Estiercol mitológico

Iniciado por Dionisio Aerofagita, Septiembre 25, 2006, 09:26:50 PM

Tema anterior - Siguiente tema

Dionisio Aerofagita

Entonces alguien dijo que, en su opinión, los mitos y las leyendas se estaban desvaneciendo en el olvido de la modernidad y pronto no serí­an nada. Atraí­do por su blasfemia, se me apareció el Diablo disfrazado de Mercurio o de Hermes Trimegisto y me dictó estas palabras, que transmito como un simple medium mintiendo lo menos posible por si alguien las entiende, que no es mi caso:

"Mientras tanto (es un decir) en un paí­s muy pero que muy lejano, los dioses imperecederos brindan con el Santo Grial y se rí­en de nosotros en sus dorados palacios más allá del Tiempo. Sobre la mesa, hidromiel y soma, néctar -que no es zumo del malo- y ambrosí­a -que no es un tipo
de chocolate-, las manzanas de la inmortalidad y el cuerpo y la sangre de Cristo. Los manjares de la eternidad, que hacen a los dioses infinitos e inmortales. Sentado en un cómodo diván más allá del
horizonte, Proteo, el Viejo del Mar, emborrachado de Gracia nos recuerda que los dioses no se crean ni se destruyen. Sólo se transforman. De vez en cuando los dioses imperecederos se asoman a las
nubes y nos derraman los despojos de su banquete celestial, haciéndonos también eternos por un dí­a en nuestra vida efí­mera.

No muy lejos del horizonte de Proteo, más allá del Espacio, en una galaxia muy lejana, los Personajes de los Cuentos hacen cola en el embarcadero de Caronte, esperando su próxima reencarnación. No tienen la más remota idea acerca de si las almas se reencarnan, pero lo que es ellos, no hacen más que reencarnarse y apenas dan abasto. Un dí­a de estos nos soplan en la oreja y nos poseen como espí­ritus del Otro Mundo y de pronto nos encontramos siendo ellos. Ahí­ están todos: el Rey Sabio, el Padre Severo, la Madrastra, el Prí­ncipe Azul... Incluso don Quijote y Sancho Panza. Todos ellos siempre estuvieron desvanecidos en el tiempo porque siempre han existido y continúan reinventándose eternamente, así­ que están acostumbrados. Un personaje de Mark Twain nos recuerda que la historia no se repite, pero rima.

Más abajo, en las profundas fosas abisales, no muy lejos de donde el Gran Cthulhu espera su momento y duerme, o sea, en las sombras que acechan en los rincones y los infiernos inefables de los corazones, se arrastran, serpean, innumerables viscosidades informes. Espantos y cocos de la conciencia, demonios carcajeantes, terrores ocultos en las sombras, los 1001 rostros del miedo siguen asumiendo con gusto los inmundos atributos que les ponemos cuando miramos al misterio del vací­o más asfixiante. No está muerto lo que puede yacer eternamente.

Más arriba o más abajo, en el hace poco tiempo de un paí­s muy cercano, los duendes hacen ruido en el desván jugando con los restos mortales del ordenador anticuado que nadie se atrevió a tirar y el rastro luminoso del caminar de las hadas sigue fresco sobre la hierba del
jardí­n descuidado, sorteando cagarrutas de perro. Los sueños acechan en la
mirada perdida y algo fantasmagórica de los viandantes del metro, que por un momento pierden el hilo del pensamiento estructurado para sumergirse en inconscientes incoherencias que parecen instantes de sabidurí­a, o de nostalgia de sabidurí­a, como si uno atisbara de pronto
los secretos del universo, pero sólo de pronto (quizás les cayó en ese momento un trozo de ambrosí­a por caridad divina). Bajo el cartel amarillento y pasado de moda de una promoción de viajes late el Paraí­so Perdido;
el írbol de la Vida es una palmera y Eva (u otro cualquiera) juega a ser Fruto Prohibido. Pegasos, Centauros y otros bichos se deslizan por las ranuras de la televisión, juegan con el módem y los Faunos saltan y danzan sobre la videoconsola, ebrios de tripi.

Las criaturas que nunca existieron sufrieron una orden de expulsión de los discursos graves y afectados, de las cosas serias e importantes, de los "análisis profundos". Muchas se quedaron allí­, disfrazadas de otra cosa, vestidas de gris, provistas de documentación falsa. Pero muchas otras emigraron a otros reinos tenidos por superficiales, primitivos, banales, absurdos;
florecieron en los cubos de basura y acompañaron a los niños como amigos invisibles o ángeles de la guarda
en las esquinas de la cama. Se esconden donde nadie les dio importancia: en las pelí­culas de acción con peores intérpretes, en las conversaciones banales sobre el tiempo, en el bar de la esquina.

Y siguen haciendo lo mismo de siempre. Eso dijo alguien, que la historia nunca se repite, pero rima."
Que no sean muchas tus palabras, porque los sueños vienen de la multitud de ocupaciones y las palabras necias, de hablar demasiado.

Barbie

Alonso trabajaba desde hací­a cinco años en la biblioteca. Su labor le era grata, disfrutaba viviendo una dilatada vida de estudiante remunerada en un amplio espacio luminoso y tranquilo. Recorrí­a los largos pasillos del archivo encajonados entre estanterí­as respirando un aire impregnado de epopeyas en busca de algún ejemplar solicitado o paseaba por la sala de lectura observando el rostro ausente de los asiduos embebidos la lectura.

Disponí­a de tiempo para beneficiarse de aquel arsenal. Habí­a leí­do la historia completa de varios paí­ses y 
vivido como propias cientos de aventuras y romances, 
pero sobre todo le apasionaba el conocimiento que le proporcionaba la lectura de los relatos sobre mitos. 
Alonso presentí­a en ellos todo el saber universal, el origen del sí­ mismo y del cosmos, la clave para encajar todas las palabras abstractas que emanan del caos.

Así­ habí­a llegado a interpretar su existencia que hasta entonces le parecí­a una sucesión de hechos fortuitos. Se descubrió a sí­ mismo en ícaro, sin duda su padre le habí­a dotado de alas para salir del laberinto que suponí­a para él su pueblo natal cuando le insistí­a en que debí­a estudiar;
pero él no tendrí­a un final trágico, contaba con el saber ventajoso que le proporcionaban sus lecturas.

Su vida amorosa era una amalgama de fábulas, tan pronto identificaba una Medea en su pasado como percibí­a a Eco en la voz de su compañera repitiendo el tí­tulo que se le demandaba. 
Temió estar condenado a vivir con su madre como Edipo después de reconocer una analogí­a en cada nombre de mujer.

Empezó a detestar su trabajo cuando leyó la historia de Sí­sifo, entendió que como él habí­a sido condenado a realizar 
una tarea inútil, devolver los libros a las estanterí­as para que al dí­a siguiente los estudiantes los desordenaran de nuevo, consideró incluso más pesada y cruel su labor de empujar el carro hacia el archivo que la de subir una piedra a lo alto de una colina. Se sintió más identificado al leer lo sucedido a Prometeo, sin duda su castigo se debí­a a su audacia: el 
robo del fuego, 
el hallazgo de la sabidurí­a, no podí­a ser perdonado.

Se dispuso a llevar a cabo el que creyó su designio destruyendo los libros que le habí­an entregado sus secretos, pensando que si ardieran él quedarí­a como único depositario de su sabidurí­a. Se consumió junto a ellos.


"(...)
declaran los infieles que si ardiera,
arderí­a la historia. Se equivocan.
Las vigilias humanas engendraron
los infinitos libros. Si de todos
no quedara uno solo, volverí­an
a engendrar cada hoja y cada lí­nea,
cada trabajo y cada amor de Hércules,
cada lección de cada manuscrito (...)

Jorge Luis Borges, 1899-1986,
"Alejandrí­a, 641 A. D.", en Historia de la noche (1977)

Dionisio Aerofagita

Sigamos apilando humus...

PIGMALIÓN

Llamémosle… Pigmalión. Érase una vez que era otro su nombre verdadero, pero en el mundo virtual los nombres virtuales son los reales y puede que viceversa. Cuando supo que el foro se llamaba Areópago y el Oráculo Wikipédico le reveló que eso era un sitio donde se reuní­an unos griegos, se acordó de aquella historia que estudió en clases de griego â€"en los “Good Old Times” del Instituto- sobre un rey que habí­a cortejado a la misma Afrodita y que, viéndose rechazado, habí­a esculpido una estatua a la que insufló la vida. De una manera u otra, siempre se habí­a identificado con el protagonista: como aquel rey de un pasado remoto, Pigmalión se sentí­a eternamente solo y se sabí­a enamorado del Amor. No habí­a otro “nickname” posible.

Dicen que las Parcas tejen y destejen también en la Red de Redes y es bien cierto. Por eso sucedió que un nickname llamado “Afrodita” â€"con el avatar formando vagamente la imagen inconclusa de la Venus de Milo- no tardó en aparecer en el Areópago. 
En aquel nido de venenosas ví­boras, Afrodita destacaba por ser misteriosamente dulce sin llegar a la cursilerí­a, a la vez fuerte y etérea, como una verdadera diosa inalcanzable. Preso del hechizo de su personaje, Pigmalión terminó creyendo quijotescamente estar enamorado de ella, aunque nunca se hubiera reconocido a sí­ mismo que iba en serio, dado lo ridí­culo de la situación. Así­, procuraba cortejarla entre risas y veras en los laberí­nticos debates de aquel foro. Por supuesto, la diosa, haciendo honor a su categorí­a, pasaba olí­mpicamente de él (desde aquel lejano pasado virtual sigue utilizándose la expresión). Ocurre así­ desde tiempos inmemoriales: intenta aferrar una diosa olí­mpica â€"incluso la carnal y carní­vora Afrodita- y te encontrarás perdido en la niebla y con cara de gilipollas, abrazando infructuosamente una nube evanescente. Poco a poco, la diosa fue reduciendo el número de sus intervenciones foreras, hasta que desapareció plácidamente, dejando sólo en el ambiente una suave resaca de su presencia numinosa.

-Vamos a ver… ¿qué es lo que hizo el rey solitario? â€"se preguntaba Pigmalión, retóricamente-, pues construir una estatua a imagen y semejanza de Afrodita, a la que llamó Galatea, que por suerte o por desgracia, acabó cobrando vida y convirtiéndose en su esposa.

Eso fue lo que hizo nuestro Pigmalión, inspirado por la leyenda y por un hilo que habí­a rescatado de la remota Segunda Edad del Areópago que se llamaba “imeil” e incluí­a un extraño mensaje sobre entes creados por el mismo acto de comunicación, seguido de una confusa avalancha de blasfemias descojonantes. Creó un nickname nuevo, al que llamó Galatea, y se convirtió en un travesti virtual que dialogaba consigo mismo, tal era su locura y su inmadurez. Elegí­a cuidadosamente cada una de las palabras de los mensajes de Galatea, construyendo un personaje creí­ble y coherente;
no brillaba tanto como Afrodita, pero era “de carne y hueso”. Lentamente, aquel foro llamado Areópago asistió a un complicado rito de cortejo, en el que Pigmalión no se lo puso nada, nada fácil, pues como buen areopagita gustaba de la procrastinación. Un dí­a feliz, sin embargo, quedaron para verse en el mundo real. Cuando Pigmalión confirmó la cita enviando un mail privado desde la cuenta de correo que habí­a creado para Galatea, pensó que habí­a llegado demasiado lejos en su neurosis y se arrepintió de su estupidez. Pasó la noche sin dormir y al dí­a siguiente decidió acudir a la cita, aunque fuera para terminar con todo de una vez.

Tal es el oficio de las Parcas que sus redes de redes se tejen y destejen incluso en un mundo regido por leyes fí­sicas, lejos del Olimpo de los dioses. Quiso la Fortuna que en el lugar de la cita estuviera esperando el autobús una chica â€"ni guapa ni fea, pero de carne y hueso- que Pigmalión conocí­a superficialmente. Estaba tan nervioso por aquella “casualidad”, por la sensación de recrear el mito urbano que narra que “conoces por Internet a alguien, y luego resulta que ya lo conocí­as de antes”, que olvidó por un momento que era él mismo el que habí­a escrito los mensajes de Galatea. Así­ que se envalentonó y se dirigió a ella sin ocultar sus intenciones, resultando, sorprendentemente, victorioso en sus esfuerzos. Cuando recordó que todo era un estúpido juego dictado por la soledad y por su anhelo de una tal Afrodita era demasiado tarde para volver atrás, pues él y su Galatea habí­an ya copulado felices y comido perdices.


Que no sean muchas tus palabras, porque los sueños vienen de la multitud de ocupaciones y las palabras necias, de hablar demasiado.

Dionisio Aerofagita

Más abono mitológico con una paranoia de las mí­as...

LOS GIGANTES Y LOS DIOSES
Lenguaje e invención son enemigos fraternales
Y de su lucha nace la literatura

Julio Cortázar

Al principio de todo, en las caóticas raí­ces de un mundo increado viví­an los gigantes, aleteando impacientes en una sopa de picadillo celestial y huevo cósmico. Gigantes o titanes, asuras o dragones;
sierpe única o legión demoní­aca, nada de esto importa porque al principio de todo no existí­an las formas ni las palabras ni las definiciones. Antes de que estas palabras cobraran sentido, los gigantes eran ya enormes, desmesurados, primordiales;
siempre excesivos, provistos y cubiertos de miles de millones de brazos, ojos y cabezas. Esencia comunal de puro deseo, de pura fuerza ilimitada carente de dirección o sentido, infinita potencialidad de todas las cosas que pudieron ser y finalmente no fueron. Eternamente hambrientos, devoraban sin cesar a sus hijos, impidiendo que las cosas fueran, sin dejar espacio para nada más que la nada. Carentes de toda inteligencia, de toda razón, pura vida por formarse, eran el punto donde el amor infinito se une al odio ilimitado y no hay ninguna diferencia.

Pero un dí­a antes del dí­a, uno de los hijos consiguió escaparse del banquete pantagruélico al que estaba invitado en calidad de plato. 
Vinieron entonces los dioses, contrapunto perfecto para los gigantes: civilizadores, racionales, legisladores, moralistas, ingeniosos, constructores de mundos, armados con palabras y discursos, con arados y espadas. Los dioses hubieron de cometer parricidio y matar a los gigantes para que el mundo fuera y lo informe dejara de devorar a las formas por nacer. Construyeron el mundo sobre sus huesos mutilados: sobre el cadáver de Ymir, sobre el cuerpo de Tiamat, sobre la noche oscura de Apep. Cada vez que un héroe burla a un gigante, cada vez que un caballero mata un dragón, siempre que la inteligencia vence sobre la fuerza y el deseo, cuando el orden triunfa sobre el caos y el lenguaje sobre la imaginación, la cosmogoní­a vuelve a repetirse de manera incesante. En realidad, sucede que la batalla no ha terminado aún;
ocurre que el mundo, que nuestra vida, que nuestra mente, que todo lo que hacemos es una eterna guerra inconclusa entre los dioses y los gigantes.

-Habla Orfeo: Como los gigantes eran los malos de la pelí­cula, ya nadie se acuerda de ellos. Y sin embargo, el mundo no podrí­a ser sin los gigantes;
estamos hechos de los pedazos de su cuerpo. Y sin embargo, no puede haber un héroe sin su gigante, no hay caballero sin dragón. Sin los gigantes, los dioses no serí­an nada, vano humo que se desvanece en la nada. Supongo que cuando los gigantes mueran del todo, nosotros moriremos también.

-Habla Gárgoris: Como los gigantes eran los malos de la pelí­cula, ya nadie se acuerda de los dioses. Todos los poetas, todos los artistas, todos los grandes ideólogos y profetas rebuscan en el estiércol de los gigantes para derrumbar nuestras casas agrietadas. Pero luego tiene que venir un anónimo y paciente albañil gris y olvidado a reconstruirla con la inteligencia y las manos, para que verdaderamente surja algo nuevo del estiércol. El dí­a en que nos falten los dioses, sucumbiremos al vací­o.
Que no sean muchas tus palabras, porque los sueños vienen de la multitud de ocupaciones y las palabras necias, de hablar demasiado.

Dionisio Aerofagita

Excusa inicial:

Yo es que soy prosista y con pronóstico reservado. Mi sensibilidad para la poesí­a (para escribirla) es más o menos nula; y sin embargo, mi otra afición por la música (y encima tocándome el papel de cantante) me obliga a perpetrar alguna canción de vez en cuando y eso tiene que ir en versos más o menos ordenados que si riman, mejor. La letra suele estar bastante condicionada porque casi siempre sale cuando todo lo demás (incluyendo la melodí­a de la voz) está hecho y uno descubre que tiene que decir algo. Como lo último que he hecho es estiércol mitológico no tengo más remedio que incluirlo en este hilo aunque no me convenza, para ser coherente con mi declaración de que uno tiene derecho de escribir cosas y comunicarlas, aunque fueran malas. Léase como canción, pues.

TíNTALO

Al alcance de tu mano
hay un sueño por vivir
que responde a tus anhelos,
preparado para tí­...
y por mucho que lo intentas
no lo puedes conseguir.

Al alcance de tu mano
duerme la felicidad;
casi rozas sus mejillas,
casi aspiras su azahar...
y por mucho que la quieras
no la sabes abrazar.

(Tántalo no sacia
su hambre ni su sed:
eternamente quiere sin poder)

Al alcance de tu mano
las delicias del amor
y un tesoro de diamantes
flotan a tu alrededor...
y por mucho que te esfuerzas
nunca encuentras el timón.
(y por mucho que lo intentas
no lo puedes conseguir,
y por mucho que la quieras
no la sabes abrazar).
Que no sean muchas tus palabras, porque los sueños vienen de la multitud de ocupaciones y las palabras necias, de hablar demasiado.

California


Coño, Dionisio, mola el Tántalo éste. Yo he compuesto este otro poemilla, pero sin rimar, que no tengo ni puta idea de rimar, ni ganas...



Tántalo el impí­o




Propicio inútilmente un trueque del destino. Sumergido
hasta las rodillas contemplo el agua y su circular ribera.
Mórbidos manzanos, fraudulentos nogales,
terneros y patos me rodean y me eluden. El agua
escapa como humo por mi boca, la carne y la fruta
se corrompen en mis manos cenicientas: mi estipendio
(como el oro del í­nclito midas) son los gusanos.
Otro sueño me habla de otro tántalo que igual burla
padece, aunque el tormento difiere extrañamente.
Amarrado,
tendido como una lagartija, no me es dado
ver el cielo, ni los picos de los buitres.
Laboriosamente, divago entre los dí­as,
las noches son espejos de mi negra suerte, más negra
es aún la sombra de mi castigo.
Sobre mí­ se extiende la soberbia piedra, inmensa,
como un cielo que carcomen las estrellas,
como el inmenso mar hacia el ocaso.
Solo espero que de una vez caiga para siempre.
Que el cuerno y la amapola (atributos del sueño)
me concedan ese milagro: quede yo
sepultado y olvidado.

Scardanelli

Cita de: Dionisio en Noviembre 09, 2006, 03:20:56 PM
TíNTALO

Al alcance de tu mano
hay un sueño por vivir
que responde a tus anhelos,
preparado para tí­...
y por mucho que lo intentas
no lo puedes conseguir.

Al alcance de tu mano
duerme la felicidad;
casi rozas sus mejillas,
casi aspiras su azahar...
y por mucho que la quieras
no la sabes abrazar.

(Tántalo no sacia
su hambre ni su sed:
eternamente quiere sin poder)

Al alcance de tu mano
las delicias del amor
y un tesoro de diamantes
flotan a tu alrededor...
y por mucho que te esfuerzas
nunca encuentras el timón.
(y por mucho que lo intentas
no lo puedes conseguir,
y por mucho que la quieras
no la sabes abrazar).


Las rimas agudas del tipo "camión" con "trepanación" acostumbran a comportarse como las huevas que las pulgas del Amazonas ponen en los pies, métricos en este caso, de algún De la Cuadra-Salcedo de la poesí­a.

Un saludo, más humano que el de Olafo, pero menos sentimental que el de Gonzo.
Como dize Aristótiles, cosa es verdadera,
el mundo por dos cosas trabaja: la primera,
por aver mantenení§ia; la otra cosa era
por aver juntamiento con fenbra plazentera.

Dionisio Aerofagita


Las rimas agudas del tipo "camión" con "trepanación" acostumbran a comportarse como las huevas que las pulgas del Amazonas ponen en los pies, métricos en este caso, de algún De la Cuadra-Salcedo de la poesí­a.
Un saludo, más humano que el de Olafo, pero menos sentimental que el de Gonzo.
[/quote]

Dame más pistas, hombre...
A mí­ no me suena del todo bien y las rimas me parecen algo cutres, pero no sé por qué. En cualquier caso, cantada suena un poco mejor. Eso sí­, la melodí­a en cuestión parece exigirme en este caso rimas agudas, contra las que, por cierto, no tengo nada.

¿En qué consiste el tipo "camión" con "trepanación"
que yo soy más bien muñón...
y no doy con la canción?
Que no sean muchas tus palabras, porque los sueños vienen de la multitud de ocupaciones y las palabras necias, de hablar demasiado.

Scardanelli

Sólo era un aviso para navegantes del mar de la rima: armonizar palabras que terminan con acento fuerte es asunto de artes mayores, reservado a los maestros. Si no se domina la técnica existe el riesgo de sonar ridí­culo o pobre.

Por ejemplo, las rimas de la primera estrofa, "vivir", "ti", "conseguir", son vulgares y el efecto musical resulta un poco campanudo. Yo buscarí­a enriquecer esos finales con palabras que, sin dejar de ser precisas, sorprendan al oyente. También podrí­as sustituir el sencillo esquema "- a - a - a" por "a b b a c c" o algo así­.

Pero vamos, que tampoco quiero meterme en el rimar ajeno, que bastante tengo ya con el mí­o.

Como dize Aristótiles, cosa es verdadera,
el mundo por dos cosas trabaja: la primera,
por aver mantenení§ia; la otra cosa era
por aver juntamiento con fenbra plazentera.

Dionisio Aerofagita

Citar
Sólo era un aviso para navegantes del mar de la rima: armonizar palabras que terminan con acento fuerte es asunto de artes mayores, reservado a los maestros. Si no se domina la técnica existe el riesgo de sonar ridí­culo o pobre.

Por ejemplo, las rimas de la primera estrofa, "vivir", "ti", "conseguir", son vulgares y el efecto musical resulta un poco campanudo. Yo buscarí­a enriquecer esos finales con palabras que, sin dejar de ser precisas, sorprendan al oyente. También podrí­as sustituir el sencillo esquema "- a - a - a" por "a b b a c c" o algo así­.

Te preguntaba porque no creo que el problema de "vivir", "tí­" y "conseguir" sea el hecho de que sean agudas, pero no sabrí­a describirlo; lo que me dices de la sorpresa sí­ que me da una pista: seguramente es que son demasiado predecibles, las que salen a la primera sin esfuerzo, y por tanto las palabras suenan a tópicos; por más que se valore la espontaneidad en las artes yo creo que la rima tiene entre sus misiones obligarnos a deformar lo primero que se nos ocurre. Creo que puede pasar lo mismo con rimas llanas. Hombre, reducir las rimas agudas a los maestros es limitar aún más las posibilidades de los muñones.

El sencillo esquema, cambiando la rima en cada estrofa y con un estribillo-puente-extraño, no es otro que el del romance, claro.
Que no sean muchas tus palabras, porque los sueños vienen de la multitud de ocupaciones y las palabras necias, de hablar demasiado.

Scardanelli

El problema de la rima aguda, en mi opinión, es la dificultad que presenta el castellano a la hora de armonizar sonidos tan resonantes. Una mala rima llana no tiene tantas probabilidades de hundir una composición.

Yo no creo en la espontaneidad sin disciplina ni técnica, ni en la disciplina y técnica sin espontaneidad.

El cambio de la forma romance por la que te propuse, "a b b a c c", en la que las rimas agudas serí­an las representadas por la letra "a", no tení­a otro propósito que el de conservar la estrofa de seis versos pero intentando al mismo tiempo separar lo más posible el efecto sonoro del acento final, mitigando un poco la matraca.

En cualquier caso, no me hagas mucho í­dem.

Que la Musa te acompañe.
Como dize Aristótiles, cosa es verdadera,
el mundo por dos cosas trabaja: la primera,
por aver mantenení§ia; la otra cosa era
por aver juntamiento con fenbra plazentera.

Dionisio Aerofagita

ENKI NOS HIZO PARA SER ESQUIROLES

¿Conocéis la historia? No es un mito, digo, sino un documental: una historia verí­dica. Sucedió, eso sí­, hace mucho, mucho tiempo, antes de que se inventaran los relojes y también en un reino lejano donde no llega la frí­a mirada de los satélites. Fue recogido, empero, en algún lugar de la antigua Babilonia, en el año 1625 antes de Cristo y grabado por manos temblorosas, en el formato analógico de las tablillas de arcilla.

Aunque los dioses son inmortales y poderosos, no son ajenos a la necesidad. Aunque el ayuno no los haga desfallecer ni ponga enjutas sus frí­as carnes de piedra, ni los ponga pálidos y ojerosos, un ansia insoportable los consume. Anhelan el oro labrado y el lapislázuli, la esmeralda y el zafiro engarzados en feéricas coronas; desean con preternatural fuerza aspirar los más asfixiantes y exóticos perfumes, embriagarse de néctares divinos, ataviarse de ropa de marca, admirar el ébano tallado, pasar las horas muertas viendo la tele por cable o sacando el brillo de sus Ferrari. La furia de un consumismo de astrológicas proporciones los intoxica. Lo peor es el hambre; devoran con í­gnea fruición todo cuanto se les sacrifica: cerdos, cabras, pollos o terneros, comida china, tiramisú o carpaccio, rebaños enteros de carne grasienta y quemada. Para ellos no es cuestión de supervivencia, sino de cultura gastronómica.

Cuentan que hay clases incluso entre los trascendentes dioses. En aquel tiempo, los capitalistas se llaman Annunnaki, y los proletarios Igigi. Así­ que los Igigi trabajan sin descanso para que los Annunnaki puedan procurarse los lujos y placeres propios de su divina categorí­a. Pero hete aquí­ que después de una eternidad de sufridos trabajos, los Igigi toman conciencia de clase, destrozan sus herramientas, presos de la ira divina y deciden dejar de trabajar por indefinidos eones. Se inventa, pues, la huelga, y los dioses conocen, por primera vez, el Hambre.

Ante tamaño conflicto, se reúne la Asamblea de los dioses, un concilio de etéreas sombras de piedra debilitadas por el ansia, pero nada se resuelve. Sale entonces a la palestra el pequeño Enki, el listillo de los dioses y propone una solución universal: “Que lo haga otro”. Y el consejo de los númenes sonrí­e con murmullos de aprobación. Deciden fabricar a los hombres, y hacerlos de arcilla, porque es sustancia maleable y manejable, que pueden moldear a su antojo y es sustancia perecedera (nos cuentan las arcaicas tablillas de arcilla resistentes a los siglos), y por eso “morir” significa en aquella lengua “volver a la arcilla”.

Y desde entonces los hombres trabajamos para los dioses, producimos y producimos sin descanso, y los dioses se quedan con la parte gorda de los sacrificios y con los mejores y más grasientos terneros. Pero también desde entonces, los tristes mortales, fabricados con maleable arcilla a imagen y semejanza de los dioses, intentamos estirar el cuello y fingimos ser dioses mientras permanecemos subidos a las espaldas del vecino.
Que no sean muchas tus palabras, porque los sueños vienen de la multitud de ocupaciones y las palabras necias, de hablar demasiado.