Hilo sesudo de economí­a polí­tica, anarquismo y empresarios hijosdeputa

Iniciado por Lacenaire, Octubre 27, 2010, 11:30:15 AM

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Juan Silvio Gesell emigrante flamenco con pasaporte alemán en la Argentina de principí¬os de siglo pasado fue un emprendedor y exitoso empresario. Observó la falta de material médico en la pujante república y fundó la empresa -aún existente- "Casa Gesell" dedicada a la fabricación o importación y venta de aparatos quirúrgicos y odontológicos para con posterioridad diversificarse en material farmacéutico con especial hincapié en el siempre socorrido sector bebés papillas, pañales, vacunas, etc...

Se hizo inmensamente rico hasta el punto de comprarse una isla en plena desembocadura del Paraná en el Rí­o de la Plata y fundar allá Villa Gesell. ¿El capitalista ejemplar? Pueees, veréis... era un rojeras. Ya lo siento, ya. Pero consta su puesto de ministro de economí­a durante los nueve dí­as que duró la infortunada República Soviética de Baviera en 1919.

Éso sí­ era un rojeras un tanto particular, empeñando en demostrar que a la hora de combatir al capital el anarquista francés Proud'hon con sus huelgas "a la japonesa" estaba más acertado que Carlos Marx.

Hay quien dice que Keynes halló inspiración en él, yo todo lo que encontré es este enlace donde el británico, con ese aire perdonavidas con que miran a todos los pensadores continentales, pide por favor a los fanáticos acólitos de Gesell que dejen de atosigarle: http://www.argentinaoculta.com/Silvio%20Gesell.htm

Con todo le reconoce como "olvidado profeta". Más entusiásticamente se acogerán a el los burócratas de la Escuela Austrí­aca, personas sin la más mí­nima imaginación, ni capacidad de emprendimiento, que hallaron en la crí­tica al marxismo de Gesell el punto de partida para llevar una próspera vida de apanarrados docentes en universidades públicas.

¿Y en que consiste ese izquierdismo de Gasell crí­tico con el marxismo? Pues tiene página propia, en principio en alemán: http://www.silvio-gesell.de/index.html

No asustarse. Cuenta con traducciones al castellano por su pasado argentino, en concreto, la que me interesa es su libro más conocido "El orden económico natural": http://www.silvio-gesell.de/html/el_orden_economico_natural.html. Siendo que gran parte del libro es utópico, su apuesta por la libre economí­a y la libremoneda (sic), su capí­tulo cinco "Libre Tierra" es la hostia de bonito.

Y a continuación la cita textual:

"Las investigaciones de Marx desde un principio equivocan el camino a seguir:

1º Como cualquier extraño lo hace, así­ Marx también juzga al capital como un bien material. En cambio, para Proudhon la plusvalí­a (interés) no es lo producido por un bien material, sino por una constelación económica, por una situación del mercado.

2º Marx ve en la plusvalí­a un robo, resultado del abuso de poder de la propiedad. Para Proudhon, en cambio la plusvalí­a está supeditada a la oferta y la demanda.

3º Para Marx la plusvalí­a positiva es natural; para Proudhon, la posibilidad de una plusvalí­a negativa ha de tomarse también en consideración (positiva -la plusvalí­a de parte de la oferta, vale decir del capitalista; negativa -la plusvalí­a de parte de la demanda, o sea de los trabajadores).

4º La solución dada por Marx consiste en la obtención de la preponderancia politica con la organización del proletariado; la solución de Proudhon requiere tan sólo de la eliminación del obstáculo que nos impide el desarrollo total de nuestro potencial productor.

5º Para Marx las huelgas, crisis, son acontecimientos favorables y el medio para la obtención del fin, en definitiva: la expropiación de los poseyentes. Proudhon en cambio dice:«No os dejéis, bajo ningún concepto, distraer de vuestro trabajo; nada fortalece tanto al capital como la huelga, la crisis, la desocupación. Para el capitalismo no hay cosa peor que el trabajo ininterrumpido.»

6º Marx dice: «La huelga, la crisis, os acercan a la meta; por el gran zafarrancho se os abrirán las puertas del paraí­so.» -¡No!- dice Proudhon- no es cierto, es un engaño -todos estos medios os alejan de vuestra meta. En esta forma jamás se le birlará al interés ni un solo porciento.

7º Marx ve en la propiedad privada una fuerza, una preponderancia. Proudhon, en cambio, reconoce que esa preponderancia tiene su punto de apoyo en el dinero, y que en otras condiciones la fuerza de la propiedad puede convertirse en una debilidad."


Podemos achacarle al empresario Gesell que dado su condición de capitalista, prefiera huelgas a la japonesa. También podemos decir que Marx vivió toda su vida sin dar ni chapa a costa del prójimo Engels.

Pero espero que Gesell y Proudhon os enciendan una lucecita en la cabeza:

¿Cómo puede haber en España tanto paro y tan poca conflictividad social? Porque los parados no tienen los medios de producción. De hecho las huelgas las organizan quienes ven en peligro su puesto de trabajo ante la rechifla o el desdén del resto de la sociedad.

¿Sirve de algo el movimiento 15-M para cambiar el sistema? Me pregunto y os pregunto ante la deriva totalitaria del actual gobierno.

JM

En este paí­s lo único que hace moverse a la peble es el furmmmmbol

Suspende un año la liga y verás el Cristo que se monta.

In God we trust (sometimes, some pictures: http://www.areopago.eu/index.php?topic=888.msg574445#msg574445 )... (C) Extineo

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© Paul Krugman 19 OCT 2008

La historia del pensamiento económico en el siglo XX es algo parecida a la del cristianismo en el XVI. Hasta que John Maynard Keynes publicó su Teorí­a general de la ocupación, el interés y el dinero en 1936, la ciencia económica -al menos en el mundo anglosajón- estaba completamente dominada por la ortodoxia del libre mercado. De vez en cuando surgí­an herejí­as, pero siempre se suprimí­an. La economí­a clásica, escribí­a Keynes en 1936, "conquistó Inglaterra tan completamente como la Santa Inquisición conquistó España". Y la economí­a clásica decí­a que la respuesta a casi todos los problemas era dejar que las fuerzas de la oferta y la demanda hicieran su trabajo.

Pero la economí­a clásica no ofrecí­a ni explicaciones ni soluciones para la Gran Depresión. Hacia mediados de la década de 1930, los retos a la ortodoxia ya no podí­an contenerse. Keynes desempeñó la función de Martí­n Lutero, al proporcionar el rigor intelectual necesario para hacer la herejí­a respetable. Aunque Keynes no era ni mucho menos de izquierdas -vino a salvar el capitalismo, no a enterrarlo-, su teorí­a afirmaba que no se podí­a esperar que los mercados libres proporcionaran pleno empleo, y estableció una nueva base para la intervención estatal a gran escala en la economí­a.

El keynesianismo constituyó una gran reforma del pensamiento económico. Inevitablemente, le siguió una contrarreforma. Diversos economistas desempeñaron un papel importante en la gran recuperación de la economí­a clásica entre los años 1950 y 2000, pero ninguno fue tan influyente como Milton Friedman. Si Keynes era Lutero, Friedman era Ignacio de Loyola, el fundador de los jesuitas. Y al igual que los jesuitas, los seguidores de Friedman han actuado como una especie de disciplinado ejército de fieles y provocado una amplia, pero incompleta, retirada de la herejí­a keynesiana. A finales de siglo, la economí­a clásica habí­a recuperado buena parte de su anterior hegemoní­a, aunque ni mucho menos toda, y a Friedman le corresponde buena parte del mérito.

No quiero llevar demasiado lejos la analogí­a religiosa. La teorí­a económica aspira al menos a ser ciencia, no teologí­a; se ocupa de la tierra, no del cielo. La teorí­a keynesiana se impuso en un principio porque era mucho mejor que la ortodoxia clásica a la hora de dar sentido al mundo que nos rodea, y la crí­tica de Friedman a Keynes adquirió tanta influencia porque supo detectar los puntos débiles del keynesianismo. Y sólo a modo de aclaración: aunque este artí­culo sostiene que Friedman estaba equivocado en algunos aspectos, y a veces parecí­a poco sincero con sus lectores, le considero un gran economista y un gran hombre.

Milton Friedman desempeñó tres funciones en la vida intelectual del siglo XX. Estaba el Friedman economista de economistas, que escribí­a análisis técnicos, más o menos apolí­ticos, sobre el comportamiento de los consumidores y la inflación. Estaba el Friedman emprendedor polí­tico, que pasó décadas haciendo campaña en nombre de la polí­tica conocida como monetarismo y que acabó viendo cómo la Reserva Federal y el Banco de Inglaterra adoptaban su doctrina a finales de la década de 1970, sólo para abandonarla por inviable unos años más tarde. Por último, estaba el Friedman ideólogo, el gran divulgador de la doctrina del libre mercado.

¿Desempeñó el mismo hombre todas estas funciones? Sí­ y no. Las tres estaban guiadas por la fe de Friedman en las verdades clásicas de la economí­a del libre mercado. Además, su eficacia como divulgador y propagandista descansaba en parte en su merecida fama de profundo economista teórico. Pero hay una diferencia importante entre el rigor de su obra como economista profesional y la lógica más laxa y a veces cuestionable de sus pronunciamientos como intelectual público. Mientras que la obra teórica de Friedman es universalmente admirada por los economistas profesionales, hay mucha más ambivalencia respecto a sus pronunciamientos polí­ticos y en especial su trabajo divulgativo. Y debe decirse que hay serias dudas respecto a su honradez intelectual cuando se dirigí­a a la masa de ciudadanos.

Pero dejemos de lado por el momento el material cuestionable y hablemos de Friedman en cuanto teórico económico. Durante la mayor parte de los dos siglos pasados, el pensamiento económico estuvo dominado por el concepto del Homo economicus. El hipotético Hombre Económico sabe lo que quiere; sus preferencias pueden expresarse matemáticamente mediante una función de utilidad, y sus decisiones están guiadas por cálculos racionales acerca de cómo maximizar esa función: ya sean los consumidores al decidir entre cereales normales o cereales integrales para el desayuno, o los inversores que deciden entre acciones y bonos, se supone que esas decisiones se basan en comparaciones de la utilidad marginal, o del beneficio añadido que el comprador obtendrí­a al adquirir una pequeña cantidad de las alternativas disponibles.

Es fácil burlarse de este cuento. Nadie, ni siquiera los economistas ganadores del Premio Nobel, toma las decisiones de ese modo. Pero la mayorí­a de los economistas, yo incluido, consideramos útil al Hombre Económico, quedando entendido que se trata de una representación idealizada de lo que realmente pensamos que ocurre. Las personas tienen preferencias, incluso si esas preferencias no pueden expresarse realmente mediante una función de utilidad precisa; por lo general toman decisiones sensatas, aunque no maximicen literalmente la utilidad. Uno podrí­a preguntarse por qué no representar a las personas como realmente son. La respuesta es que la abstracción, la simplificación estratégica, es el único modo de que podamos imponer cierto orden intelectual en la complejidad de la vida económica. Y la suposición del comportamiento racional es una simplificación especialmente fructí­fera.

La cuestión, sin embargo, es hasta dónde se puede llevar. Keynes no atacó de lleno al Hombre Económico, pero a menudo recurrí­a a teorí­as psicológicas verosí­miles y no a un cuidadoso análisis de qué harí­a una persona que tomara decisiones racionales. Las decisiones empresariales estaban guiadas por impulsos viscerales (animal spirits); las decisiones de consumo, por una tendencia psicológica a gastar parte, pero no la totalidad, de un aumento de la renta; los acuerdos salariales, por un sentido de la equidad, y así­ sucesivamente.

¿Pero era realmente una buena idea reducir tanto la función del Hombre Económico? No, decí­a Friedman, que en un artí­culo de 1953 titulado The methodology of positive economics [La metodologí­a de la economí­a positiva] sostení­a que las teorí­as económicas no deberí­an juzgase por su realismo psicológico, sino por su capacidad para predecir el comportamiento. Y los dos mayores triunfos de Friedman como economista teórico procedieron de aplicar la hipótesis del comportamiento racional a cuestiones que otros economistas habí­an considerado fuera del alcance de dicha hipótesis.

En un libro de 1957 titulado Una teorí­a de la función del consumo -no exactamente un tí­tulo que agradara a las masas, pero sí­ un tema importante-, Friedman sostení­a que el mejor modo de entender el ahorro y el gasto no es, como habí­a hecho Keynes, recurrir a una teorización psicológica laxa, sino, por el contrario, pensar que los individuos hacen planes racionales sobre cómo gastar su riqueza a lo largo de la vida. Ésta no era necesariamente una idea antikeynesiana; de hecho, el gran economista keynesiano Franco Modigliani planteó de manera simultánea e independiente el mismo argumento, incluso con más cuidado, al considerar el comportamiento racional, en colaboración con Albert Ando. Pero sí­ señalaba un retorno a los modos de pensar clásicos, y funcionaba. Los detalles son un poco técnicos, pero la "hipótesis de la renta permanente" planteada por Friedman y el "modelo del ciclo vital" de Ando y Modigliani resolví­an varias paradojas aparentes sobre la relación entre renta y gasto, y todaví­a hoy siguen constituyendo las bases de cómo estudian los economistas el gasto y el ahorro.

El trabajo sobre el comportamiento de los consumidores habrí­a forjado por sí­ solo la fama académica de Friedman. Sin embargo, obtuvo un triunfo al aplicar la teorí­a del Hombre Económico a la inflación. En 1958, el economista neozelandés A. W. Phillips señalaba que existí­a una correlación histórica entre el desempleo y la inflación, de modo que la inflación iba asociada a un bajo desempleo y viceversa. Durante un tiempo, los economistas trataron esta correlación como si fuera una relación fiable y estable. Esto provocó un debate serio sobre qué punto de la curva de Phillips deberí­a escoger el Gobierno. ¿Deberí­a Estados Unidos, por ejemplo, aceptar una tasa de inflación más alta para alcanzar una tasa de desempleo más baja?

En 1967, sin embargo, Friedman pronunciaba ante la Asociación Económica Estadounidense una conferencia presidencial en la que sostení­a que la correlación entre inflación y desempleo, aun siendo visible en los datos, no representaba una verdadera compensación, al menos no a largo plazo. "Siempre hay", decí­a, "una compensación temporal entre inflación y desempleo; no hay una compensación permanente". En otras palabras, si los polí­ticos intentaran mantener el desempleo bajo mediante una polí­tica de generar mayor inflación, sólo conseguirí­an un éxito temporal. Según Friedman, el desempleo acabarí­a por aumentar de nuevo, incluso con una inflación elevada. En otras palabras, la economí­a sufrirí­a la situación que Paul Samuelson más tarde denominarí­a "estanflación".

¿Cómo llegó Friedman a esta conclusión? (Edmund S. Phelps, premio Nobel de Economí­a de este año, habí­a llegado de manera simultánea e independiente al mismo resultado). Como en el caso de su trabajo sobre el comportamiento de los consumidores, Friedman aplicó la idea del comportamiento racional. Sostení­a que después de un periodo de inflación sostenido, las personas introducirí­an las expectativas de inflación futura en sus decisiones, lo cual anularí­a cualquier efecto positivo de la inflación sobre el empleo. Por ejemplo, una de las razones por las que la inflación puede aumentar el empleo es que contratar a más trabajadores se vuelve más rentable cuando los precios suben más que los salarios. Pero en cuanto los trabajadores comprenden que el poder de adquisición de sus salarios se verá erosionado por la inflación, exigen por adelantado acuerdos de subida salarial más elevados, para que los salarios alcancen el mismo nivel que los precios. En consecuencia, cuando la inflación se mantiene durante un tiempo, ya no proporciona el mismo impulso al empleo que al principio. De hecho, se producirá un aumento del desempleo si la inflación no cumple las expectativas.

En el momento en que Friedman y Phelps propusieron sus ideas, Estados Unidos tení­a poca experiencia con la inflación sostenida. De modo que ésta fue verdaderamente una predicción, en lugar de un intento de explicar el pasado. Sin embargo, en la década de 1970, la inflación persistente puso a prueba la hipótesis de Friedman-Phelps. Sin duda, la correlación histórica entre inflación y desempleo se rompió exactamente como Friedman y Phelps habí­an predicho: en la década de 1970, mientras la tasa de inflación superaba el 10%, la tasa de desempleo era tan elevada o más que en las décadas de 1950 y 1960, unos años de precios estables. Al fin la inflación se controló en la década de 1980, pero sólo después de un doloroso periodo de desempleo extremadamente elevado, el peor desde la Gran Depresión.

Al predecir el fenómeno de la estanflación, Friedman y Phelps alcanzaron uno de los grandes triunfos de la economí­a de posguerra. Este triunfo, más que ninguna otra cosa, confirmó a Milton Friedman en su categorí­a de grande entre los economistas, independientemente de lo que pudiera pensarse de sus demás funciones.

Una interesante anotación: aunque avanzó mucho en la aplicación del concepto de racionalidad individual a la macroeconomí­a, también sabí­a dónde parar. En la década de 1970, algunos economistas llevaron más lejos aún el análisis de Friedman, llegando a sostener que no hay una compensación útil entre inflación y desempleo ni siquiera a corto plazo, porque los ciudadanos anticiparán las acciones del Gobierno y aplicarán esa anticipación, así­ como la experiencia pasada, al establecimiento de precios y a las negociaciones salariales. Esta doctrina, conocida como las "expectativas racionales", se extendió por buena parte de la economí­a académica. Pero Friedman nunca la aceptó. Su sentido de la realidad le advertí­a de que esto era llevar demasiado lejos la idea del Homo economicus. Y así­ se demostró: la conferencia pronunciada por Friedman en 1967 ha superado la prueba del tiempo, mientras que las opiniones más extremas propuestas por los teóricos de las expectativas racionales en los años setenta y ochenta no la han superado.

"A Milton todo le recuerda la oferta monetaria. Bien, a mí­ todo me recuerda el sexo, pero no lo pongo por escrito", escribí­a en 1966 Robert Solow, del MIT. Durante décadas, la imagen pública y la fama de Milton Friedman se definieron en gran medida por sus pronunciamientos sobre la polí­tica monetaria y su creación de la doctrina conocida como monetarismo. Sorprende darse cuenta, por tanto, de que el monetarismo se considera en gran medida un fracaso, y que parte de lo dicho por Friedman sobre el dinero y la polí­tica monetaria -al contrario que lo que dijo acerca del consumo y la inflación- parece haber sido engañoso, y quizá de manera deliberada.

Para comprender de qué trataba el monetarismo, lo primero que hay que saber es que la palabra dinero no significa exactamente lo mismo en economí­a que en el lenguaje común. Cuando los economistas hablan de oferta monetaria [en inglés, money supply, oferta de dinero] no se refieren a riqueza en el sentido habitual. Sólo se refieren a esas formas de riqueza que pueden usarse de manera más o menos directa para comprar cosas. La moneda -trozos de papel con retratos de presidentes muertos- es dinero, y también los depósitos bancarios contra los que se pueden extender cheques. Pero las acciones, los bonos y los bienes raí­ces no son dinero, porque hay que convertirlos en efectivo o en depósitos bancarios antes de poder usarlos para hacer compras.

Si la oferta monetaria constara sólo de moneda, estarí­a bajo el control directo del Gobierno, o más precisamente, de la Reserva Federal, un organismo monetario que, como sus homólogos los bancos centrales de muchos otros paí­ses, está institucionalmente un poco separado del Gobierno propiamente dicho. El hecho de que la oferta de dinero incluya también los depósitos bancarios complica un poco la realidad. El banco central sólo tiene control directo sobre la base monetaria -la suma de moneda en circulación, la moneda que los bancos tienen en sus cámaras acorazadas y los depósitos que los bancos guardan en la Reserva Federal-, pero no sobre los depósitos que los ciudadanos tienen en los bancos. En circunstancias normales, sin embargo, el control directo de la Reserva Federal sobre la base monetaria basta para darle también un control efectivo sobre la oferta monetaria total.

Antes de Keynes, los economistas consideraban la oferta monetaria una herramienta primordial de la gestión económica. Pero él sostení­a que en condiciones de depresión, cuando los tipos de interés son muy bajos, los cambios en la oferta monetaria tienen pocas consecuencias sobre la economí­a. La lógica era la siguiente: cuando los tipos de interés son del 4% o del 5%, nadie quiere que su dinero quede ocioso. Pero en una situación como la de 1935, cuando el tipo de interés de las letras del Tesoro a tres meses era sólo del 0,14%, hay muy poco incentivo para asumir el riesgo de poner el dinero a trabajar. El banco central podrí­a tratar de estimular la economí­a acuñando grandes cantidades de moneda adicional; pero si el tipo de interés es ya muy bajo, es probable que el efectivo adicional languidezca en las cámaras acorazadas de los bancos o debajo de los colchones. En consecuencia, Keynes sostení­a que la polí­tica monetaria, un cambio en la oferta de dinero circulante para gestionar la economí­a, serí­a ineficaz. Y por eso, él y sus seguidores creí­an que hací­a falta una polí­tica presupuestaria -en especial un aumento del gasto público- para sacar a los paí­ses de la Gran Depresión.

¿Por qué es esto importante? La polí­tica monetaria es una forma de intervención pública en la economí­a altamente tecnocrática y en gran medida apolí­tica. Si la Reserva Federal decide aumentar la oferta monetaria, todo lo que hace es comprar unos cuantos bonos del Tesoro a bancos privados, y pagar los bonos mediante anotaciones en las cuentas de reserva de esos bancos: en realidad, todo lo que la Reserva Federal tiene que hacer es acuñar un poco más de base monetaria. En cambio, la polí­tica presupuestaria supone una participación mucho más profunda del sector público en la economí­a, a menudo de un modo cargado de ideologí­a: si los polí­ticos deciden usar las obras públicas para promover el empleo, tienen que decidir qué construir y dónde. Por tanto, los economistas con una inclinación al libre mercado tienden a querer creer que la polí­tica monetaria es todo lo que hace falta; los que desean un sector público más activo tienden a creer que la polí­tica presupuestaria es esencial.

El pensamiento económico tras el triunfo de la revolución keynesiana -como se refleja, por ejemplo, en las primeras ediciones del libro de texto clásico de Paul Samuelson- daba prioridad a la polí­tica presupuestaria, mientras que la polí­tica monetaria quedaba relegada a los márgenes. Como Friedman decí­a en la conferencia pronunciada en 1967 ante la Asociación Económica Estadounidense:

"La amplia aceptación de las opiniones entre los profesionales de la economí­a ha hecho que durante dos décadas, prácticamente todos menos unos cuantos reaccionarios pensaran que los nuevos conocimientos económicos habí­an vuelto obsoleta la polí­tica monetaria. El dinero no importaba".

Aunque esto tal vez fuese una exageración, la polí­tica monetaria no estuvo muy bien considerada en las décadas de 1940 y 1950. Friedman, sin embargo, hizo una cruzada a favor de la propuesta de que el dinero también importaba, la cual culminó con la publicación en 1963 de A monetary history of the United States, 1867-1960, en colaboración con Anna Schwartz

Aunque A monetary history of the United States es una gran obra de extraordinaria erudición, que abarca un siglo de desarrollos monetarios, su análisis más influyente y controvertido fue el relativo a la Gran Depresión. Friedman y Schwartz afirmaban que habí­an refutado el pesimismo de Keynes acerca de la eficacia de la polí­tica monetaria en condiciones de depresión. "La contracción" de la economí­a, declaraban, "es de hecho un trágico testimonio de la importancia de las fuerzas monetarias".

¿Pero qué querí­an decir con eso? Desde el principio, la posición de Friedman y Schwartz parecí­a un poco escurridiza. Y con el tiempo, la presentación que Friedman hací­a de la historia se hizo más grosera, no más sutil, y acabó pareciendo -no hay otra forma de decirlo- intelectualmente corrupta.

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© Paul Krugman 19 OCT 2008

Al interpretar los orí­genes de la Gran Depresión es crucial distinguir entre la base monetaria (dinero más reservas bancarias), que la Reserva Federal controla directamente, y la oferta monetaria (dinero más depósitos bancarios). La base monetaria aumentó durante los primeros años de la Gran Depresión, subiendo de una media de 6.050 millones de dólares en 1929 a una media de 7.020 millones en 1933. Pero la oferta monetaria cayó drásticamente, de 26.600 millones a 19.900 millones de dólares. Esta divergencia reflejaba principalmente las consecuencias de la oleada de quiebras bancarias de 1930-1931: a medida que los ciudadanos perdí­an la fe en los bancos, empezaron a guardar su riqueza en efectivo y no en depósitos bancarios, y los bancos que sobrevivieron empezaron a tener grandes cantidades de efectivo a mano en lugar de prestarlo, para evitar el peligro de un pánico bancario. La consecuencia fue que se hací­an muchos menos préstamos y, por tanto, muchos menos gastos de los que habrí­a habido si los ciudadanos hubieran seguido depositando el efectivo en los bancos, y los bancos hubieran seguido prestando los depósitos a las empresas. Y dado que el desplome del gasto fue la causa próxima de la depresión, el deseo repentino tanto por parte de los individuos como de los bancos de poseer más efectivo empeoró sin duda la recesión.

Friedman y Schwartz sostení­an que la caí­da de la oferta monetaria habí­a convertido lo que podrí­a haber sido una recesión ordinaria en una depresión catastrófica, un argumento de por sí­ discutible. Pero incluso poniendo por caso que lo aceptemos, cabe preguntar si puede decirse que la Reserva Federal, que al fin y al cabo aumentó la base monetaria, provocó la caí­da de la oferta monetaria total. Al menos inicialmente, Friedman y Schwartz no dijeron eso. Lo que dijeron, por el contrario, fue que la Reserva Federal pudo haber prevenido la caí­da de la oferta monetaria, en especial acudiendo al rescate de los bancos en quiebra durante la crisis de 1930-1931. Si la Reserva Federal se hubiera apresurado a prestar dinero a los bancos en apuros, la oleada de quiebras bancarias podrí­a haberse evitado, y eso a su vez podrí­a haber evitado la decisión de los ciudadanos de guardar el dinero en efectivo en lugar de depositarlo en los bancos, y la preferencia de los bancos supervivientes por acumular los depósitos en sus cámaras acorazadas en lugar de prestar esos fondos. Y esto, a su vez, podrí­a haber evitado lo peor de la depresión.

A este respecto, tal vez sea útil una analogí­a. Supongamos que se desata una epidemia de gripe, y que análisis posteriores indican que una acción adecuada de los centros de control de enfermedades podrí­an haber contenido la epidemia. Serí­a justo culpar a las autoridades públicas de no tomar las medidas adecuadas. Pero serí­a un exceso decir que el Estado causó la epidemia, o usar el fallo de esos centros para demostrar la superioridad de los mercados libres sobre el sector público.

Pero muchos economistas, y todaví­a más lectores legos en la materia, han interpretado que la explicación de Friedman y Schwartz significa que de hecho la Reserva Federal causó la Gran Depresión; que la depresión es en cierto sentido una demostración de los males de un Estado excesivamente intervencionista. Y en años posteriores, como he dicho, las afirmaciones de Friedman se volvieron más imprecisas, como si quisiera alimentar esta percepción errónea. En su alocución presidencial de 1967 declaraba que "las autoridades monetarias estadounidenses siguieron polí­ticas altamente deflacionarias", y que la oferta monetaria cayó "porque el Sistema de la Reserva Federal forzó o permitió una reducción aguda de la base monetaria, al no ejercer las responsabilidades que tení­a asignadas", una afirmación extraña dado que, como hemos visto, la base monetaria aumentó de hecho mientras la oferta monetaria caí­a. (Friedman tal vez se refiriese a dos episodios en los que la base monetaria cayó moderadamente por breves periodos, pero aun así­ su declaración es, como mí­nimo, muy engañosa).

En 1976, Friedman les decí­a a los lectores de Newsweek que "la verdad elemental es que la Gran Depresión se produjo por una mala gestión pública", una declaración que seguramente sus lectores interpretaron como que la depresión no se habrí­a producido si el Estado se hubiera mantenido al margen, cuando de hecho lo que Friedman y Schwartz afirmaban era que el sector público deberí­a haberse mostrado más activo, no menos.

¿Por qué los debates históricos sobre la función de la polí­tica monetaria en la década de 1930 importaban tanto en la de 1960? En parte porque encajaban en el programa más amplio de Friedman en contra del sector público, del que hablaremos más adelante. Pero la aplicación más directa era su defensa del monetarismo. De acuerdo con esta doctrina, la Reserva Federal debí­a mantener el crecimiento de la oferta monetaria en una tasa baja y constante, por ejemplo, el 3% anual, y no desviarse de ese objetivo, con independencia de lo que ocurriese en la economí­a. La idea era poner la polí­tica monetaria en piloto automático, eliminando cualquier poder por parte de las autoridades públicas.

El razonamiento de Friedman a favor del monetarismo era en parte económico y en parte polí­tico. Sostení­a que el crecimiento constante de la oferta monetaria mantendrí­a una economí­a razonablemente estable. Nunca pretendió que siguiendo esta norma se eliminarí­an todas las recesiones, pero sí­ afirmaba que las variaciones en la curva de crecimiento de la economí­a serí­an suficientemente pequeñas como para ser tolerables, de ahí­ la afirmación de que la Gran Depresión no habrí­a ocurrido si la Reserva Federal hubiera seguido una norma monetarista. Y junto a esta fe con reservas en la estabilidad de la economí­a con un régimen monetario se daba su desprecio sin reservas hacia la capacidad de los directivos de la Reserva Federal para hacerlo mejor si se les daba poder para ello. La demostración de la falta de fiabilidad de la Reserva Federal estaba en el inicio de la Gran Depresión, pero Friedman podí­a señalar otros muchos ejemplos de polí­ticas que habí­an salido mal. "Un régimen monetario", escribí­a en 1972, "aislarí­a la polí­tica monetaria del poder arbitrario de un pequeño grupo de hombres no sujetos al control de los electores, y de las presiones a corto plazo de la polí­tica partidista".

El monetarismo fue una fuerza poderosa en el debate económico durante unas tres décadas a partir de que Friedman expusiera por primera vez su doctrina en Un programa de estabilidad monetaria y reforma bancaria, publicado en 1959. Hoy, sin embargo, es una sombra de lo que era, por dos razones principales.

En primer lugar, cuando Estados Unidos y Reino Unido intentaron poner en práctica el monetarismo a finales de los setenta, los resultados fueron decepcionantes: en ambos paí­ses, el crecimiento constante de la oferta monetaria no consiguió impedir recesiones graves. La Reserva Federal adoptó oficialmente objetivos monetarios al estilo Friedman en 1979, pero los abandonó de hecho en 1982, cuando la tasa de desempleo superó el 10%. Este abandono se hizo oficial en 1984, y desde entonces la Reserva Federal realiza precisamente el tipo de afinación discrecional que Friedman condenaba. Por ejemplo, en 2001 respondí­a a la recesión reduciendo los tipos de interés y permitiendo que la oferta monetaria creciese a ritmos que en ocasiones superaban el 10% anual. Cuando se convenció de que la recuperación era sólida, la Reserva Federal cambió el rumbo, subiendo los tipos de interés y permitiendo que el crecimiento de la reserva monetaria cayese a cero.

En segundo lugar, desde comienzos de la década de 1980, la Reserva Federal y sus homólogos de otros paí­ses han realizado un trabajo razonablemente bueno, debilitando la imagen que Friedman daba de los banqueros centrales, a los que consideraba chapuceros irredimibles. La inflación se mantiene baja, las recesiones -excepto en Japón, paí­s del que hablaremos enseguida- han sido relativamente breves y leves. Y todo esto ha ocurrido a pesar de las fluctuaciones de la oferta monetaria, que horrorizaban a los monetaristas y que los llevaron -incluso a Friedman- a predecir desastres que no llegaron a materializarse. Como señalaba David Warsh, de The Boston Globe, en 1992, "Friedman despuntó su lanza prediciendo la inflación en la década de 1980, durante la que se equivocó profunda y frecuentemente".

En 2004, el Informe Económico del Presidente, escrito por los muy conservadores economistas del Gobierno de Bush, podí­a no obstante hacer la altamente antimonetarista declaración de que "una polí­tica monetaria audaz", no estable ni constante, sino audaz, "puede reducir la profundidad de una recesión".

Ahora, unas palabras sobre Japón. Durante la década de 1990, Japón experimentó una especie de reproducción a pequeña escala de la Gran Depresión. La tasa de desempleo nunca llegó a los niveles de la Depresión, gracias a un enorme gasto en obras públicas que hizo que cada año Japón, con menos de la mitad de población, vertiese más cemento que Estados Unidos. Pero las condiciones de tipos de interés muy bajos que se dieron en la Gran Depresión reaparecieron con fuerza. Hacia 1998, el tipo del dinero a la vista, los tipos de los préstamos a un dí­a entre bancos, era literalmente cero.

Y en esas condiciones, la polí­tica monetaria resultó tan ineficaz como Keynes habí­a afirmado que lo fue en los años treinta. El Banco de Japón, el equivalente japonés a la Reserva Federal, podí­a aumentar la base monetaria, y lo hizo. Pero los yenes añadidos se guardaban, no se gastaban. Los únicos bienes de consumo duradero que se vendí­an bien, me dijeron por aquel entonces algunos economistas japoneses, eran las cajas fuertes. De hecho, el Banco de Japón se vio incapaz siquiera de aumentar la oferta monetaria tanto como deseaba. Puso en circulación enormes cantidades de efectivo, pero las medidas más generales de oferta monetaria crecieron muy poco. Por fin, hace dos años, iniciaba una recuperación económica, impulsada por una recuperación de la inversión empresarial para aprovechar las nuevas oportunidades tecnológicas. Pero la polí­tica monetaria nunca consiguió arrancar.

En efecto, Japón en los años noventa brindó una nueva oportunidad para poner a prueba las opiniones de Friedman y Keynes respecto a la eficacia de la polí­tica monetaria en condiciones de depresión. Y claramente los resultados respaldaban el pesimismo de Keynes y no el optimismo de Friedman.

En 1946, Milton Friedman debutó como divulgador de la economí­a del libre mercado con un panfleto titulado Roofs or Ceilings: The Current Housing Problema [Tejados o techos: el actual problema de la vivienda], escrito en colaboración con George J. Stigler, que más tarde se unirí­a a él en la Universidad de Chicago. El panfleto, un ataque contra el control de los alquileres, que todaví­a era universal inmediatamente después de la II Guerra Mundial, se publicó en circunstancias bastante extrañas: era una publicación de la Fundación para la Educación Económica, organización que, como Rick Perlstein escribe en Before the Storm (2001), su libro sobre los orí­genes del movimiento conservador actual, "difundí­a un evangelio libertario tan drástico que rondaba el anarquismo". Robert Welch, fundador de la John Birch Society, era miembro de su consejo directivo. Esta primera aventura en la popularización del libre mercado anticipaba de dos maneras el curso de la evolución de Friedman como intelectual público a lo largo de las seis décadas siguientes.

En primer lugar, el panfleto demostraba la especial voluntad de Friedman de llevar las ideas del libre mercado hasta sus lí­mites lógicos. Ni la idea de que los mercados son medios eficientes de asignar bienes escasos ni la propuesta de que los controles de precios crean escaseces e ineficacias eran nuevas. Pero muchos economistas, temiendo la reacción negativa contra una subida repentina de los alquileres (que Friedman y Stigler predecí­an que serí­a del 30% para el paí­s en su conjunto), podrí­an haber propuesto una especie de transición gradual a la liberalización. Friedman y Stigler quitaban hierro a esas preocupaciones.

En décadas posteriores, esta tozudez se convertirí­a en uno de los sellos caracterí­sticos de Friedman. Una y otra vez pedí­a soluciones de mercado a problemas -educación, atención sanitaria, tráfico de drogas ilegales- que en opinión de casi todos los demás exigí­an una intervención estatal extensa. Algunas de sus ideas han sido objeto de aceptación generalizada, como sustituir las normas rí­gidas sobre contaminación por un sistema de permisos de contaminación que las empresas pueden comprar y vender. Otras, como los cheques escolares, tienen un amplio respaldo en el movimiento conservador, pero no han avanzado mucho polí­ticamente. Y algunas de sus propuestas, como eliminar los procedimientos de concesión de licencia para los médicos y abolir la Administración de Alimentos y Medicamentos, las consideran estrambóticas incluso la mayorí­a de los conservadores.

En segundo lugar, el panfleto demostraba lo bueno que Friedman era como divulgador. Está escrito de manera elegante y sagaz. No hay jerga; los argumentos se presentan con ejemplos del mundo real inteligentemente escogidos, desde la rápida recuperación de San Francisco tras el terremoto de 1906 hasta los problemas de un ex combatiente en 1946, recién licenciado del ejército, para encontrar un lugar decente donde vivir. El mismo estilo, mejorado por la imagen, marcarí­a la celebrada serie televisiva de Friedman en la década de 1980 Free to choose [Libre para elegir].Hay muchas probabilidades de que la gran oscilación hacia las polí­ticas liberales que se produjeron en todo el mundo a comienzos de la década de 1970 se hubiera dado aunque Milton Friedman no hubiese existido. Pero su incansable y brillantemente eficaz campaña a favor de los libres mercados seguramente ayudó a acelerar el proceso, tanto en Estados Unidos como en todo el mundo. Desde cualquier punto de vista -proteccionismo frente a libre comercio; reglamentación frente a liberalización; salarios establecidos mediante convenio colectivo y salarios mí­nimos obligatorios frente a salarios establecidos por el mercado-, el mundo ha avanzado en la misma dirección que Friedman. E incluso más llamativa que su logro en lo referente a los cambios de la polí­tica real ha sido la transformación de la opinión general: la mayorí­a de las personas influyentes se han convertido hasta tal punto al modo de pensar de Friedman que simplemente se da por sentado que el cambio de polí­ticas económicas promovido por él ha sido una fuerza positiva. ¿Pero lo ha sido?

Consideremos en primer lugar los resultados macroeconómicos de la economí­a estadounidense. Tenemos datos de la renta real -es decir, teniendo en cuenta la inflación- de las familias estadounidenses entre 1947 y 2005. Durante la primera mitad de ese periodo de 55 años, desde 1947 hasta 1976, Milton Friedman era una voz que predicaba en el desierto, cuyas ideas no eran tenidas en cuenta por los polí­ticos. Pero la economí­a, a pesar de todas las ineficacias que él denunciaba, mejoró enormemente el nivel de vida de la mayorí­a de los estadounidenses: la renta media real se duplicó con creces. Por contraste, en el periodo transcurrido desde 1976, las ideas de Friedman se han ido aceptando cada vez más; aunque siguió habiendo intervención pública de sobra para que él pudiera quejarse, no cabe duda de que las polí­ticas de libre mercado se generalizaron mucho más. Pero el aumento del nivel de vida ha sido mucho menos fuerte que durante el periodo anterior: en 2005, la renta media real sólo era un 23% superior a la de 1976.

Parte de la razón de que a la segunda generación de posguerra no le fuese tan bien como a la primera era la tasa total de crecimiento económico más lenta, un hecho que tal vez sorprenda a quienes suponen que la tendencia hacia el libre mercado ha aportado mayores dividendos económicos. Pero otra razón importante del retraso en el nivel de vida de la mayorí­a de las familias es un incremento espectacular de la desigualdad económica: durante la primera generación de posguerra, el aumento de la renta se extendió ampliamente a toda la población, pero desde finales de la década de 1970, la mediana de la renta, la renta de la familia tí­pica, sólo ha subido la tercera parte de la renta media, que incluye la gran subida experimentada por las rentas de la pequeña minorí­a situada en lo más alto de la pirámide.

Esto plantea una cuestión interesante. Milton Friedman solí­a asegurar a su público que no hací­a falta ninguna institución especial, como el salario mí­nimo y los sindicatos, para garantizar que los trabajadores compartiesen los beneficios del crecimiento económico. En 1976 les decí­a a los lectores de Newsweek que los cuentos de los perjuicios causados por los barones ladrones eran puro mito:

"Probablemente no haya habido ningún otro periodo en la historia, en este o en cualquier otro paí­s, en el que el hombre de a pie haya experimentado una mejora tan grande de su nivel de vida como en el periodo transcurrido entre la guerra civil y la I Guerra Mundial, cuando más fuerte era el individualismo desenfrenado".

(¿Y qué hay del extraordinario periodo de 30 años posterior a la II Guerra Mundial, que abarcó buena parte de la trayectoria profesional del propio Friedman?). Sin embargo, en las décadas que siguieron a ese pronunciamiento, mientras se permití­a que el salario mí­nimo cayese por debajo de la inflación y los sindicatos desaparecí­an en gran medida como factor importante en el sector privado, los trabajadores estadounidenses veí­an cómo sus fortunas iban a la zaga del crecimiento de la economí­a en general. ¿Era Friedman demasiado optimista respecto a la generosidad de la mano invisible?

Para ser justos, hay muchos factores que afectan tanto al crecimiento económico como a la distribución de la renta, por lo que no podemos culpar a las polí­ticas friedmanistas de todas las decepciones. Aun así­, dada la suposición común de que el cambio a las polí­ticas de libre mercado ha hecho grandes cosas por la economí­a estadounidense y por el nivel de vida de los estadounidenses corrientes, es asombroso el poco respaldo que los datos proporcionan a esa afirmación.

Dudas similares respecto a la falta de pruebas claras de que las ideas de Friedman funcionan de hecho en la práctica se pueden encontrar, todaví­a con más fuerza, en Latinoamérica. Hace una década era normal citar el éxito de la economí­a chilena, en la que los asesores de Augusto Pinochet, educados en Chicago, se habí­an pasado a las polí­ticas del libre mercado después de que Pinochet se hiciera con el poder en 1973, como prueba de que las polí­ticas inspiradas por Friedman mostraban la senda hacia un próspero desarrollo económico. Pero aunque otros paí­ses latinoamericanos, desde México hasta Argentina, han seguido el ejemplo de Chile en la liberación del comercio, la privatización de empresas y la liberalización, la historia de éxito chilena no se ha repetido.

Por el contrario, la percepción de la mayorí­a de los latinoamericanos es que las polí­ticas neoliberales han sido un fracaso: el prometido despegue del crecimiento económico nunca llegó, mientras que la desigualdad de la renta ha empeorado. No quiero culpar de todo lo que ha salido mal en Latinoamérica a la Escuela de Chicago, ni idealizar lo sucedido antes, pero hay un asombroso contraste entre la percepción que Friedman defendí­a y los resultados reales de las economí­as que se pasaron de las polí­ticas intervencionistas de las primeras décadas de posguerra a la liberalización.

Centrándonos más estrictamente en el tema, uno de los principales objetivos de Friedman era la, en su opinión, inutilidad y naturaleza contraproducente de la mayor parte de la reglamentación pública. En una necrológica para su colaborador George Stigler, Friedman elogiaba en concreto la crí­tica de Stigler a la normativa sobre la electricidad, y su argumento de que los reguladores normalmente acaban sirviendo a los intereses de los regulados y no a los de los ciudadanos. ¿Cómo ha funcionado entonces la liberalización?

Empezó bien, comenzando con la liberalización del transporte por carretera y de las aerolí­neas a finales de la década de 1970. En ambos casos, la liberalización, aunque no contentó a todos, aumentó la competencia, en general bajó los precios, y aumentó la eficacia. La liberalización del gas natural también fue un éxito.

Pero la siguiente gran oleada de liberalización, la del sector eléctrico, fue otra historia. Al igual que la depresión japonesa de la década de 1990, demostraba que las preocupaciones keynesianas por la eficacia de la polí­tica monetaria no eran un mito; la crisis de la electricidad en California en 2000 y 2001 -en la que las compañí­as eléctricas y las distribuidoras de energí­a crearon una escasez artificial para hacer subir los precios- nos recordó la realidad que habí­a tras los cuentos de los barones ladrones y sus depredaciones. Aunque otros Estados no sufrieron una crisis tan grave como la de California, en todo el paí­s la liberalización de la electricidad supuso un aumento, no una disminución, de los precios, y unos beneficios enormes para las compañí­as eléctricas.

Aquellos Estados que, por la razón que fuera, no se subieron al vagón de la liberalización en la década de 1990 se consideran ahora afortunados. Y las más afortunadas son aquellas ciudades que por algún motivo no recibieron el memorando sobre los males del sector público y las bondades del sector privado, y siguen teniendo compañí­as eléctricas públicas. Todo esto demuestra que los argumentos originales a favor de la reglamentación eléctrica -la observación de que sin reglamentación las compañí­as eléctricas tendrí­an demasiado poder monopolí­stico- siguen siendo tan válidos como siempre.

¿Deberí­a esto llevarnos a la conclusión de que la liberalización es siempre mala idea? No. Depende de los detalles especí­ficos. Deducir que la liberalización es siempre y en todas partes una mala idea serí­a incurrir en el mismo tipo de pensamiento absolutista que, se podrí­a decir, fue el mayor defecto de Milton Friedman.

En la reseña de 1965 sobre Monetary history, de Friedman y Schwartz, el fallecido premio Nobel James Tobin acusaba levemente a los autores de ir demasiado lejos. "Considérense las siguientes tres proposiciones", escribí­a. "El dinero no importa. Sí­ que importa. El dinero es lo único que importa. Es demasiado fácil deslizarse de la segunda proposición a la tercera". Y añadí­a que "en su celo y euforia", eso es lo que muy a menudo hací­an Friedman y sus seguidores.

La defensa del laissez-faire por parte de Milton Friedman parece haber seguido una secuencia similar. Después de la Gran Depresión, muchos empezaron a decir que los mercados nunca pueden funcionar. Friedman tuvo la valentí­a intelectual de decir que los mercados sí­ funcionan, y sus dotes teatrales, unidas a su habilidad para organizar datos objetivos, lo convirtieron en el mejor portavoz de las virtudes del libre mercado desde Adam Smith. Pero caí­a con demasiada facilidad en la afirmación de que los mercados siempre funcionan y que son lo único que funciona. Es extremadamente difí­cil encontrar casos en los que Friedman reconociese la posibilidad de que los mercados pudieran funcionar mal, o de que la intervención pública podí­a ser útil.

El absolutismo liberal de Friedman ha contribuido a crear un clima intelectual en el que la fe en los mercados y el desdén por el sector público a menudo se imponen a los datos objetivos. Los paí­ses en ví­as de desarrollo se apresuraron a abrir sus mercados de capitales, a pesar de las advertencias de que eso podrí­a exponerlos a crisis financieras; después, cuando las crisis llegaron como era previsible, muchos observadores culparon a los Gobiernos de esos paí­ses, no a la inestabilidad de los flujos de capital internacionales. La liberalización de la electricidad se produjo a pesar de las claras advertencias de que el poder de monopolio podrí­a ser un problema; de hecho, al tiempo que la crisis de la electricidad en California seguí­a su evolución, la mayorí­a de los analistas quitaban importancia a las preocupaciones por el posible amaño de los precios alegando que no eran más que teorí­as de conspiración descabelladas. Los conservadores siguen insistiendo en que el libre mercado es la respuesta a la crisis sanitaria, frente a las abrumadoras pruebas en contra.

Lo extraño del absolutismo de Friedman respecto a las virtudes de los mercados y los vicios del Estado es que en su trabajo como economista teórico era de hecho un modelo de comedimiento. Como ya he señalado, hizo grandes contribuciones a la teorí­a económica al resaltar la importancia de la racionalidad individual, pero, a diferencia de algunos de sus colegas, sabí­a cuándo parar. ¿Por qué no mostró el mismo comedimiento en su papel de intelectual público?

La respuesta, sospecho, es que se vio atrapado en una función esencialmente polí­tica.
Milton Friedman, el gran economista, sabí­a reconocer la ambigí¼edad y la reconocí­a. Pero de Milton Friedman, el gran defensor de la libertad de mercado, se esperaba que predicase la verdadera fe, no que manifestase sus dudas. Y acabó desempeñando la función que sus seguidores esperaban. A consecuencia de ello, la refrescante iconoclasia de los primeros años de su carrera se convirtió con el tiempo en una rí­gida defensa de algo que se habí­a convertido en la nueva ortodoxia.

A la larga, a los grandes hombres se les recuerda por sus virtudes y no por sus defectos, y Milton Friedman fue de hecho un hombre muy grande, un hombre de valentí­a intelectual que fue uno de los pensadores económicos más importantes de todos los tiempos, y posiblemente el más brillante comunicador de las ideas económicas a los ciudadanos en general que jamás haya existido. Pero hay buenas razones para sostener que el friedmanismo, al final, fue demasiado lejos, como doctrina y en sus aplicaciones prácticas. Cuando Friedman inició su trayectoria como intelectual público, habí­a llegado la hora de llevar a cabo una contrarreforma contra el keynesianismo, y todo lo que eso conllevaba. Pero lo que el mundo necesita ahora, dirí­a yo, es una contra-contrarreforma.

sólo se hace a autorizado


45rpm

CitarEn segundo lugar, desde comienzos de la década de 1980, la Reserva Federal y sus homólogos de otros paí­ses han realizado un trabajo razonablemente bueno, debilitando la imagen que Friedman daba de los banqueros centrales, a los que consideraba chapuceros irredimibles. La inflación se mantiene baja, las recesiones -excepto en Japón, paí­s del que hablaremos enseguida- han sido relativamente breves y leves.

pedazo owned. El artí­culo es del 2008...

yo


ENNAS

Tom Wolfe, en su novela La hoguera de las vanidades contaba como los vendedores de deuda del Estado pasaron en la decada de los ochenta de ser "los pesados de los bonos" a "los Master del Universo"(sic). A Wolfe le gusta hacer retratos satí­ricos de sus contemporáneos, la otra novela que tengo Todo un hombre es casi la misma historia pero protagonizada por un promotor inmobiliario que se arruina porque no puede colocar su megacentro empresarial. Cómparese este estilo liviano con los que dicen escribir de la América actual tratando el asesinato de JFK, el Watergate y Vietnam.

Volvamos a la economí­a. Es dogma de las escuelitas de Austria y de Chicago que el Estado no debe intervenir en el tejido productivo pues eso supondrí­a una competencia desleal para los empresarios privados del sector. Este postulado en apariencia razonable dió pie a las privatizaciones masivas que terminaron siendo -al contrario de lo que indica la teoria de la mayor eficacia en la gestión privada- liquidaciones de saldos y posteriores cierres.

Desprovisto de su tejido empresarial y obligado por los teóricos a bajar los impuestos, sontení­an nuestros Austro-Chicagí¼enses que el Estado debí­a de financiarse mediante la emisión de deuda y si la cosa se poní­a peliaguda mediante la emisión directa de papel-moneda. Vaya usted a saber por qué no consideraban (en aparente contradicción con el dogma del párrafo anterior) que el estado con sus bonos iba a competir en posición ventajosa con las empresas privadas que emiten acciones.

A continuación un artí­culo que habla de la posibilidad de condonar las deudas:

http://www.diagonalperiodico.net/global/despues-la-condonacion.html

Si nos fijamos en el aspecto que tienen las cosas sobre el papel, el mundo entero está endeudado hasta las cejas. Todos los gobiernos están endeudados. La deuda de las empresas está en máximos históricos. Como también lo está lo que a los economistas les gusta llamar la "deuda familiar", tanto en cuanto al número de gente en números rojos como a la cantidad que deben. Los economistas están de acuerdo en que es un enorme problema, aunque, como de costumbre, no se ponen de acuerdo en el porqué. El punto de vista más dominante y convencional es que el "exceso de deuda" de los tres actores es tan grande que está asfixiando otras actividades económicas. Añaden que tenemos que reducir todas estas deudas básicamente mediante la subida de impuestos sobre la gente común o el recorte de servicios. (Que quede claro que solo sobre la gente común, los economistas convencionales por supuesto son pagados para encontrar razones por las que estas cosas nunca se le deberí­an hacer a un rico). Mentes más equilibradas señalan que la deuda nacional, especialmente de paí­ses como los EE UU, no tiene nada que ver con la deuda privada, ya que el gobierno de los EE UU puede hacer desaparecer toda su deuda de un dí­a para otro con tan solo ordenar a la Reserva Federal que imprima dinero para dárselo al gobierno.

Sin duda los lectores contestarán: "pero si imprimes billones de dólares, ¿no producirá inflación?" Bueno, sí­, en teorí­a deberí­a. Pero parece que la teorí­a está equivocada, ya que eso es exactamente lo que el gobierno está haciendo: ha estado imprimiendo billones de dólares y, de momento, no ha tenido ningún efecto inflacionario notable.

La polí­tica del gobierno de los EE UU, tanto bajo la administración Bush como bajo la de Obama (en estos asuntos la diferencia entre las polí­ticas de ambos ha sido prácticamente nula), ha sido la de imprimir dinero y dárselo a los bancos. En realidad así­ es como ha funcionado el sistema financiero estadounidense, pero desde 2008 se ha intensificado con un temerario desenfreno. La Reserva Federal ha dedicado a fabricar billones de dólares agitando su varita mágica, para después prestárselo a unos intereses insignificantes a grandes instituciones financieras como el Bank of America o Goldman Sachs. El supuesto objetivo era salvarlas primero de la quiebra para que después pudieran prestar y reactivar la economí­a. Pero parece que hay buenas razones para pensar que también existe otro propósito: inundar la economí­a con tanto dinero que, de hecho, genere inflación como medio para reducir las deudas. (A fin de cuentas si debes mil dólares y el valor del dólar cae a la mitad, el valor de tu deuda se reduce a la mitad también).

El problema es que no ha funcionado. Ni para arrancar la economí­a ni para aumentar la inflación. En primer lugar los bancos no invirtieron el dinero. La mayorí­a o bien se lo volvió a prestar al gobierno o lo depositó en la Reserva Federal, lo que les daba, tan solo por depositarlo ahí­, un interés mayor que el que le estaban cobrando a esos mismos bancos por prestarlo. Así­ que de hecho el gobierno ha estado imprimiendo dinero y dándoselo a los bancos y estos lo tienen bloqueado. Esto quizás no sorprenda demasiado ya que la Reserva Federal en sí­ misma está controlada por los mismos banqueros a los que está dando dinero. De todas formas, aunque la polí­tica de permitir a los banqueros imprimir dinero y dárselo a sí­ mismos puede que funcione bastante bien si el objetivo es recuperar las fortunas del 1% (en este sentido ha funcionado bastante bien) y aunque también ha permitido a los ricos pagar sus deudas y ha derramado una buena cantidad de dinero nuevo sobre el sistema polí­tico para recompensar a los polí­ticos que les permiten hacerlo, hasta la Reserva Federal admite ahora que ha servido de poco para que los empleadores contraten o incluso para que crear una inflación significativa.

Cancelación en masa

La conclusión es tan obvia que incluso la gente en la cúspide lo reconoce cada vez más, al menos esa minorí­a que se preocupa de verdad por la viabilidad a largo plazo del sistema (en lugar de estar preocupados únicamente por su enriquecimiento personal a corto plazo). Tendrá que haber algún tipo de cancelación de la deuda en masa. Y no solo de las deudas de los ricos, que siempre pueden ser borradas de una forma o de otra si resultan inconvenientes, sino también de las deudas de los ciudadanos ordinarios. En Europa, incluso los economistas profesionales están empezando a hablar de "condonaciones" y la misma Reserva Federal ha publicado un libro blanco recomendando la cancelación en masa de las deudas por hipotecas.

El mismo hecho de que gente así­ se lo esté planteando muestra que saben que el sistema está en peligro. Hasta ahora la sola idea de la cancelación de la deuda era el último de los tabúes. Pero de nuevo: no para los que están en la cúspide. Donald Trump, por ejemplo, se ha librado de miles de millones de deuda y ninguno de sus amigos piensa que sea un problema, pero todos ellos insisten convencidos en que para el pueblo llano las reglas deben ser diferentes.

Parece lógico preguntarse por qué. ¿Por qué se preocupan tanto los ricos por que la deuda de los pobres nunca sea perdonada? ¿Es simple sadismo? ¿Acaso los ricos disfrutan sabiendo que en cualquier momento hay aunque sea unas pocas madres trabajadoras que están siendo desalojadas de sus casas y que tienen que empeñar los juguetes de sus hijos para pagar los costes de alguna terrible enfermedad? Esto parece plausible. Si algo sabemos de los ricos es que casi nunca piensan en los pobres, excepto quizá como objetos ocasionales de caridad.

No, la verdadera razón parece ser ideológica. Para ponerlo de forma cruda, se trata de una clase dirigente cuya principal reclamación a la riqueza ya no es la capacidad de hacer nada, ni siquiera la de vender nada, sino que cada vez más se tiene que sostener más y más, mediante una serie de fraudes crediticios apoyados por el gobierno, en cualquier mecanismo que pueda tender a legalizar el sistema. Esta es la razón por la que los últimos 30 años de "financiarización" han ido acompañados de una ofensiva ideológica sin paralelo en la historia de la humanidad, argumentando que los actuales acuerdos económicos, que de una manera un tanto extravagante han apodado como "el mercado libre" a pesar de que funciona casi por completo gracias a la entrega de dinero del gobierno a los ricos, no solo son el mejor sistema económico, sino el único sistema económico que puede existir, a excepción posiblemente del comunismo soviético. Se ha puesto mucha más energí­a en la creación de mecanismos para convencer a la gente de que el sistema está moralmente justificado y que es el único sistema económico viable, que la que se ha puesto realmente en crear un sistema económico viable (como mostró claramente el conato de colapso de 2008). Con la economí­a mundial yendo todaví­a de crisis en crisis, lo último que quiere el 1% es abandonar una de sus armas morales más poderosas: la idea de que la gente decente siempre paga sus deudas.

Antes, durante y después de la anulación

Por lo que algún tipo de cancelación en masa de la deuda está de camino. Prácticamente todo el mundo está dispuesto a admitir esto hoy en dí­a. Es la única manera de resolver la crisis de deuda pública en Europa. Es la única manera de resolver la crisis hipotecaria que está teniendo lugar ahora en América. La auténtica discusión es sobre la forma que tomará. Aparte de cuestiones obvias, como cuánta deuda será anulada (¿solo ciertos tipos de deuda hipotecaria? ¿o una gran condonación para toda la deuda privada digamos hasta los 100.000$?) y por supuesto, para quién, hay dos factores absolutamente fundamentales que evaluar aquí­:

¿Admitirán que lo están haciendo? Es decir, se presentará la anulación de la deuda como una anulación de la deuda, en un honesto reconocimiento de que el dinero hoy en dí­a no es más que un acuerdo polí­tico, iniciando por lo tanto un proceso para poner este acuerdo, de una vez por todas, bajo control democrático, ¿o se disfrazará de otra cosa?

¿Qué pasará después? Es decir, ¿será la anulación tan solo una manera de preservar el sistema y sus desigualdades extremas quizás de una forma aún más salvaje o será una manera de comenzar a superarlos?

Las dos están obviamente relacionadas. Para comprender mejor lo que serí­a la opción más conservadora se pueden consultar el reciente informe del Boston Consulting Group, un think tank económico de la corriente principal. Comienzan asumiendo que ya que no hay manera de crecer o inflacionar, la anulación de la deuda es inevitable para poder escapar de ella.  ¿Por qué posponerlo? Sin embargo, su solución es encuadrar todo el asunto en un impuesto único para pagar, digamos, el 60% de toda la deuda pendiente y después declarar que el precio de estos sacrificios de los ricos será una austeridad todaví­a mayor para el resto. Otros sugieren que el gobierno imprima dinero, compre hipotecas y después se las dé a los propietarios de las casas. Nadie se atreve a sugerir que el gobierno podrí­a declarar no ejecutables esas deudas con la misma facilidad (si quieres pagar tu crédito puedes hacerlo pero el gobierno no reconocerí­a su valor legal ante un tribunal si decides no hacerlo). Eso abrirí­a ventanas que los que dirigen el sistema están desesperados por mantener tapadas.

Así­ que, ¿qué aspecto tendrí­a una alternativa radical en realidad? Ha habido algunas fascinantes sugerencias como la democratización de la Reserva Federal, un programa de pleno empleo que ayude a subir los salarios, algún tipo de sistema de renta mí­nima. Algunas son bastante radicales pero casi todas ellas implican tanto la expansión del gobierno como un aumento en el número total de puestos de trabajo y de horas trabajadas.

Esto supone un verdadero problema, porque alimentar la maquinaria mundial del trabajo, aumentando la producción, la productividad, los niveles de empleo, es en realidad lo último que deberí­amos hacer si queremos salvar al planeta de la catástrofe ecológica.

Pero esto, creo yo, nos señala la solución. Porque de hecho la crisis ecológica y la crisis de la deuda están í­ntimamente relacionadas.

Para entender esto puede ser útil comprender que las deudas son, básicamente, promesas de una futura productividad. Mí­relo de esta manera. Imagí­nese que todo el mundo en el planeta produce bienes por un billón de dólares al año. E imagí­nese que consumen más o menos lo mismo, que es por supuesto lo que pasa en realidad, consumimos la mayor parte de lo que producimos menos una pequeña parte de residuos. Sin embargo un 1% se las apañan de alguna manera para convencer al 99% de que les siguen debiendo, colectivamente, un billón dólares. Bien, aparte del hecho de que algunas personas están claramente pagando mucho más, es evidente que no hay forma de que se puedan devolver esas deudas en su nivel actual a menos que todos produzcan aún más el año siguiente. De hecho, si el interés de los pagos se establece, digamos, al 5% anual, tendrí­an que producir un 5% más tan solo para pagar la deuda.

Esta es la verdadera carga de deuda que le estamos pasando a las futuras generaciones: la carga de tener que trabajar todaví­a más duro al tiempo que consumimos más energí­a, deteriorando los ecosistemas de la Tierra, y acelerando en última instancia el catastrófico cambio climático justo en un momento en el que necesitamos a toda costa invertirlo. Visto desde esta perspectiva la anulación de la deuda puede que sea la última oportunidad de salvar el planeta. El problema es que a los conservadores les da igual y los liberales siguen atrapados por sueños imposibles de regresar a las polí­ticas económicas keynesianas de mediados de los '50 y de los '60, que fundamentaban la prosperidad generalizada en una expansión económica continua.  Vamos a tener que encontrar un tipo de polí­tica económica completamente distinta.

Pero si la sociedad posterior a la condonación no puede prometer a los trabajadores del mundo una expansión infinita de nuevos bienes de consumo, ¿qué puede ofrecer? Creo que la respuesta es evidente. Podrí­a asegurar las necesidades básicas: garantizar comida, vivienda y sanidad que permita asegurar a nuestros hijos que no tendrán que enfrentarse al miedo, la vergí¼enza, la ansiedad que marca la mayor parte de nuestras vidas hoy en dí­a. Y sobre todo puede ofrecerles menos trabajo. Recuerden que en 1870 la idea de una jornada laboral de ocho horas parecí­a tan irreal y utópica como podrí­a parecer ahora, digamos, la jornada laboral de cuatro horas. Sin embargo el movimiento obrero la alcanzó. Así­ que ¿por qué no exigir una jornada de cuatro horas diarias? ¿O un periodo garantizado de cuatro meses al año de vacaciones pagadas? Es evidente que los estadounidenses, los que tienen trabajo, trabajan en exceso de una forma ridí­cula. También es evidente que una enorme proporción de ese trabajo es absolutamente innecesario. Y cada hora ahorrada del trabajo es una hora que podemos dedicarles a nuestros amigos, familiares y comunidad.

Este no es el lugar para presentar un programa económico detallado de cómo podrí­a hacerse o de cómo podrí­a funcionar el sistema, estas son cuestiones que deberí­an trabajarse de forma democrática (a mí­ por ejemplo me gustarí­a ver desaparecer por completo los salarios. Pero puede que eso sea solo cosa mí­a). En cualquier caso el cambio social no comienza con alguien que establece un programa. Comienza con visiones y principios. Nuestros gobernantes han dejado claro que ya no saben lo que es tener siquiera uno de los dos. Pero en cierto modo ni siquiera eso es importante. El cambio real y duradero siempre viene de abajo. En 2001 el mundo vio las primeras agitaciones de un alzamiento mundial contra el actual imperio de la deuda. Ya han comenzado a alterar los términos globales del debate. La posibilidad de que se produzca una anulación masiva de la deuda nos proporciona una oportunidad única de reconducir ese impulso democrático hacia una transformación fundamental de valores y hacia una adaptación verdaderamente viable con la Tierra.

No sé si habrá alguna vez un movimiento polí­tico que se juegue tanto.

javi

En El Mundo de hoy: Alemania contrata ingenieros -españoles- y España contrata peones.

Y, en Espejo Público, mucha vergí¼enza ajena escuchando a MAR, el portavoz del gobierno Aznar, diciendo que los extranjeros trabajan mejor, son más competitivos y que es una pena lo que sucede en este paí­s, como si todo fuera culpa de otros y él o, mejor dicho, gobiernos de los que formó parte o tienen cierta afinidad intelectual- no tuvieran nada que ver.

Running is life. Anything before or after is just waiting

sólo se hace a autorizado

Cita de: ENNAS en Marzo 31, 2013, 01:00:37 PM
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Cancelación en masa
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David Graeber. Es antropólogo y autor de 'En deuda. Una historia alternativa de la economí­a'.
mmmm....
Osea que Europa que tiene un problema con la deuda pública y EEUU que, supuestamente solo, tiene un problema con la deuda privada, deberí­an plantearse la cancelación en masa de la ¿deuda popular?, ¿las hipotecas de menos de 100.000 dolares? (que en Japón y Europa no son la mayorí­a entre los jovenes mileuristas, dados los precios populares de la vivienda, por cierto).

Claro, Europa tiene un problema con los tenedores de deuda pública europea que son básicamente europeos (inversores y bancos), pero EEUU no tiene un problema con su deuda pública (tenedores principales, China y Japón) porque puede darle "sin coste" a la máquina de hacer billetes todo lo que quiera y más (pero siempre, recordará Flip, contra un pasivo, más deuda pública de EEUU que China estará encantada de comprar con yuanes exportados en forma de bienes, y cada vez más, servicios, a cambio de... influencia -lo que en sí­ es un GRAVE coste-).

Al olvidar este no pequeño asunto David Graeber se fotografí­a con aquello de, todos los analistas yanquis, menos yo, putas.
Ah, y que le de consejos a Europa con un hierro candente metido en el culo sopena de no parecer creible (sobre todo porque la transformación de hipotecas  se aplique aquí­, desde luego no va a reducir la deuda pública milagrosamente, sino como habrá que financiarla contra el tenedor de la deuda privada -bancos comerciales estándar- la aumentará -más cuanto más extensa sea la medida, de donde su caracter de auxilio autorizado por servicios sociales y no de universalidad-) .

javi

Ya se habí­a puesto en algún hilo lo de que se acabó el "huesitos" español (cierra la fábrica de Aragón y se llevan la producción a Polonia), 107 trabajadores a la calle, pero me choca que no hayan esperado un poco a que los planes slagan bien...

http://www.vozpopuli.com/economia/24787-el-gobierno-busca-rebajas-de-precios-y-salarios-para-lograr-una-devaluacion-interna-hasta-2016

SEGÚN RECOGE EL PLAN NACIONAL DE REFORMAS PARA 2013 REMITIDO A BRUSELAS
El Gobierno busca rebajas de precios y salarios para lograr una "devaluación interna" hasta 2016

El Ejecutivo confiesa en el Plan remitido a Bruselas el objetivo de sus polí­ticas: una "devaluación interna". El Gobierno hace balance del recorte: sólo en educación y sanidad, el ajuste alcanza los 6.000 millones de euros, un 0,4% del PIB. El Ejecutivo admite que la reducción ministerial pendiente será “intensa” y alcanzará un 8,9% en 2013 tras el 16,9% de recorte en 2012.


O Mondelez International, propietaria de huesitos, no confí­a o los polacos trabajarán por menos dinero una vez producida la devaluación
Running is life. Anything before or after is just waiting

sólo se hace a autorizado

El Gobierno busca rebajas de precios y salarios para lograr una "devaluación interna" hasta 2016

¿de qué orden es la magnitud de la devaluación interna buscada?, ¿una catorceava parte de todo?... joder, la emigración ya no es una opción, ya es la opción judí­a primeros años treinta berlí­n.

Yehuda

http://es.wikipedia.org/wiki/Silvio_Gesell

¿Este no era el del dinero 'estampillado' o algo así­?

Pues sí­, es

En la Wiki le llaman "moneda oxidable"

Yehuda


Gesammelte Werke. 18 vols.

Hovras Completas, 18 vols.

aer, que algún becario/a lo lea y nos haga un resumen

javi

Pues no viene el artí­culo, igual hay que buscar una edición de El Intermedio de la semana pasada, donde Gonzo charlaba con el autor de la noticia y quizás dijo algo al respecto, pero en algún sitio de estos que leo en plan transversal o diagonal recuerdo algo de ¿20%? de devaluación.


Yo me quedo con el cuadro de impuestos:

Nuevo catálogo de impuestos

El Ejecutivo reconoce también abiertamente que las subidas de impuestos irán a más.

-    En el caso de la subida del IVA, el Gobierno admite que la recaudación que obtendrá este año ascenderá a 7.693 millones de euros, más del triple de lo que obtuvo en 2012, 2.441 millones. En el documento remitido a Bruselas, el Gobierno saca pecho y afirma que ha elevado “los tipos porque estaban muy por debajo de los paí­ses de la UE” y añade: “el tipo efectivo del IVA que era del 12,66% en 2011 se ha incrementado en un 16,5% en el último trimestre del año”.

-   La subida del impuesto al tabaco ha supuesto 236 millones en 2012. El Ejecutivo estima que la recaudación aumentará 66 millones en 2013.

-   Los impuestos a los biocarburantes reportarán 650 millones de euros a las arcas públicas en 2013 y otros 65 millones en 2014

-   Además, la nueva fiscalidad energética ha reportado también 2.981 millones de euros que el Gobierno pretende incrementar con la reforma eléctrica, aunque no ha definido todaví­a los parámetros



y aquí­ a mi me descuadran los números: 8000 millones de recaudación de IVA es muy poco, salvo que se refiera al incremento de la recaudación respecto al anterior año fiscal (tendrí­a sentido: en 2012 se han ingresado 2000 y pico más por el cambio de tipos). Y no sé quién hace los cálculos, pero calcular un incremento de 8000 kilos en un impuesto que grava el consumo, que está cayendo a plomo, pues es de muy optimistas.

Por otra parte, y aprovechando que HdP ha pedido reformar la administración, pues puede empezar por el Gabinete de Comunicación de la oficina económica de Moncloa (la de Mariano, esto es, la de Soraya) o la de Economí­a (de Guindos, vaya, otra vez la de Soraya: está en todas) porque un ejecutivo de corte sociata puede presumir de incrementar la presión fiscal, especialmente a los más pudientes (aunque después no sea así­, claro), pero uno que defiende la bajada de impuestos no puede publicar que el tipo efectivo de IVA se ha incrementado más de un 16% -en el último trimestre 2012- y que todaví­a hay margen para subirlo, que en Europa es más alto.
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