Me vais a perdonar que os cuente

Iniciado por SrCualquiera, Enero 04, 2017, 04:50:13 AM

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SrCualquiera

Que este primero de año, he tenido un día maravilloso.

Me he despertado tarde, justo cuando comenzaban los preparativos de la comida, loco yo por pergeñar alguna ensalada de algo, como para no dejar vacío el nuevo año cocinero, aunque mi madre ha sido la campeona, ya que se ha marcado una sopa de almendra y un lomito relleno que olía ya a sobremesa feliz. Han comido todos bien y hemos charlado satisfechos. Tras la comida, han bebido un brebaje que ha preparado mi mamma con fresas, lima y zumo de nieve, y algo debía poseer aquello, pues como un espiritismo ha ido fluyendo la comunicación sincera. He puesto "libre te quiero" de Amancio Prada, porque es una canción preciosa y para que la escucháramos todos; para celebrar y barruntar que son una pareja que se quieren y se respetan y que ahora se separan para volver a reencontrarse más libres y más ciertos; o quizá no. Pero me produce admiración la amabilidad con la que están llevando su ruptura.

Mi hermana se ríe como la que canta de las cosas más nimias, y cuando se detiene la vibración de su carcajada, vuelve a fijar la atención como un lápiz listo y atento a la próxima línea. Es un culillo de mal asiento, que a pesar de darse de tortas con las prisas, sabe detenerse en el espejo que la mira inesperado. Tiene una honestidad de entreguerras, le gusta hacer y pensar cosas con las manos, y se merece un jamón; por  buena, por valiente y generosa, y por haber traído al mundo a un alma revoloteadora como mi sobrina.

Faltaba mi hermana pequeña, que es un crustáceo de corazón, sabrosa pero sin pinzas; esquiva a las miradas de los que no la saben mirar, o de lo ojos que ella decide desentenderse. Prefiere la soledad a la mezquindad, y aunque no parezca encontrar su hueco entre la gente jamás estará sola. Es una madre firme y suave, y tiene talento para la fotografía y para muchas de las cosas que de ella desconoce. Habla con una encantadora rusticidad masculina y su presencia es una dulzura de nata que trae con su guapura y con esa sensibilidad extrema que tiene, de empatía y de pañal.

Después de la charla de todos, mi hermano y yo, y ya en la privacidad de la cocina, hemos sellado la despedida con un abrazo, porque a mí me apetecía escucharle y aconsejarle a superar este difícil trance de mundo derrumbado. Me sorprende lo mucho que valora mi opinión, y me halaga la inocencia con la que no acaba de explicarse cómo puedo ser un loco tan cuerdo. Se cuida el biorritmo como un centurión y está transitando la angustia con un pragmatismo impecable. Siempre ha gozado de un envidiable entusiasmo de cerveza, un pragmatismo de ingeniero y una delgadísima circunstancia de cuerpo sonriente. Es un disfrutón nato y sabrá volver a la vida.

No sé si envalentonado por el abrazo, el olor de la mesa y la música de fondo, he cogido la moto para ir a Valencia y caminar un rato. El frío en el viento cortaba la cara y el ánimo tiritaba como un presentimiento.

He entrado en un Supercor, de esos que abren hasta en las uvas, y he saludado al portero como si lo viera; la cajera me ha sonreído con todos los dientes, y he salido de allí medio tontorrón, como si me hubiera cascado el pelotazo que nunca me bebo. ¡Galopa caballo cuatralbo jinete del pueblo que la tierra es tuya!. Hay estados de ánimo que van emborrachando solos y sólo te queda reírte de ellos y seguir cabalgando.

Valencia estaba cerrada al tráfico y con las persianas cerradas, pero con bastante gente paseando. Había para mí un cierto retintín navideño que se le pone a las calles a primeros de año, cuando diciembre ya se descubre evaporado y los buenos principios nunca son deseables. Pero hoy mi paso era alegre, y como el que va entrando sin querer en un cuento, he comenzado a sentir la presencia de la gente. Un chico joven que me preguntaba por una calle, la pareja que me mira vergonzosa tras su beso, un señor despistado con el que entablo una conversación sobre el rojo eterno de un semáforo, un viejo con aspecto de mendigo que me pregunta en un cajero si lo podía ayudar a utilizar su libreta. ¡Todo el mundo se dirigía hacia mí!, como si el hombre de la multitud se estuviese reuniendo en un corro, o como si la luna, aún presunta, ya me alumbrara con su foco.

He salido del cajero cien euros más rico y tan lisonjero como la sonrisa del mendigo que me daba las gracias.

Me he pasado por el mercadillo que ponen en el colegio Luis Vives y me he ido encantando con las personas que allí se encontraban; los que miraban los puestos y los que sentados jugaban al ajedrez, los que iban y venían sin rasgo de preocupación, como inalterados en un discurrir de pasillo o en una rítmica caminata pródiga. Sentía una viva curiosidad por los objetos y por los rostros de los vendedores, que inspiraban el aire de lo provisional y la ternura de lo artesano. Todo bañado por el oro de su propia trivialidad, como si la inspiración fuera algo que pudiera tener su importancia. 

He salido del mercadillo, como un viejo remordimiento que tiraba de mí hacia la estación del norte. El placer reivindicativo que yo obtenía hace años sólo paseando entre los raíles y los trenes. Su recinto de majestad y de santuario, las historias siempre ocultas en los que se van y en los que vuelven. Hay un olor en las estaciones de aventura y de maleta, de turista accidental y de pasajero cercano, con todas esas pantallas anunciando la hora de partida y la certeza del rumbo. Por algo cantaba Sabina a los trenes su presentimiento de la libertad, cuando era más joven y aún no se había convertido, él mismo, en un animal mitológico para todo un árbol de generaciones.

He salido de allí con una risa imponente, mezclada de recuerdos soberbios y de olor a ceniza de castaña, y ante el dilema de un multitudinario semáforo que guardaba sus formas pero no detenía ningún coche, me he decidido a cruzar y la gente me ha seguido como a un líder, y eso aúpa y fortalece.

He vuelto hacia el Luis Vives, movido por el deseo de comprar algún regalo a mis sobrinos, y poco a poco, como en un casting de muñecos, los he ido encontrando: una bebita prenatal, de esas que parecen tan reales, que encajaba como si la viera entre los brazos amorosos de mi sobrina de tres años, que es un renacuajo bellísimo y acogedor.

Un hada romántica y revoloteadora para mi sobrina de nueve, rubia, con las alas de nácar y la minifalda roja. Ella como una mariposa errática y fabuladora, que acompaña nuestros días y nos hace reventar de risa con sus rabietas inesperadas, su sapiencia concienzuda y un caminar de pizpireta que nos recuerda la infancia como un tránsito de ligereza que puede ser a la vez fantástico y desesperado. Un hada rubia de caramelo, de crisis y de cachorro que explota como los petardos y que sabe desquiciar como nadie a su madre. Juntas forman una estupenda pareja de cómicos.

Había un duende travieso, con ramas en los pelos, los ojos medio bizcos y sacando la lengua de sinver, y me he echado a reír porque era justo mi sobrino de ocho años, en una autocaricatura de él hace apenas dos días, haciéndose el gracioso sólo porque los demás se lo pedían. Está como par del descuido, como el que está sin estar en sí, atolondrado y compartido como un secundario soberbio, oblicuo de su propia identidad y con el corazón hondo como la duda y suave como el terciopelo. Mi abuela decía que era un espíritu viejo, y eso que ella veía era su inteligencia moral, ese don con el que nacen algunas personas, que saben vivir sin estorbar y ser generosas de manera espontánea. Un botarate con rulos en la cabeza y brillo en las pestañas que está como sacado de una novela de Mark Twain.

He salido del mercadillo con la panza más llena de regalos que Santa Claus, he paseado un rato más, para terminar de convencerme de que ya nada podía hacerme más feliz, y luego he cogido la moto para volver a casa.

En la velocidad de la carretera el frío se asalvajaba, cortaba la cara sin visera y las manos sin guantes, pasaban los coches como navegantes entre las luces sucesivas y fulminantes de las farolas, unas nubes  de espuma ya declinaban lo poco que quedaba de tarde, y yo comenzaba a sentirme cada vez más ingrávido y emocionado. Soy tan poco llorón, que al sentirme los ojos vidriosos puedo entender que algo me está sucediendo. Pero dos lágrimas de cristal ni siquiera eran presagio del torrente que estaba por llegar. Llorar de alegría inesperada, llorar como niño naciente, llorar de empezar a llorar y de ir cada vez más llorando; llorar de un mar contagioso; llorar de trastorno y de pena, de risa y de esperanza, de herida y de sal. Llorar a primero de año el sueño encantado de una ciudad envolvente. Llorar por placer de llorar, por dolor de llorar y para llorarlo todo. Llorar para luego hablar de llorar y para aprender a contar cada lágrima; llorar a toda velocidad, por el frío de llorar, y con el alma en trance: por todo lo bueno que tenía y por todo lo mágico que me había pasado: el aprecio de mi familia, la incerteza del paseante, la pobreza del mendigo, el semáforo victorioso, la fortuna del regalo, el viento vivificante y la emoción narradora de poder escribir ahora este vestigio de cuento.

kim

Lo que no te vamos a perdonar es que no nos cuentes más cosas. Que tienes un buen contar.
Perdona si te he dado la impresión de que me importa lo que dices.

Je suis Charlie, pero solo la puntita.

SrCualquiera

Gracias kim! no siempre se tienen cosas para contar, pero disfruté mucho de esa pequeña epifanía  : )