Qué leches, nadie escribe para sí mismo.
Sigo muy de uvas a peras con la historia, ¿o era de churras a meninas?
He releído la anterior versión y no está tan mal, casi la prefiero. Bueno, ahí va parte de la actual, por si queda algún masoca activo.
«El paisaje era de cuento. En las afueras del pueblo, en lo alto del bosque, un edificio enladrillado de rojo chocolate que evocaba el refugio de un misántropo de fin de semana o de una bruja de toda la vida. El entorno mantenía el idílico toque Rousseau: ardillas que ascendían rápidas a los robles, silenciosas como el roce del papel de seda. La niebla condensaba las gotas de humedad en la punta de las hojas: de las hojas a la tierra, y a vueltas con lo mismo. Entre la hojarasca roja, las primeras setas barrigudas; de caqui la madrastra naturaleza. Un espacio donde habitaban gnomos, preciosas criaturas de orejas dobladas, cabezones asimétricos, duendes de cinco kilos con piernas de ruedas, pies de bailarina adosados a un tronco, princesas de rosa plástico. Erase una vez.
Me llamo Alicia, tengo cincuenta años. A diferencia de compañeras de edad no he sufrido sofocos ni alteraciones de humor, ni me siento menos mujer por dejar de sangrar cinco días al mes. Más feúcha y más vieja sí. En el espejo del baño, en el reflejo del ascensor o en los cristales de un escaparate donde me planteo si esa blusa hace Alicia o no, a veces, fugazmente, acude un pensamiento descorazonador, se me ocurre que es la mejor cara de que dispondré, no hoy, sino de ahora en adelante, siempre. Admito que me asusta la decadencia física, la decrepitud, un cuerpo que en vida ya va cadaverizándose. Te coges a la vida como a la barandilla de un tobogán, con la certeza de que no hay otro pasillo que el descenso. Pretensiones, las justas. La perspectiva de un crucero de ocio donde un neil diamond cualquiera ameniza un catering de copa de gambas con salsa rosa, ni me parece tan lejano, ni motivo de escarnio. Un síntoma fastidioso, el clic en la clavícula al alzar el brazo, sea para atusarme el cabello o meterme por el cuello un jersey encogido (la lavadora, que no dispone de programa de lavado en frío). Me duele al contener a un chaval, o cuando Marieta se prende a él, a mi brazo, como al asidero inseguro de la bañera. La libido ha disminuido; considerando que nunca fui una mujer fogosa, supongo que la menopausia me ha convertido en una persona atemperada. De hecho es lo que busco, serenidad de ánimo.
¿O no es lo que buscamos todos? Cuento cuentos o canto con voz impostada porque la voz calma a criaturas que chillan como si el cerebro los apedreara. (A veces desearía zambullirme en el otro, permanecer unos minutos, luego despojarme de cables, de electrodos, como en una peli naif de los 50, y volver a mi consciencia.) O masajeo el cuerpo eléctrico del chaval impelido a la actividad inútil, que se resiste al relajo, como una sabandija sajada en dos.
¿Qué te llevarías a una isla desierta? Qué tres deseos le pedirías al genio de la lámpara. Si pudieras retroceder, ¿cambarías algunas decisiones de tu vida? Nunca pensé en llevarme un libro o un espejo a una isla desierta, siquiera se me ocurrió la idea de traerme a un amigo. Un barco, un barco de regreso a casa. Esta contestación desbarata cualquier atisbo de asociabilidad, aunque, siguiendo el símil acuático, el hábitat natural de cualquiera es su propio charco mental. La soledad es la arenosa. A un hipotético dador de tres deseos, de niña, a riesgo de malgastarlos, pedía en el primero que me concediera una infinidad más. No me impulsaba la ambición, más bien lo contrario, la prudencia de saberme enmendadora de un segundo o tercero solicitados con prisas, la insensatez de proveerme de golosinas de por vida. Llego a la pregunta adulta: ¿qué cambiarías de tu pasado o presente? Pregunta muy femenina que suele funcionar como animador social en cenas alicaídas, después del café, cuando se sirven las últimas copas acompañadas de cerebros tendidos al sol. Paula habría deseado tener más hijos. Inmediatamente advierto en su mirada un pesar, el arrepentimiento del suntuoso que teme herir al despojado. Entre los anhelos, la maternidad o extensión de uno mismo, no forma parte de mis anhelos. Una ameba. Da para el estribillo tonto de una canción: soy una ameba, soy una ameba, quién eres tú. He levantado el labio superior por si el llanto irritante se debía a un diente de leche del bebé de una amiga. He presenciado la fascinación por meter los dos dedillos en el enchufe más recóndito. He asistido a los progresos en el orinal coronado por una cabeza de tortuga. He respondido un «porque sí» autoritario a la fase de los porqués curiosos. He comprado ropa cara para bautizos y comuniones que no he vuelto a usar, que acabé donando a Caritas, como quien invita a la indigencia a una cena a lo Viridiana. También he escuchado las preocupaciones por el mal estudiante faltón que llega a las tantas los fines de semana y que, tras las pupilas dilatadas, dirige una mirada desafiante a la extraña que le vela en camisón. Después del desahogo, la pregunta de cortesía: «Bueno, ¿y tú qué, Alicia?»
Eso me pregunto, y yo qué.
La imagen especular en el ascensor. Pulso el -2 que matutinamente me conduce al parking. La luz de la barra fluorescente destaca las ojeras. Llevo el bolso cruzado al pecho y la bolsa de tuppers al hombro, a veces también trajino la bata azul recién lavada y planchada, y unos zuecos cómodos estilo enfermera. Parezco una sherpa, soy una sherpa. Incorporo una novela a la bolsa; una hora libre para el almuerzo en una jornada laboral que consume un tercio de día, de vida… A poco que uno reuniera minutos perdidos le daría para un año. Al reloj digital del coche, adelantado expresamente diez minutos para crearme la trampa de que llego tarde al trabajo y que por tanto debo aligerar, mentalmente le resto los diez minutos desde el preciso momento en que me abrocho el cinturón de seguridad y le doy a la llave de contacto, con lo cual ha perdido la finalidad inicial. Absurdo. El mismo procedimiento utilizo para los dos despertadores. Llegados al punto en que el autoengaño es ineficaz, lo lógico sería que ajustara todos los relojes, los sincronizara a la hora exacta; sin embargo, temo que la mente acomodaticia, perezosa, en estado de somnolencia, recurra al mecanismo interiorizado durante años de que todavía restan diez minutos antes del respingo definitivo de la cama. Una cosa. Habituados al cálculo del tiempo escenificado en forma esférica, a menudo olvidamos que el concepto de círculo es extremadamente abstracto: empieza y acaba en sí mismo. Recuerdo que coloqué un reloj de arena en una repisa para ofrecerles a los chavales un referente visual, una medición temporal tangible. Ramiro me desmontó el invento en un pis pas: al mínimo descuido sacudía el artilugio transparente, se lo acercaba al oído por si emitía algún sonido, o lo invertía, a la espera de que adoptara colores vistosos, lo que me recuerda otra anécdota, cuando en el centro instalaron una especie de ahuyenta insectos en formato achicharrador, un artefacto que todavía se cuelga en algunas terrazas de bares o restaurantes al aire libre. Los aparatos, que desprendían una luz azul futurista causaron furor: los insectos seguramente huyeron, pero fue un atrapa críos. O extasiados o lanza artefactos. Lo que me sugiere que a algunos nos motiva más la plástica y a otros la ingeniería.
La funcionalidad. Los aprendizajes deben cumplir el objetivo de ser útiles. Lo que olvidan los manuales es que el proceso exige reversibilidad: no hay color entre cargarse un ordenador o una mini cadena, que rebotar contra el suelo una bola didáctica de mentirijilla de la que obtienen una sintonía infantil sosa. No es lo mismo tirarle del pelo a la compañera llorona (con la consiguiente movida estimulante y social: ruido, ajetreo, nervios) que arrancarle el cabello o descabezar a una muñeca. No aporta nada. La excitación que sobreviene al esturreo de cientos de tornillos, ruedecillas, cables y una barriga metálica desparramada, suele provocar respuestas físicas: aleteo de brazos, saltillos eufóricos, o una mirada arrobada, como se representa a los místicos en estado de éxtasis. Los que concentran la atención en los añicos del suelo entrarían en la categoría de los piagetianos; a los vygotskianos el subidón les viene por el follón montado, llámese Rita o Alicia, o ambas mujeres a la vez con la expresión desencajada. Gritan simultáneamente que se aparten del revoltillo. A veces pienso que son ellos quienes dirigen el cotarro, quienes experimentan con nuestras conductas.
A Rita, la mujer de la limpieza gallega, no le gustan los críos, o para ser más exactos, le dan susto: barre y friega con dos ojos pegados a la nuca. «Los viejos son otra cosa», dice arrastrando las esses con un acento gracioso que impide que me tome en serio sus angustias. No se retira mecánicamente un mechón de flequillo con el revés de la mano como en las películas los actores representan la explotación obrera. El expresionismo a lo Griffith, sobreviene sólo cuando Kenneth, que le tiene el pulso tomado, le vacía al menor descuido el cubo de agua.
Tampoco yo soy una obrera al uso. A las nueve de la mañana ya no ficho a través de una tarjeta de cartón, ahora presiono el índice derecho, previamente digitalizado, en un cuadrado de más o menos 3x3 centímetros. No me disgusta, quiero decir que de un modo u otro el control es necesario. Ahora bien, me divierte que la modernidad flojee en pequeñísimos guiños a nuestra cultura reciente del cántaro: la noche anterior pegué una taza artesanal con Loctite, el fichero no identificó el índice plastificado.»