La novela decimonónica francesa retrató mejor que nadie el juego dual del teatro: por un lado la representación de la obra; por otro, las intrigas, romances, desaires de los personajes de butaca. En ciudades pequeñas, a día de hoy, todavía se observan pequeñas liaisons.
El azar y no otra cosa me devuelve siempre al mundillo del teatro por el que, aunque disfrute y mucho, no siento auténtica pasión. Anda que no nos pateamos veces el Festival de Tí rrega (huelga decir que quien me acompañaba –o mejor dicho, yo lo acompañaba a él- era mi pareja de entonces). Su gusto era mucho más exquisito que el mío, recuerdo una adaptación de La Odisea (¿o era la Ilíada?), a cargo de un director hindú prestigioso (el del Mahabarata, ahora no recuerdo el nombre), que me pareció un palo. Tengo la sana costumbre de no afirmar que algo es una puta mierda si no dispongo de los elementos necesarios de valoración. También con él fui a ver esa maravilla que es Largo viaje hacia la noche de Eugene O’Neill, a cargo de Ingmar Bergman, una de las experiencias más rotundamente placenteras, donde quiera que se aloje el placer intelectual, llámese alma o química cerebral.
El azar también me llevó hace años a conocer a Antonio Belart, uno de los mejores figurinistas del país, a través de un amigo. Antonio es una de esas personas que irradian buen rollo, alegría, humildad, afecto; posee algo difícil de definir pero fácilmente identificable: carisma. Esté en la ciudad que esté conoce a alguien, él no saluda, le dedica al menos tres minutos y un abrazo cuerpo a cuerpo al conocido presuroso que le alza la mano. Lo mismo le da palique a la muchacha de la taquilla mientras se fuma un cigarrillo que te pregunta: ¿ya has publicado? Sus esbozos, sus cuadernos, eran puras filigranas. Como buen errante, le perdí la pista hasta el viernes pasado que nos invitó al estreno de Mort d’un viatjant, de Mario Gas. Conocía la obra y, francamente, era lo que menos me importaba. Además, a cuento de qué regodearse en viejos textos. Pero los buenos textos nunca mueren; el drama sigue vigente. Excelente puesta en escena, dirección de actores, y un vestuario sobrio (y eso que Antonio es de los que disfruta en plan John Galiano, incluso físicamente me lo recuerda).
Anoche fui a ver Hikikomori, uno de los actores es hijo de una amiga (otra vez el azar). Buen trabajo del elenco de actores, sobre todo porque de los seis, tres son jovencísimos. A la salida, el grupillo con el que iba alabó la dureza de la obra. Yo más bien vi un batiburrillo de ideas, con frases tan insidiosas como las letras de los Ronaldos. Correcta sí, pero poco más. Como una es discreta y acomaditicia en la vida real, asentí con sonrisa de conejo y cara agilipollada a las interpretaciones y discusiones que derivaron.
Teatro, puro teatro.