Empatí­a (un relato ajeno)

Iniciado por Glate, Agosto 24, 2009, 07:20:49 PM

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Glate

Ganador de la categorí­a de Relato Creativo del III Concurso de Relatos Breves Semergen-Pfizer.

Habí­a pasado mucho tiempo desde la última vez que lo hizo, más de cinco meses creí­a recordar, y su mente empezaba a sentir la necesidad de hacerlo de nuevo. Pasó la noche meditando sobre cuál serí­a la mejor manera, casi no durmió. Cada vez que se le ocurrí­a algún plan lo desechaba por la dificultad que entrañaba el llevarlo a cabo o por lo infantil que le parecí­a. Así­, entre planes y un ligero duermevela pasó la noche. Y cuando el sol despuntaba por su ventana decidió levantarse. Se encontraba cansado fí­sicamente, pero contento por haber dado con un modo perfecto de conseguir sus objetivos; además, la apariencia que le daba el estar fatigado le favorecí­a en su propósito.

Se incorporó en la cama excitado y se preparó un desayuno austero, tan sólo una taza de café con cuatro cucharadas de azúcar. Lo bebió de un trago, caliente, como le gustaba, y se dirigió a la ducha. Era su modo habitual de despertarse, siempre decí­a que un dí­a sin su ducha matutina era como una sí­stole sin su diástole, no serví­a para nada.

Salió de la ducha fresco, limpio y lo que era más importante, despierto; y se puso manos a la obra con su plan. Secó bien todo su rostro, asegurándose de no dejar ninguna impureza. Se acercó al espejo que tení­a en su dormitorio, se sentó frente a él y empezó a maquillarse. No pudo evitar recordar sus dí­as en la Universidad, cuando formaba parte de la compañí­a de teatro; y no pudo evitar esbozar una sonrisa al recordar a la señora Rowman, la encargada del vestuario y del maquillaje. Una neoyorquina de cuarenta y siete años que llevaba más de veinte viviendo en España. Pese al tiempo, aún conservaba su acento americano y se sentí­a orgullosa de él: "yo soy lo que soy y nadie más -decí­a-, no tengo que actuar". Para acabar indicando con un perfecto acento de Valladolid: "sois vosotros los actores, recordadlo". Era una persona maravillosa, competente como ninguna y siempre demostraba un amor infinito en todo lo que hací­a. Le enseñó que tanto el vestuario como el maquillaje eran fundamentales en toda actuación, no sólo hací­an que el público entendiera al personaje, también hací­an que el actor lo interiorizara más aún. "No basta con saber tu papel -le repitió en más de una ocasión-, has de convertirte en él".

Eso era lo que estaba haciendo en ese momento. Sin darse cuenta ya habí­a empezado a ponerse bolsas bajo los ojos, un poco de papada y las arrugas extras por toda la cara. Cuando cubriera todo con el maquillaje final, acabara de teñirse las cejas y se pusiera el bigote y la peluca, parecerí­a un hombre de unos ochenta años. Dos horas más tarde, al ver el resultado final en el espejo, se sorprendió a sí­ mismo, aún conservaba esa habilidad para maquillarse. Se preguntó que habrí­a sido de la señora Rowman.

Acabó de vestirse. Un traje gris con chaqueta de su abuelo, que por alguna razón sentimental habí­a conservado, una camisa amarilla y pálida de vieja, unos zapatos negros con borlas desgastados, y una bufanda de franela azul. El resultado era asombroso, tan sólo le faltaban unos detalles que le dieran al personaje una total credibilidad. Se acercó al armario donde guardaba las medicinas y se hizo con dos pequeñas cajitas que introdujo en el bolsillo de la chaqueta. Luego, se asomó debajo de la cama y cogió dos tobilleras lastradas que no usaba hací­a años y se las puso bajo los calcetines, cada una pesaba dos kilos y medio, lo que le harí­a marchar a un paso más lento, casi fatigoso después de varias horas de llevarlas -pensó. Finalmente, decidió que estaba todo bien y se dispuso a salir a la calle. Tan resuelto estaba a salir que casi olvidó las recetas. Las recetas eran importantes. Miró hacia la cocina y las vio sobre la mesa junto a la taza de café vací­a, el rojo de las recetas resaltaba mucho sobre el mantel azul. Las guardó en el bolsillo interior de su chaqueta, se dirigió a la puerta, agarró un bastón del paragí¼ero y salió de la casa pensando que las piernas empezaban a pesarle un poco.

La primera parte del plan iba viento en popa, ahora faltaba la segunda, la ubicación. No podí­a ir en coche a su primer destino por si alguien reconocí­a su vehí­culo. Serí­a difí­cil explicar qué hací­a un abuelo de ochenta años en un 4x4 descapotable; además, luego serí­a fí­sicamente imposible conducirlo. Así­ que decidió ir en metro hasta su punto de partida. En un medio de transporte colectivo serí­a uno más, a nadie le extrañarí­a su presencia y nadie le preguntarí­a nada pues nadie conocí­a a su personaje.

Poco a poco, fue entrando en su papel. Al principio le costó adecuar su paso al de la edad que representaba, pero lo consiguió con la inestimable ayuda del sobrepeso que arrastraban sus piernas. Luego adaptó la forma de su tronco al apoyo de su bastón y adoptó la postura de un cuerpo viejo y cansado. La transformación le llevó todo el trayecto desde su casa hasta la parada de metro más cercana. Cualquier persona que hubiera visto todo el proceso de adaptación se habrí­a extrañado del súbito envejecimiento del cuerpo de un hombre de ochenta años; pero daba igual, estos no eran ni su escenario ni su público. Lo difí­cil estaba por llegar. Hasta ahora, tan sólo era un viejo solitario que andaba por la calle hablando consigo mismo. En realidad estaba buscando la entonación perfecta para su papel, el hecho de que pensaran que estaba ido era intrascendente. Supuso que habí­a encontrado el registro de voz adecuado y decidió enfrentarse a una prueba de fuego, se acercó a la ventanilla de la estación y pidió un billete de metro. Funcionó. No le miraron de forma extraña ni sospechosa, los ojos del vendedor insinuaban que tan sólo era un abuelo demasiado viejo para entender que los billetes se podí­an comprar en los expendedores automáticos. Una sensación triunfal por un trabajo bien hecho empezó a invadirle; pero se obligó a calmarse, la función aún no habí­a comenzado.

Llegó a su destino sin mayores incidentes. Habí­an pasado cuarenta y cinco minutos desde que saliera de casa y las piernas le pesaban cada vez más. Subió con dificultad las escaleras de la estación, su corazón le indicó, acelerando su ritmo, que se aproximaba al inicio de su función, le faltaba un último toque y todo podrí­a empezar. Escrutó la acera de enfrente buscando un sitio tranquilo donde acabar con la caracterización de su personaje y vio en una esquina, a unos escasos cuarenta metros, un mesón: Mesón El Bomba. Le pareció adecuado y se dirigió hacia allá. Ahora estaba más tenso que antes, el escenario estaba dispuesto y su público le rodeaba. Al entrar en el mesón no vio nada fuera de lugar, era el tí­pico bar de ciudad, con su barra, sus mesas y, por descontado, su cuarto de baño al fondo a la derecha, sólo deseó que estuviera aseado. Sus ilusiones no se vieron recompensadas, pero al menos podí­a cerrar la puerta por dentro, el cerrojo estaba intacto; sucio y oxidado, pero aún serví­a para su propósito. Cerró la puerta y sacó del bolsillo una de las cajitas que habí­a cogido en su casa. Dentro de ella habí­a dos tapones de espuma para los oí­dos; asió uno con ambas manos y lo partió por la mitad. Se puso un trozo en cada oí­do. Golpeó con la mano la pared de azulejos y comprobó con satisfacción que su capacidad auditiva habí­a disminuido considerablemente, en otras palabras, estaba un poco sordo. Luego miró en su chaqueta y extrajo la segunda cajita; ésta contení­a un colirio con una pequeña proporción de atropina. Se puso menos de una gota en cada ojo, sabiendo que en breves minutos sus cristalinos no podrí­an acomodar bien y empezarí­a a ver un poco borroso. Guardó las dos cajitas y salió del baño, directo a la puerta de la calle. Al salir oyó una voz lejana que se dirigí­a a alguien llamado "abuelo". Se giró hacia la barra y vio que era el camarero hablándole a él.

-"¡Eh! ¡Abuelo! El baño es para los clientes, ¿me oye? No puede entrar sin más y hacer lo que quiera. Si la próstata no le funciona haga sus necesidades antes de salir de casa. ¿Me oye, abuelo?" Debí­a estar muy enfadado porque tení­a la cara roja, o tal vez era por el esfuerzo de gritar. Fuera lo que fuera se percató de que todos los clientes le miraban y murmuraban, o al menos hablaban en un tono de voz que él a duras penas escuchaba. Así­ que se acercó a la barra y pidiendo perdón compró un paquete de cigarrillos, sacó cinco euros y los dejo sobre el mostrador. Acto seguido se dio media vuelta y salió a la calle. Oyó como le llamaban de nuevo desde el interior pero no tení­a ganas de volver a entrar. Así­ pues, se puede decir que le dejó una propina muy generosa al camarero.

Anduvo por la acera hasta que llegó a la parada del autobús. A donde se dirigí­a no llegaba el metro, así­ que tendrí­a que usar otro medio de transporte público. Se quedó allí­ de pie esperando, mirando los autobuses que llegaban y se dio cuenta de que ya no veí­a bien los números de lí­nea, parecí­an manchas blancas más que números o letras. Al cabo de un rato y tras haber pasado seis autobuses, le pidió a una señora que le avisara cuando llegara el suyo. La mujer accedió encantada, y durante los siguientes ocho minutos le estuvo contando lo mal que estaba el transporte urbano, lo poco delicados que eran con los ancianos, esto no lo decí­a por él porque él "parecí­a" muy joven, pero habí­a otros mayores que no veí­an bien y que dependí­an de las buenas personas como ella para llegar a sus destinos, y que si Dios querí­a ella también llegarí­a a esa edad y esperaba que hubieran solucionado ya esos problemas, sobre todo ahora con internet y con tantos avances de la ciencia... Su autobús llegó y, por suerte para él, su amable colaboradora no subió. Le llevó su tiempo subir las escaleras; las piernas le pesaban mucho, y su primer intento de asirse a la barra de la escalera fracasó; pero, al final consiguió subir, no sin antes oí­r un: "Abuelo, que tenemos prisa", por parte del conductor que arrancó bruscamente y casi le hizo caer cuando perdió el equilibrio. Se sujetó bien a la barra y se dirigió hacia la puerta de salida del autobús para estar bien situado. A medida que avanzaba notaba como los ojos de las personas que estaban sentadas le rehuí­an, como si fuera a quitarles el sitio si sus miradas coincidí­an. Al llegar a la puerta miró por la ventanilla. Comprobó con alivio que podí­a distinguir bastante bien los edificios por donde pasaba, no necesitarí­a ayuda para saber donde bajar. Cuando estaba pensando en que le quedarí­an unas siete paradas para apearse y en que se le harí­a muy largo el trayecto estando de pie, notó que le tocaban en el hombro. Se giró y vio a un chico joven que le estaba cediendo el asiento. Era increí­ble que de todas las personas sentadas en el autobús fuera ésta la que le cediera el sitio. Se lo agradeció y se sentó. Se lo agradeció de verdad, pues el peso de sus piernas casi alcanzaba el dolor. Mantener el equilibrio de pie entre curvas, codazos, frenazos y acelerones con las capacidades fí­sicas y los reflejos mermados no era tarea fácil.

Llegó a su parada y se apeó a su ritmo, sin prisa, para desesperación del conductor. Echó una mirada hacia su izquierda y vio su destino final, a unos ciento cincuenta metros. Caminó hasta llegar a un semáforo que estaba en rojo para los peatones y se paró. Esperó. Al ponerse en verde continuó su marcha, pero el semáforo cambió cuando él estaba todaví­a cruzando y se puso nervioso. Empezó a oí­r bocinazos de conductores que tení­an prisa, una moto le pasó rozando por su derecha. No veí­a bien, no oí­a bien, no podí­a correr más. ¿Qué demonios querí­a esa gente? ¿Atropellarlo? Al subir el bordillo de la acera se paró para tranquilizarse y descansar un momento, y, aún allí­, tuvo que soportar algún improperio de los coches que pasaban por detrás de él. Finalmente alcanzó su objetivo, el Centro de Salud. No iba a ser fácil subir esas escaleras, pero lo hizo, y rápidamente se fue hacia el mostrador de atención al usuario. Se apoyó sobre la barra mientras resoplaba intentando respirar. Entonces una amable señorita le preguntó si podí­a ayudarle.

- "Sí­, verá -inspiró profundamente-, he venido a ver a mi médico". Y metiendo la mano en su chaqueta le mostró las recetas que llevaba.

- "Muy bien caballero, entonces deberá ir a la consulta de su médico. ¿Sabe dónde se encuentra su consulta?" -preguntó con una cortesí­a que parecí­a estar repleta de un cierto automatismo.

- "Perdone, ¿cómo dice? ¿Me lo puede repetir?" -Y mientras decí­a esto se tocaba la oreja, haciendo alusión a su sordera. La amable señorita suspiró y le repitió lo mismo pero en un tono más elevado, el automatismo de su voz cedió su lugar a la desidia-. "La verdad es que soy nuevo en la ciudad, me han trasladado a una residencia de aquí­ y no conozco muy bien todo esto" -respondió.

- "Bien, ¿sabe cómo se llama su médico?"-dijo casi gritando.

"Eh, sí­, sí­. Lo tengo escrito en un papel, espere." -Y se puso a sacar papeles de su bolsillo, billetes de metro, cajas vací­as y dobladas de medicamentos-. "Disculpe el desorden pero no veo bien de cerca y no sé si en alguno de estos papeles es donde me anotaron el nombre de mi médico". -Mientras decí­a esto, se formaba una cola detrás suyo que aumentaba con gente que empezaba a impacientarse.

La auxiliar administrativa también empezaba a estar un poco ansiosa y le miraba como quien mira un coche viejo, roto e inútil. Tomó todos los papeles y los miró uno por uno hasta que encontró lo que buscaba.

- "Aquí­ está, su médico es el Dr. Nebreda. Lamento decirle que hoy no está, así­ que tendrá que volver otro dí­a" -parecí­a enfadada y aliviada al mismo tiempo.

- "Pero señorita, debo comprar la medicación hoy mismo, y no tengo suficiente dinero para comprarla, mi pensión no da para mucho y buena parte se la queda la residencia donde vivo. ¿No podrí­a verme otro doctor?" -esto último sonó un poco lastimero, quizás estaba sobreactuando.

- "Eso es imposible, tendrá que volver otro dí­a" -repitió con contundencia.

- "Entonces solicito un cambio de médico, creo que tengo derecho. ¿Hay que rellenar muchos papeles? ¿Me los podrí­a leer usted? Ha sido tan amable hasta ahora..." -La cara de la "señorita" cambió ante la odisea que se le presentaba con todo el papeleo que tendrí­a que realizar y todas las protestas que recibirí­a de la gente que esperaba en la cola-. "Un momento -arguyó, y marchó de su puesto hacia las consultas, entró en una de ellas y cuando salió, pasados uno o dos minutos, su semblante parecí­a más radiante.

- "Pase a la consulta tres y ahora le atenderán" -dijo victoriosa mientras le devolví­a todos sus papeles.

- "Gracias señorita" -respondió él y se encaminó hacia la consulta tres con paso lento.

Una enfermera que observaba cómo se iba acercando a la consulta tres le hizo pasar a una habitación en la que habí­a una camilla, dos sillas, un armario con las puertas de cristal y un escritorio, aparte de una ventana y varios carteles en las paredes. Todo el conjunto daba la impresión de un lugar triste.

- "Caballero, siéntese un momento y dí­game a qué ha venido" -le inquirió la enfermera sin mirarle. Y pese a que intentaba ser correcta con él, su tono de voz y sus gestos le decí­an todo lo contrario. Se notaba que no le apetecí­a nada estar allí­.

Se sentó, sus piernas ya empezaban a flaquear y, una vez recuperado el aliento, le contó cómo habí­a llegado a la ciudad unos dí­as atrás. Le narró su adaptación a su nueva residencia sin omitir un detalle, lo amables que habí­an sido con él en todo momento, cuánto le habí­an ayudado, lo simpático que era el médico del hogar de ancianos; en fin, durante diez minutos estuvo hablando sin parar, observando cómo el rostro de la enfermera pasaba de neutral a aburrido hasta que finalmente ésta no pudo soportarlo más y le pidió por favor que fuera al grano, que ella no tení­a todo el dí­a para estar oyendo su vida. "Claro, perdóneme, son cosas de viejos. Nos pensamos que todos quieren oí­r nuestras historias", -pronunció con suavidad cada una de las palabras, como si le estuviera hablando a su nieta de tres años.

- "Verá querida -comenzó- la enfermera de mi nueva residencia vino ayer para que sellaran las recetas de los que vivimos allí­. Pero, cuando fueron a la farmacia a recoger los medicamentos, le devolvieron las mí­as. Creo que fue porque el médico se olvidó de firmarlas, ¿ve?” -Y le enseñó las recetas que llevaba. Efectivamente, estaban sin firmar y el sello del médico estaba un poco tenue, todo lo demás parecí­a correcto. La enfermera alargó la mano y se las arrebató, clavó su mirada en ellas con interés: luego, examinó al anciano y le pidió que esperara un poco en la salita hasta que llegara la doctora Barros.

De nuevo en marcha, se levantó de la silla y con paso lastimero irrumpió en la sala de espera. Más de cincuenta sillas de plástico le esperaban; alguna rota, alguna ocupada. Escudriñó la sala y reparó en que casi todas las personas de una cierta edad se habí­an sentado en las sillas más próximas a la puerta de la consulta. En apenas nueve pasos alcanzó una silla vací­a y se acomodó, dispuesto a esperar el tiempo que hiciera falta. A su izquierda, un grupo de mujeres de la misma edad que él aparentaba le contemplaban sin ningún tipo de vergí¼enza, le habí­an estado observando desde que entrara al Centro de Salud. Acto seguido, cuando su espalda contactó con el respaldo de la silla, empezaron a oí­rse opiniones respecto a su persona. Ellas, veteranas de los tiempos del antiguo ambulatorio, jamás le habí­an visto por allí­. Desde luego no le conocí­an del barrio y ninguna sabí­a de dónde habí­a salido. Al momento brotaron infinidad de hipótesis. La más lógica era la que planteaba la posibilidad de que fuera el abuelo de la doctora, ya que habí­a entrado en su consulta y le habí­a atendido la enfermera misma como si supiera de quien se trataba. La más maliciosa, la que sugerí­a que era un indigente, con aquellas ropas tan viejas y ese bigote tan descuidado, buscando algún tipo de caridad. Durante unos minutos fue el centro de atención hasta que finalmente las conversaciones cambiaron hacia temas más cercanos; las dolencias de cada una, pues cada una de ellas era la más sufrida; lo cara que estaba la vida en general o la boda de alguna famosa. Uno tras otro los pacientes de la sala fueron desfilando por delante de él y marchando hasta que se quedó solo, esperando. Por un instante pensó que le habí­an olvidado y rumió la posibilidad de hacer algo; pero en ese momento, la enfermera salió con las recetas en la mano y se las entregó. "Tome -le bramó- como si él estuviera sordo. Aquí­ tiene las recetas. Seguramente, el doctor Nebreda tuvo muchos pacientes ayer y se descuidó, es un poco despistado, ¿sabe?, pero es un buen hombre".

- "Gracias"-respondió y con mucha parsimonia las guardó en su chaqueta. Iba a añadir algo más para demostrar su gratitud pero cuando levantó la cabeza estaba solo, la enfermera se habí­a desvanecido. Se enderezó y emprendió el lento retorno a casa.

Cuando llegó al portal de su casa comprobó que estaba realmente fatigado, las piernas le dolí­an como si le estuvieran clavando miles de agujas por todos lados. La espalda la tení­a contraí­da de mantener esa posición forzada, se notaba empapado en sudor, y lo que era peor, olí­a ese sudor. Necesitaba una buena ducha y echarse en el sofá, sin hacer nada durante un buen rato. Miró la hora y se sorprendió al calcular que su actuación le habí­a llevado más de cuatro horas. Cuando cerró la puerta de su casa y metió el bastón en el paragí¼ero, estiró su espalda y sus brazos hacia el techo, la columna le crujió en toda su extensión y experimentó un bienestar que le hizo sonreí­r. Lo siguiente fue despojarse de toda la ropa que llevaba puesta, la arrojó al suelo e inspiró hondo; definitivamente, hoy pondrí­a una lavadora. Se dejó caer sobre el sofá, se puso un cojí­n bajo la nuca y descubrió que sus piernas le seguí­an torturando con cada movimiento que hací­a. Casi habí­a olvidado las tobilleras lastradas, como si las piernas fueran realmente las que estaban fallando. Se las quitó y se anotó mentalmente no volver a utilizarlas en uno o dos años. Quince minutos más tarde, un poco más relajado, se levantó y se dirigió hacia el espejo. Se sentó enfrente de él y ojeó la imagen que se reflejaba. Estaba un poco borrosa ya que aún no veí­a bien, de todos modos percibí­a lo suficiente como para quitarse todo el maquillaje que llevaba puesto. Empezó por la peluca, luego el bigote; prosiguió con las bolsas de los ojos, la papada y las arrugas; para acabar limpiándose la cara con el desmaquillador. Poco a poco, fue surgiendo una cara conocida. Pese a su momentánea disminución de la agudeza visual, era capaz de distinguir su rostro, el rostro del doctor Nebreda. Sonrió de nuevo.

Ahora, no sólo entendí­a por lo que pasaban algunos de sus pacientes cuando iban a su consulta; ahora lo sabí­a. Su cuerpo habí­a experimentado el esfuerzo fí­sico y mental que requerí­a para muchas personas algo tan simple como ir al médico. De alguna forma, también habí­a sentido cierta humillación al verse privado de sus facultades: el hecho de no ser autosuficiente mina un poco el orgullo propio -pensó. Decidió que si alguien tení­a que pasar por situaciones semejantes para ir a verle, lo mí­nimo que él podí­a hacer era atenderle dignamente. Le complací­a recordárselo a sí­ mismo.

Al salir de la ducha, registró la chaqueta y extrajo las recetas que llevaba. Abrió la caja que guardaba en el segundo cajón de su mesita de noche y las metió dentro, junto a las otras.

Dan