Hilo para escritos extremadamente otoñales

Iniciado por Lapi_0, Octubre 18, 2006, 10:11:56 AM

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Bilán

#150
Todavia es otoño, creo:

La huella en la arena del Tiempo que huye
no habla sino de horas
en las que hombres se quiebran      
solos y multiples.



Y no, no es de Javier Marias,  os veo venir.

Dionisio Aerofagita

Cita de: Cas en Diciembre 17, 2008, 04:21:34 PM
Todavia es otoño, creo:

La huella en la arena del Tiempo que huye
no habla sino de horas
en las que hombres se quiebran      
solos y multiples.



Y no, no es de Javier Marias,  os veo venir.

¿Es tuya, acaso? A mí­ me gusta mucho.
Que no sean muchas tus palabras, porque los sueños vienen de la multitud de ocupaciones y las palabras necias, de hablar demasiado.

Bilán

Gracias Dioni. A mi me gustan tus escritos de lagartacos.

Casio

sigo:


de diario:


Sin tregua completo la herida con cuchillo hueco
Material decepcionado, sin espanto ni gusto
El placer ya no se escribe como el ansia que vuelve mil veces:
Llega nada, llega y se marcha habiendo labrado
tu ser,  tambien vacio.


SrCualquiera

#154
Antonio, el vigilante, está apurando ya el último cigarro, hemos charlado un poco, como siempre que coincidimos. Es un tipo de unos cincuenta, canoso y regordete, con una ceja más blanca y poblada que la otra. Empieza a sentir los achaches de la edad y un futuro incierto sobre la solidez de su esqueleto. Le gusta la lectura, es triste pero inteligente, tiene arrebatos de queja que suele carcajear con enmiendas de altura. Llorar riendo es la mueca sublime del fracaso.
Rosa, mi compañera, aún lee en su despacho. Es un libro japonés, de esos autores que andan ahora tan de moda y por los que aún no he sentido curiosidad. Siempre escudriño los tí­tulos de los libros, en el metro, en los trenes, alguna vez quise ser bibliotecario sólo para saber qué tipo de libros lee la gente, qué clase de compañí­a se llevan a su soledad. No he visto el tí­tulo de Rosa porque aún estamos gobernados por ese pudor inocente que hace la divisoria de los tí­midos. Cambiamos cuatro tópicos, nos incomodamos mutuamente y nos damos esquinazo desde una amabilidad sincera y silenciosa.

Kamal estaba tirado hace un rato en un banco de la entrada, boca abajo, fijando la mirada entre no sé qué ausencia o abandono. Lo pienso desde hace un tiempo, este chico tiene ademanes de muerte. Encubre con palabras, pero tiene una mirada sombrí­a que asusta hasta el enigma, hasta el negro precipicio de los ojos. Le digo que se vaya a la cama y contesta entre dientes, sin girar la cabeza, como diciendo de antemano que nada importa. No le atribuyo desprecio y lo dejo hasta que se canse y se marche a la cama.
Hamza me ha convocado en secreto en mi despacho. No es su estilo pedir dinero y por eso me habí­a sorprendido un poco. Me dice entre vergonzoso y suplicante que ha estado todo el dí­a en Valencia y no ha comido nada. No le doy la charla y bajo a traerle unas magdalenas, pero le digo que las coma con discreción y se acueste pronto para que el sueño se coma lo que queda de hambre.

Ya casi todos están en las habitaciones, pero Jawad acaba de salir del baño de abajo dejando un maravilloso rastro de marihuana que lo persigue sin darse cuenta. Lo miro interrogante; me dice buenas noches, con una sonrisa simpática, torcida y delatora que miente su inocencia. Le hago un guiño de censura que se queda en una advertencia callada. Se alivia cómplice en la risa, mientras salta de dos en dos las escaleras: buenas noches, Jose. Subo detrás de él para comprobar que todo está tranquilo por arriba. El largo pasillo engulle de oscuridad las últimas habitaciones, hablo con Rosa para asegurarme de que todos los chicos están en el centro. Buenas noches señora, usted y yo nos incomunicamos muy amenamente. Rompan filas, y otra vez mi soledad insomne.

SrCualquiera

#155
La calle estrecha sus márgenes y se va haciendo opaca su premura. Primero el paso cercano, el breve nudo desasido sin estorbo ni injerencia; la avenida grácil, los mil trayectos cruzados, la dirección vagabunda e inconcreta. Luego lo grande se va engullendo a lo singular y lo pequeño. Ya somos miembros de una tribu que ha sacado a pastar su urbanismo y su impaciencia. Somos partí­culas diminutas en un trayecto de intercambios autónomos, ignorados, eficientes. Cada cual saca su poco a la calle, y entre todos hacemos un mucho. La calle, la plaza, es entregada a la masa para aliviar su propia hambre de significado, pero se consuma en la costumbre de su indiferencia.

Mareas, corrientes, una gran lengua anónima, ambulante y pasajera atraviesa la ciudad como si quisiera lamerla, saborearla. Somos marea y nos dejamos llevar por ella. Él con paso lento y breve, yo dándole la mano para que no se me pierda. Él busca los globos, los disfraces de osos, va pateando las alcantarillas, en ese juego que yo le enseñé de que habí­a que ir pisándolas todas. Yo miro el rostro múltiple, concreto y ajeno de la multitud mientras voy vigilando sus pasos. Hay en los ojos de la gente una señal de sus vidas que me gusta escudriñar. Andamos juntos y miramos cosas distintas.

Mira, papá, el indio que te dije. Y ya no tiene a mis ojos el velo protector de su inocencia. Sólo queda un hombre hosco, robusto y fingido que adorna su impostura con un ajado penacho y un ademán de músico alquitranado y estridente. El simulacro acaba de distinguirse en la confusión de ojos que todos formamos sin darnos cuenta. Le regalamos nuestra curiosidad y él nos devuelve nuestra farsa. No quiere mi admiración, sino esta escasa moneda. El artista, aquí­, es el disfraz del mendigo. Cuánto de mendigo tiene el artista sin arte, sin embriaguez. Cuánta indigencia en el exhibicionismo. Hay mendigos ricos y mendigos pobres, pero ninguno ha aprendido aún a vivir de sí­ mismo. La reunión que ruega el mendigo es promesa de algo y alarde de nada. Nace de nuestro merodeo y malvive de nuestra inanición.

Me voy cansando de los peros, de mi propia reprobación, este pesado fardo de dignidad que a veces me harta de mí­ mismo. Este hombre trata de llevarse algo a la boca.

Y así­ seguimos nadando entre la gente: los puestos de churros, con su olor a viaje acre y aceite corrompido. La farándula de traca y ataví­o, de bengala y perifollo. Los pasos de mercadillo, su algarada de ofrenda artesanal y colorida; los puestos de contrabando, el ojo blanco, alerta y provisorio entrenado en distinguir al vigí­a del cliente, el artí­culo de huida y manta a la cabeza. Microbios del ocio y la marginalidad, parásitos de esa generosidad descompuesta que nos queda. Y todo ello mezclado, digerido y regurgitado por el estómago opí­paro y monstruoso de la ciudad, su intrincada corpulencia de bilis y laberinto, su agitado nerviosismo de mercurio sin conclusión.

Me acerco al runrún tropical y ascendente de unos tambores que retumban cerca. Un corro sin fisuras nos separa de la unción del espectáculo. Joel accede a golpe de hombro y empieza a hablar por los codos, y no lo entiendo. Es el mimo, me dice. El mimo es un hombre cubierto de brotes pajizos que deambula entre la gente al son de los tambores, bailando y haciendo risas mientras ofrece su cuenco menesteroso. La mirada de un niño nos devuelve al hambre indistinto y primordial del idioma, el tentáculo simbólico que aún sin entenderlo pretende abarcar el mundo. Es un mimo, sí­, le digo.

El ruido se adormece y el público se disuelve en estampida. Les lleva la corriente y nosotros nos metemos a hurtadillas en el meollo. Inhóspitos, agrestes, terrosos. Cinco hombres y dos mujeres forman su propia isla e interrumpen el paso a golpe de bombos, timbales, darbukas y cascabeles.

Comienza otra vez la función, improvisada, sonriente, portátil a las pupilas de los que pasan. Su música está hecha de entendimientos sobre la marcha, de cabalgamientos, miradas cómplices que van concertando sus manos, su impacto, su ritmo, para ir desapareciendo en otra cosa. Buscan una atmósfera de trueno, alma y encuentro que los consagre y nos reúna a nosotros con ellos. El cielo va asomando su oscuridad y el estruendo de los bombos va sumiendo la ciudad en un silencio de voces. Dos o tres adolescentes comienzan a imitar el ritmo de una mujer negra, gorda, de movimientos voluptuosos que va aferrándose a un compás creciente.

El reguero de pólvora, el petardeo inopinado, las figuras de cartón piedra, las peinetas endomingadas son triste remedo, amansado y decrépito, de este incendio de vida ancestral y apoteósica. Órgano vivo, ví­scera extasiada que nos devuelve nuestro espí­ritu y nos sitúa de pronto en el corazón de la ciudad. Nunca me ha gustado bailar, y nunca he movido un pie en la discoteca, pero ahora quiero saltar, retorcerme, abandonarme, dar cabezazos al sol, convulsionarme como el que pide sus cosechas al asfalto. Quiero bailar, y siento que sé bailar, que he aprendido ya la batida de sus salmos. Y todo lo que hay en mí­ de escéptico, analí­tico y detenido se vuelve alegrí­a en disolución, torrentera de sangre en movimiento.

Una chica blanca, joven, vestida de calle, se arroja repentinamente al interior del cí­rculo y comienza a bailar y a agitarse, arrancándome como por sorpresa de mis ganas, cumpliendo cada designio, cada acorde tumultuoso del delirio. Y va creciendo a sus pies el tam tam mientras se encienden los aplausos. Y ella baila desde una locura armónica, cierta y salvaje que la va hundiendo como sin querer en los ojos vidriosos de la gente. La tormenta y el frenesí­ detonados en un arrobo de lujuria próspera, espontánea y maravillosa. Se detiene el tiempo falible de la urbe y es convertido en un momento de eternidad satisfecha. La cerca de timidez, la costra de civilización y cobardí­a que aún me separa de mí­ pronuncia en ella el arrebato que me exonera, me fulmina y me une a la catarsis.

Yo no soy yo, mi hijo no lo sabe, y nadie mira mis lágrimas.