Vaya, bueno, me alegra que os vaya gustando.
Como segunda entrega, inicio una nueva sección llamada...
Grandes deportistas de los que nadie se acuerda
...Y para que se vea que este hilo no va sólo de fútbol, la inicia mi paisano
Óscar Freire.

Nacido en Torrelavega, Cantabria, en un año mágico para el futuro del deporte español, 1976 -no tenéis más que buscar sus coetáneos- dícese que de ciclista aficionado Freire destacaba más por sus ataques a pocos quilómetros de meta que por su sprint, cosa hasta cierto punto lógica debido a que la feroz competencia por llegar a profesionales anula cualquier táctica de equipo en favor de las exhibiciones individuales.
Pasó de su pequeño Club Ciclista Besaya (un río local) a formar parte del mundillo del ciclismo vasco de la mano del hoy controvertido Josean
Matxín Fernández, director deportivo implicado en los mil y un escándalos de dopaje del Saunier Duval, y antes de éso forjador de figuras en ciernes del todopoderoso Mapei de los noventa.
Y fue justamente en una de las pruebas más prestigiosas del ciclismo aficionado español, la gipuzcoana Memorial Balenciaga, allá por 1997, donde se ganó su primer contrato profesional. Como espectador y ojeador de lujo acudió Javier Mínguez, director entre otros de íngel Arroyo, Eduardo Chozas, Laudelino Cubino, Alberto Fernández (sit tibi terra levis), Juan Fernández, Anselmo Fuerte, ílvaro Pino, Faustino Rupérez...
Pues bien, el veterano director deportivo intentaba montar un nuevo equipo profesional auspiciado por la compañía de seguros en la que tiene su otra profesión (Javier Mínguez oficialmente trabaja de corredor de seguros), los italianos de La Mondiale, que en España ofrecen su servicio bajo el nombre de Seguros Vitalicio. Había acudido básicamente con la idea de observar al entonces prometedor sprinter vizcaíno Pedro Horrillo, dentro de una prueba en la que también participaban Igor Astarloa, Carlos Sastre, Paco Mancebo u Óscar Sevilla.
Freire ganó el Memorial y su primer contrato profesional. Para más adorno, el seleccionador español, el ex-pupilo de Mínguez, Paco Antequera, lo llevó al mundial ciclista sub-23 de ese mismo año, donde Óscar conseguría la plata tras el noruego Kurt-Axle Arverssen.
Es Óscar Freire un sprinter peculiar, apenas rebasa el metro setenta, por tanto es una cabeza más bajito que los metronoventa que imperan en las llegadas. Al contrario que sus colegas de volatta, Freire no va de guapo y de matón, otra cosa que asombra mucho en su puesto y posición. Pero tiene carácter y esto fue clave para que tras dos años anodinos en cuanto a victorias (apenas un tercer puesto en el Campeonato de España de 1998) y fructuosos en cuanto a experiencia, se volviera a ganar plaza en la selección española -que seguía dirigiendo Paco Antequera- para el mundial de Verona 1999.
Allá fué como supuesto relleno, entre quejas no del todo infundadas de otros no seleccionados. Pero supo meterse en la escapada buena, la que llevaba a Camezind, Casagrande, Konischev, Robin, Ullrrich, Vandenbroucke (sit tibi terra levis), Vinokourov y Zberg. Y ni siquiera esperó al sprint; sorprendentemente lanzó un ataque a la salida de la última curva que cogió desprevenidos a los más expertos y reconocidos compañeros de fuga.
Sorprendente, esplendoroso... y en medio de una situación personal dificililla. En el Vitalicio Seguros, Freire no tenía más amigos que Horrillo -el favorito de Mínguez-; equipo construido básicamente para grandes rondas y pruebas de una semana, acudía de mala gana y por obligación a las clásicas de un día que tanto gustan y tanto reconocimiento le han dado al pequeño sprinter cántabro. De hecho, se sabe que Freire anunció que dejaba el equipo antes del mundial y no cambió de idea tras el oro, para gran disgusto de Mínguez.
A su vez en Italia el todopoderoso factotum deportivo "La Gazzetta dello Sport", organizador entre otras pruebas del Giro, recibió el triunfo de Freire con el célebre
"Vince Mister Nessuno". Inicio del larguísimo desencuentro entre Freire y los medios de comunicación transalpinos, que siempre le tildan de
sorpresa y echan encima suya toda la mierda que pueden.
Más y mejor (y con jugosos cotilleos) a continuación si las fuerzas y el Johnnie Walker etiqueta roja lo permiten.