Faustino acertó,
no sin dificultad, con la dirección que buscaba en el entramado de callejuelas del casco antiguo de la ciudad. Paró frente a un portal en el que varios letreros indicaban los despachos allí establecidos, detuvo su mirada en una placa dorada con una inscripción en letra cursiva
y comprobó la correspondencia con la tarjeta que llevaba en la mano: Salomón
F., tasador.
Subió el entarimado de la escalera hasta el primer piso y se compuso la chaqueta antes de llamar al timbre. La puerta se entreabrió. Faustino se asomó
sin atreverse a pasar ¿Se puede? Balbuceó sin obtener respuesta. Tras unos segundos de apuro
decidió encaminarse hasta el final del pasillo cubierto por una alfombra bajo la cual crujía la madera a cada paso. Caminaba intentando causar el menor ruido posible hasta llegar al despacho del fondo desde el que salía una tenue luz amarillenta entre el resquicio de la puerta. Secó unas gotas de sudor de su frente y carraspeó antes decidirse a entrar.
Buenos días, pronunció con determinación.
Un
hombre enjuto y acartonado que escribía con premura levantó la mirada por encima de sus lentes y le hizo un gesto indicando que tomara asiento sin emitir palabra,
hasta que terminó su labor, cerró el libro de registro y se dirigió a Faustino: ¿Ha traído la documentación que le solicité? Faustino extendió su mano para entregarle el sobre al que permanecía aferrado desde su entrada en la estancia.
El tasador examinó todos los papeles con detenimiento y recurrió a varios volúmenes del registro para hacer las oportunas comprobaciones. Por fin, miró de nuevo a Faustino por encima de sus lentes y se dirigió a él: ¿Qué pretende obtener a cambio de esto? Faustino se asombró ante la pregunta. Verá –continúo el tasador- le voy a ser franco, su alma no tiene ningún valor, sea lo que sea lo que usted pretende no tiene con que comprarlo, usted ha depreciado el valor de su alma hasta límites desconocidos por mí- sentenció, al tiempo que profería una carcajada-. Faustino recogió precipitadamente sus papeles y salió del despacho tropezando en la alfombra del pasillo mientras seguía oyendo aquella risa.
Una vez en la calle, se sentó sollozando en el escalón del portal consciente de su propia ausencia, de su destierro, de ser un cuerpo en pena expiando su culpa en vida, esperando una condena que le salvara.
P.S. Voy a cambiar de pc y tengo como cuarenta escritos guardados, si no llega pronto el apocalipsis esta será mi papelera
