escucha lo que voy a decirte. --¡No quiero oí­rlo! --¡Louise, por favor! Se trata de lo siguiente: Richard ha hecho una apuesta seria, él es quien ha apostado, no yo. Si pierde, tendrá que desprenderse de sus valiosas propiedades. Espera un momento, querida, no interrumpas. La cosa es ésta: no puede ganar. --Él cree que sí­. --Ahora, escúchame, porque yo sé de qué se trata. El experto, al paladear un clarete, siempre que no sea algún vino famoso como Laffite o Latour, sólo puede dar un nombre aproximado de la viña. Naturalmente puede decir el distrito de Burdeos de donde viene el vino, sea St. Emilion, Pomerol, Graves o Medoc. Pero cada distrito tiene varias comarcas, pequeños condados, y cada condado tiene gran número de pequeños viñedos. Es imposible que un hombre pueda diferenciarlos por el gusto y el olor. No me importa decirte que este que tengo aquí­ es vino de una pequeña viña rodeada de muchas otras y nunca podrá adivinarlo. Es imposible. --No puedes asegurar eso -dijo su hija. --Te digo que sí­. Aunque no sea demasiado correcto por mi parte el decirlo, entiendo un poco de vinos. Y además, ¡por el amor del cielo!, soy tu padre y supongo que no pensarás que te voy a obligar a algo que no quieres, ¿verdad? Te estoy haciendo ganar dinero.

--¡Mike! -le replicó su mujer duramente-. ¡No sigas, Mike, por favor! De nuevo pareció ignorarla. --Si consientes en esta apuesta, en diez minutos poseerás dos grandes casas. --Pero yo no quiero dos casas, papá. --Entonces las vendes. Véndeselas a él inmediatamente. Yo lo arreglaré todo. Piénsalo, querida. Serás rica, independiente para toda la vida. --¡Oh, papá, no me gusta! Me parece una cosa tonta. --A mí­ también -dijo la madre. Al hablar, moví­a la cabeza de arriba abajo como una gallina. --Deberí­as avergonzarte de ti mismo, Michael, por sugerir una cosa así­. ¡Llegar a apostar a tu propia hija! Mike ni siquiera la miró. --Acepta -dijo testarudamente, mirando a la chica-. ¡Acepta!, ¡rápido! Te garantizo que no perderás. --No me gusta eso, papá. --Vamos, nena, ¡acepta!

Mike la forzaba más y más. Estaba inclinado hacia ella, mirándola fijamente, como si tratara de hipnotizarla. --¿Y si pierdo? -dijo con voz ahogada. --Te repito que no puedes perder, te lo garantizo. --¡Oh, papá! ¿Debo hacerlo? --Te voy a hacer ganar una fortuna, así­ que no lo pienses más. ¿Qué dices, Louise? ¿De acuerdo? Por última vez, ella dudó.

Luego, se encogió de hombros desesperadamente y dijo: --Bien, acepto, siempre que me jures que no hay peligro de perder. --¡Estupendo! -exclamó Mike-. Entonces apostamos. Inmediatamente, Mike cogió el vino, se sirvió primero a sí­ mismo y luego fue llenando los vasos de los demás. Ahora todos miraban a Richard Pratt, observando su rostro mientras él cogí­a su vaso con la mano derecha y se lo llevaba a la nariz. Era un hombre de unos cincuenta años y su rostro no era muy agradable. Todo era boca -boca y labios-, esos labios gruesos y húmedos del sibarita profesional, con el labio inferior más saliente en el centro, un labio colgante y permanentemente abierto con el fin de recibir más fácilmente la comida y la bebida. Como un embudo, pensé yo al observarle: su boca es un embudo grande y húmedo.

Lentamente, levantó el vaso hacia la nariz. La punta de la nariz se metió en el vaso, y se deslizó por la superficie del vino, husmeando con delicadeza. Agitó el vino en su vaso, para poder percibir mejor el aroma. Parecí­a intensamente concentrado. Habí­a cerrado los ojos y la mitad superior de su cuerpo, la cabeza, cuello y pecho parecí­an haberse convertido en una sensitiva máquina de oler, recibiendo, filtrando, analizando el mensaje que le transmití­a la nariz, con sus aletas, carnosas, eréctiles, nerviosas y sensitivas.

Observé a Mike, sentado en su silla, aparentemente despreocupado, pero atento a todos los movimientos. La señora Schofield, su esposa, estaba sentada muy erguida en el lado opuesto de la mesa, mirando de frente, con gesto de desaprobación en el rostro. Louise, la hija, habí­a separado un poco la silla y, como su padre, observaba atentamente los movimientos del sibarita. Durante un minuto el proceso olfativo continuó; luego, sin abrir los ojos ni mover la cabeza, Pratt acercó el vaso a su boca y bebió casi la mitad de su contenido. Después del primer sorbo, se paró para paladearlo, luego lo hizo pasar por su garganta y pude ver su nuez moverse al paso del lí­quido. Pero no se lo tragó todo, sino que se quedó casi todo el sorbo en la boca. Entonces, sin tragárselo, hizo entrar por sus labios un poco de aire que mezclándose con el aroma del vino en su boca pasó luego a sus pulmones. Contuvo la respiración, sacando luego el aire por la nariz; para poner finalmente el vino debajo de la lengua y engullirlo, masticándolo con los dientes, como si fuera pan. Fue una representación solemne e impresionante, debo confesar que lo hizo muy bien.

--¡Hum! -dijo, dejando el vaso y relamiéndose los labios con la lengua-, ¡hum!, sí­..., un vinito muy interesante, cortés y gracioso, de gusto casi femenino. Tení­a saliva en exceso en la boca y al hablar soltó algunos salpicones sobre la mesa. --Ahora empezaremos a eliminar -dijo-, me perdonarán si lo hago concienzudamente, pero es que me juego mucho. Normalmente, quizá me hubiera arriesgado y hubiera dicho directamente el nombre del viñedo de mi elección. Pero esta vez debo tener precaución, ¿verdad? Miró a Mike y le dedicó una espesa y húmeda sonrisa. Mike no le sonrió. --En primer lugar: ¿de qué distrito de Burdeos procede este vino? No es demasiado difí­cil de adivinar. Es excesivamente ligero para ser St. Emilion o Graves. Desde luego, ‘es’ un Medoc, no cabe duda. Veamos, ¿de qué comarca de Medoc procede? Esto, por eliminación, tampoco es difí­cil de saber. ¿Margaux? No. No puede ser Margaux, no tiene el aroma violento de un Margaux. ¿Pauillac? Tampoco puede ser Pauillac. Es demasiado tierno y gentil para ser un Pauillac. El vino de Pauillac tiene un carácter casi imperioso en su gusto. Además, para mí­, Pauillac contiene un curioso y peculiar residuo que la uva toma del suelo de la viña. No, no. Éste es un vino muy gentil, serio y tí­mido la primera vez que se prueba. Quizá sea un poco revoltoso a la segunda degustación, excitando la lengua con un poquito de ácido tánico. Después de haberlo saboreado, es delicioso, consolador y femenino, con la generosa calidad que se asocia a los vinos de la comarca de St. Julien. Indudablemente, éste es un St. Julien.

Se respaldó en la silla, puso las manos a la altura del pecho con los dedos juntos. Estaba poniéndose ridí­culamente pomposo, pero creo que lo hací­a deliberadamente para burlarse de su anfitrión. Esperé ansiosamente a que continuara. Louise encendió un cigarrillo. Pratt le oyó rascar el fósforo y se volvió hacia ella, mirándola con ira. --¡Por favor, no lo haga! Fumar en la mesa es una costumbre horrible. Ella le miró, con el fósforo en la mano, observándolo fijamente con sus grandes ojos, quedando así­ un momento, y echándose hacia atrás otra vez, lenta y ceremoniosamente. Luego inclinó la cabeza y apagó el fósforo, pero continuó con el cigarrillo sin encender entre los dedos.

--Lo siento, querida -dijo Pratt-, pero no puedo consentir que se fume en la mesa. Ella no le volvió a mirar.

--Bueno, veamos. ¿Dónde estábamos? -dijo él-. ¡Ah, sí­! Este vino es de Burdeos, de la comarca de St. Julien, en el distrito de Medoc. Hasta ahora voy bien. Pero llegamos a lo más difí­cil: el nombre de la viña. Porque en St. Julien hay muchos viñedos y, como ya ha señalado nuestro anfitrión anteriormente, a menudo no hay mucha diferencia entre el vino de uno y de otro, pero ya veremos. Hizo una pausa otra vez, cerrando los ojos. --Estoy tratando de establecer la cosecha -dijo-, si consigo esto, tendré ganada la mitad de la batalla. Bueno, veamos. Evidentemente, este vino no es de la primera cosecha de una viña, ni de la segunda. No es un gran vino. La calidad, la..., el..., ¿cómo lo llaman?: el esplendor, el poder, eso falta. Pero la tercera cosecha, ésa sí­ podrí­a ser. Sin embargo, lo dudo. Sabemos que es de un buen año, nuestro anfitrión lo ha dicho. Esto lo desfigura un poco. Tengo que ser prudente, muy prudente, en este punto. Tomó el vaso y dio otro sorbo. --Sí­ -dijo, secándose los labios-, tení­a razón. Es de la cuarta cosecha, ahora estoy seguro. La cuarta cosecha de un año muy bueno, bueno de verdad. Eso es lo que le dio el gusto de tercera y hasta segunda cosecha. ¡Bien! ¡Esto está mejor! ¡Nos vamos acercando! ¿Cuáles son las viñas de las cuartas cosechas de la comarca de St. Julien?

Volvió a pararse, tomó el vaso y se lo puso en los labios. Luego le vi sacar la lengua, estrecha y rosada, con la punta metiéndose en el vino, escondiéndose otra vez; era un espectáculo repulsivo. Cuando dejó el vaso, mantuvo los ojos cerrados, el rostro concentrado, sólo los labios se moví­an, restregándose uno contra otro como dos piezas de húmeda y esponjosa goma. --¡Aquí­ está otra vez! -gritó-. ícido tánico después de un sorbo y una sensación bajo la lengua. ¡Sí­, sí­, claro, ya lo tengo! El vino procede de una de esas pequeñas viñas de los alrededores de Beychevelle. Ahora recuerdo. El distrito de Beychevelle, el rí­o, el pequeño puerto, anticuado y ridí­culo. Beychevelle... ¿Puede ser el mismo Beychevelle? No, no creo. No exactamente, pero debe de ser muy cerca de allí­. ¿Chí¢teau Talbot? ¿Puede ser Talbot? Sí­, podrí­a ser: esperen un momento.

Volvió a probar el vino y al fijarme en Mike Schofield le vi inclinarse más y más sobre la mesa, con la boca un poco abierta y sus ojos fijos en Richard Pratt. --No. Estaba equivocado. Un Talbot viene más pronto a la memoria que ése; la fruta está más cerca de la superficie. Si es un "34", que creo que es, no puede ser Talbot. Bien, bien. Déjenme pensar. No es un Beychevelle y no es un Talbot, y sin embargo está tan cerca de ambos, tan cerca, que el viñedo debe de estar en medio. ¿Qué podrá ser?

Dudó unos momentos. Nosotros esperamos, observando su rostro. Todos, hasta la esposa de Mike, le mirábamos. Oí­ a la doncella poner el plato de verduras en el aparador, detrás de mí­, suavemente, para no turbar el silencio. --¡Ah! -gritó-, ¡ya lo tengo! ¡Sí­, creo que lo tengo! Por última vez probó el vino. Luego, con el vaso todaví­a cerca de la boca, se volvió hacia Mike y le dedicó una lenta y suave sonrisa, diciéndole: --¿Sabe lo que es? Éste es el pequeño Chí¢teau Branaire-Duoru.

Mike quedó inmóvil. --Y del año 1934. Todos miramos a Mike, esperando que volviese la botella y nos enseñara la etiqueta. --¿Es ésa su respuesta? -dijo Mike. --Sí­, creo que sí­. --Bueno. ¿Es o no es la respuesta final? --Sí­, es mi respuesta definitiva. --¿Me quiere decir su nombre otra vez? --Chí¢teau Branaire-Duoru. Una pequeña viña. Un viejo castillo, lo conozco muy bien. No comprendo cómo no lo he reconocido desde el principio. --Vamos, papá -dijo la chica-, vuelve la botella y veamos qué pasa. Quiero mis dos casas. --Un momento -dijo Mike-, espera un momento. Parecí­a inquieto y sorprendido y su rostro iba palideciendo, como si fuera perdiendo las fuerzas.

--¡Michael! -exclamó su esposa desde la otra parte de la mesa. ¿Qué pasa? --No te metas en esto, Margaret, por favor.

Richard Pratt miraba a Mike con ojos brillantes. Mike no miraba a nadie. --¡Papá! -gritó la hija angustiada-. ¡No me digas que lo ha adivinado! --No te preocupes, querida. No hay por qué angustiarse. Supongo que fue por desembarazarse de la familia por lo que Mike se volvió hacia Richard Pratt y le dijo: --Oiga, Richard, creo que será mejor que vayamos a la otra habitación y hablemos. --No quiero hablar -dijo Pratt, frí­amente-, lo que quiero es ver la etiqueta de la botella. Ahora sabí­a que habí­a ganado, tení­a la arrogancia y la apostura del ganador y me di cuenta de que se molestarí­a si encontraba algún impedimento.

--¿Qué espera? -le dijo a Mike-. ¡Déle la vuelta!

Entonces ocurrió: la doncella, la pequeña y fina figura de la doncella de uniforme blanco y negro, estaba de pie al lado de Richard Pratt con algo en la mano. --Creo que son suyas, señor -dijo. Pratt la miró y vio las gafas que ella le tendí­a. Dudó un momento. --¿Son mí­as? Sí­, seguramente, no sé... --Sí­, señor, son suyas. La doncella era una mujer mayor, más cerca de los setenta que de los sesenta y llevaba muchos años en la casa. Puso las gafas en la mesa, a su lado. Sin darle las gracias, Pratt las cogió y las deslizó en el bolsillo de la chaqueta, detrás del blanco pañuelo. Pero la doncella no se retiró. Se quedó de pie, detrás de Richard Pratt. Habí­a algo raro en ella y en la manera de quedarse allí­, derecha y sin moverse. La observé con repentino interés. Su viejo rostro tení­a una mirada frí­a y determinada, los labios apretados y las manos juntas delante de ella. La cofia en la cabeza y la blanca pechera del uniforme la hací­an parecerse a un pajarito. --Las ha dejado en el estudio -dijo. Su voz era deliberadamente correcta-, encima del fichero verde, cuando ‘ha ido’ allí­, ‘solo’, antes de la cena.

Sus palabras tardaron unos minutos en tomar sentido y en el silencio que siguió a ellas advertí­ que Mike se sentaba con tranquilidad en su silla, volviéndole el color a las mejillas, los ojos muy abiertos, la extraña curva de su boca y la blancura de las aletas de la nariz. --¡Bueno, Michael! -dijo su esposa-. ¡Cálmate, Michael, querido, cálmate!



Autor: Roald Dahl