Malas compañías

Iniciado por SrCualquiera, Enero 09, 2017, 05:26:01 PM

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SrCualquiera

Tenía diecinueve años, considerable en su altura de alero bajo y en su cabeza de guapísimo e imponente cavernícola. Había perdido el norte, según su madre, con la aparente arbitrariedad de un día cualquiera. Su cabeza estalló, sin previo aviso, o como pólvora de los sentimientos que guardaba y que todos desconocían. Un chico cordial que sacaba buenas notas y recibía con rubor a las visitas, pasó a convertirse en un difícil diagnóstico, bufón de profeta babélico y atribulado, con delirio inflamado de amor y las manos grandes siempre demasiado largas.

Andaba como un walking dead que en lugar de dar mordiscos prefiriese repartir abrazos, apostólico y blando como un algodón sucio, aunque su pacífico deambular no le evitaba el lanzamiento de platos contra la pared cuando la rabia le retorcía sin gran justificación.

Sus ojos no se sabrían determinar, pues no era bizco pero tampoco estaba centrado. No fuera tonto pero tampoco estaba cabal, y en su baba abundante de mandíbula abierta goteaba el alma en pena que lo perseguía como una camisa de fuerza.

Yo me lo cruzaba en mis andares de pasillo y siempre me tenía que fingir alguna prisa, para volver a encontrarlo a la vuelta en otras nuevas ganas de escapar.

Su alma elegíaca no era bastón de sus buenos modales, ya que era muy de solazarse en cavernosos y simpáticos eructos y en unas formas atosigantes de agarrarse los huevos, como si los tuviera siempre rebosantes de algo. Yo le decía riendo  ¿Qué es lo que tienes ahí que tanto te tocas?  y él venía hacia mí con la mano abierta, como mostrándome de ella su blanquísima inocencia, y pidiendo que se la estrechara para firmar un pacto honesto entre hombres. Yo respondía mostrándole mi dedo corazón, tras ver cómo se sacaba la mano del culo, pero él me seguía queriendo aún más, tan irónico y distante, que de tanto yo tratar de escabullirlo, más quería él saber de mí y de mi lóbrega circunstancia, pues hasta se había barruntado un día que la mía era su habitación y que quería dormir allí conmigo.

Ese gato negro con el que te cruzas tras torcer una mala esquina tiene algo de su mal fario y de su oscuro replay de dejavú. Una mala foto revelada y repetida y asqueada en un maldito día. Cuando llegaba yo silencioso y proclive a la noche, después del olor a desgracia de la cena, y con el alivio incorruptible de otro día que parecía que pasaba, él se venía a mi habitación y quería hacerme sentir alguien diferente.

El día que decidí que iba a mirarle profundo a los ojos para pedirle que saliera de mi vida para siempre, lo vi aparecer con serena decisión y sonrisa de paloma, como el que observa a alguien que regresa y que ya lo ves venir. A partir de ese momento comenzó a recuperarse poco a poco, cada día más sobrio en su mirada y más vivo en sus lentísimos andares, que ya sin embargo no parecían tan cansados. Calmado y reflexivo de su sinrazón y de aquello que le había pasado en la cabeza, quién sabe si sólo por última vez.

Dos semanas después sería dado de alta, y yo asistí a su despedida encantado y amigable como un hermano mayor. Su maravillosa resurrección me reconcilió un poco con la química del medicamento, y me dejó aquella noche con ganas de escribir en su nombre una mísera prosa de amor a la vida.