Museo Nacional Areopagita

Iniciado por Bambi, Diciembre 13, 2006, 06:33:43 PM

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Bambi




Elmiozib. Mate sobre camélida


Merrick. Rojo sobre cuadernillo Santillana


Casio. Ladrillo sobre frontispicio del Ministerio de la Revolución


Lapi0. Espectoración sobre tela de araña


Gaz Saliva sobre Private


Imparsifal. Baba sobre Grasilla de fritanga


Danuto. Hostias sobre cachirulo.


ílvaro. Lefa sobre piel humana


Ictineo. Uranio sobre acero


Oddball. Balas sobre Broadway


Mister Monster. Elucubraciones sobre Paranoia.


Yuyu. Pus sobre uretra curtida


Carlo. Orines sobre pared


Ariete. Nicotina sobre parsimonia.





Myeu. Ní­scalo sobre mantel de maricón


Angelcaido. Lágrimas sobre arena


Wolfe. Ballantinescola sobre camisa de Maximo Dutti


Johnnie. Hacha sobre Cuerno Vikingo


Rufo. Lefa sobre la mujer de otro


Sí­. Brillos sobre papel fotográfico


Don Pésimo. Autorretrato


ílvaro. Sangre sobre heces


Patillotes. Roña de uña sobre Mortadela


Johnny. Caspa sobre pizarra


Gonzo. Microfilm en el interior de una gamba rebozada


Lacenaire. Gotas de pis sobre calzón.




Don Pésimo

#1
Aprovecho la existencia de este Museo Nacional Areopagita, multidisciplinar por Necesidad, para inaugurar una nueva sala, la de Clásicos de la Literatura Areopagita.

Rescato de la Hemeroteca, donde andan desperdigadas sin orden ni concierto, las Terapias de anantic.

Terapia I

- Ahora quiero que me diga dónde duele.

Estas palabras me las dijo suavemente el doctor Adrián Egea en algún momento de nuestra primera sesión. Ése fue el punto clave de la consulta, el instante en el que supe que estaba en manos de un verdadero profesional. Fue entonces cuando comprendí­ que iba a seguir viéndolo. Y fue entonces cuando empecé a llorar como si no hubiera manera de parar.

Sólo recuerdo un momento similar: la entrevista de Spot, el único cliente que me he reservado para uso personal. Le puse el apodo de Spot porque cuando le vi vestido, me pareció un tí­o "de anuncio" y, cuando le vi desnudo, por las marcas de nacimiento que le salpican todo el cuerpo. Él nunca habí­a ido donde una dominatriz y el momento de su epifaní­a sobrevino con mi primera pregunta:

- ¿Hace cuánto supo que era un esclavo?

Se quedó mirándome maravillado y las lágrimas se agolparon en sus ojos. Ninguna persona lo habí­a identificado antes y tuve que esperar un rato mientras lloraba con gratitud e incredulidad.

Habí­a escuchado que Adrián era especial, extraordinario. Me lo dijo mi amiga Babs, y ella tení­a por qué saberlo. Habí­a consultado por lo menos cuarenta psiquiatras entre Madrid y Barcelona y él era el único que recomendarí­a. Sólo pudo verlo una vez, sin embargo, porque la pareja de Adrián trabajaba en la misma empresa que ella. Hacer esa primera llamada a su consulta resultó excitante. Admitir finalmente que algo andaba drásticamente mal. Llamé un lunes, un dí­a lento para mí­.

- Hola, mi nombre es Ana; Bárbara Peña me dio su nombre. No he estado nunca en terapia con nadie, pero me gustarí­a una cita lo más pronto posible. Desde hace algún tiempo no me siento nada a gusto con mi afición.

No mencioné qué tipo de afición era. Dejé mi número y las horas que era más fácil encontrarme. Resulta que estaba de viaje, de modo que cuando varios dí­as después sonó el teléfono, casi me habí­a olvidado de él.

- ¿Sí­?

- Hola, soy el doctor Egea y estoy devolviéndole la llamada.

- Ah, sí­. ¿Qué tal?

- Siento mucho haber tardado tanto en llamarla, pero regresé de Nueva York esta misma tarde. ¿Tiene usted unos minutos para aclarar unos detalles?

Tení­a una hora libre antes de mi siguiente sesión.

-Si, está bien.

-En el mensaje decí­a que ya no se sentí­a a gusto con su afición. ¿Podrí­a hablarme un poco más de esto, para poder hacerme una idea?

-Sí­, claro- dije. Pero vacilé; dudosa de las palabras que querí­a emplear. - Soy dominatriz. ¿Sabe qué significa eso?

-Creo que tengo cierta idea- dijo -Pero serí­a mejor que me lo explicara con sus propias palabras.

-Bueno, en términos generales- dije -me pagan, usualmente se trata de hombres, para que los domine y los discipline.

-Ya veo- una pausa durante la cual me pareció escuchar que escribí­a -¿Y desde hace cuánto tiempo está usted en este campo?

-Creo que unos dos años.

-¿Y cuándo ocurrió, por así­ decirlo, el giro negativo?

-Es dí­ficil decirlo con precisión. Yo dirí­a que en el transcurso de los últimos dos o tres meses.

-¿Ha cambiado algo en la naturaleza de su afición, o sólo su disposición hacia ella?

-Soy yo. Todo lo demás sigue igual que siempre.

-Supongo que usted misma decide su horario.

-Correcto.

-¿Le serí­a posible venir a mi consulta mañana a las siete de la tarde?

Ojeé la agenda:

-Por el momento estoy libre.

-Hay una tarifa de doscientos euros para la primera consulta y evaluación. ¿Puede permití­rselo?

-Sí­, sí­ puedo- sentí­ un asomo de vanidad al recordar que mi tarifa por hora era más alta que la de un médico.

-Bien. Entonces espero verla mañana.

Hasta mañana.
Me cago en el Sistema Solar

Don Pésimo

Terapia II

Cuando quedo con un primerizo es común que no se presente. Me preguntaba si sucedí­a lo mismo con los psiquiatras porque, hasta el último minuto, no sabí­a si acabarí­a yendo. Incluso cuando me hallaba fuera de su consulta, junto a la placa de la fachada en la que se leí­a su nombre, pensé  simplemente en darme la vuelta y volver a casa. Serí­an muchas las veces en el futuro en que desearí­a que ojala hubiera sido así­.
Tras aguardar unos minutos en la sala de espera, hizo su aparición en el umbral de su consulta. No habí­a nada fí­sicamente atrayente en su persona. Era un hombre menudo y de rostro tan adusto como el de Abraham Lincoln, cabello fino con entradas acusadas, bigote obscuro y barba.
Bien, pensé. Estaba claro que todo lo que habí­a oí­do sobre transferencias tortuosas no iba a afectarme. No podí­a estar más lejos de mis preferencias personales; los hombres que me atraen tienen pinta de imponentes, y siento una aversión especí­fica a los bigotes y a las barbas.

Me hizo pasar adentro y me señaló una silla. La suya estaba directamente enfrente, a un metro escaso de distancia. Me senté expectante esperando sus palabras, pero no dijo nada, sólo me miraba. Me miraba seguramente  del mismo modo en que un médico de la Cruz Roja examina a una mujer famélica. Su mirada era directa e inquebrantable, llena de afligida empatí­a.
-Hola -dije.
La palabra misma resultó un desafí­o; ya me sentí­a desasosegada. Su cabeza se inclinó muy, muy levemente hacia un lado. Y su silenciosa interrogación pareció intensificarse una pizca.
-Mire, yo no sé cómo se supone que funciona esto -dije-. ¿Me puede ayudar?
-Me gustarí­a que hablara durante un rato -respondió en voz baja.
-¿Sólo hablar? ¿Sobre qué?
-Sobre cualquier cosa que considere importante. -Hablaba en un tono tan bajo que apenas podí­a oí­rle-. Y sobre la razón por la que está aquí­.
Tomé aire.
-De acuerdo. Le dije por teléfono que soy una dominatriz, lo cual parece estar amargándome últimamente. Ya no me gusta lo que hago, pero serí­a casi impensable dejarlo. He invertido demasiado, hay demasiadas personas que me necesitan, el dinero es demasiado bueno, y yo soy demasiado buena. Me he acostumbrado mal.
-Entonces, ¿qué es lo que la trae por aquí­? -preguntó.
-Se lo acabo de decir. Lo que le acabo de contar.
-Pero, ¿por qué hoy? -insistió-. ¿En lugar de la semana pasada o la próxima?
-No lo sé. ¿Qué importa eso? Aquí­ estoy.
De nuevo adoptó su mirada apesadumbrada. Me enfurecí­a. A ver ¿cuál era la puta tragedia?
Intenté continuar, y mirar más allá de él, a través de la ventana que tení­a detrás.
-Ha empezado a entrometerse en mi vida real. Me estoy convirtiendo en una cabrona a tiempo completo.
Silencio.
-He empezado a creerme mi propio rollo, ¿sabe? Que soy una diosa, que soy una persona con el derecho a ser venerada y que las cosas tienen que salir siempre como yo quiero. Es difí­cil arrancarse el rol después de tantos encuentros.
Silencio. Pesadumbre.
-Cada encuentro se convierte en una lucha interna. -Y entonces, como si quisiera probar mi razonamiento-: ¿Va a decir algo? Quiero decir, ¿a qué espera?
-Estoy esperando saber por qué está usted aquí­ -respondió.
-Ya se lo he dicho. ¡Se lo he estado diciendo durante todo este tiempo! ¿Qué coño quiere de mí­?
-Quiero que me diga -insistió, y su voz parecí­a incluso más suave- dónde le duele.
Me cogió totalmente por sorpresa. Mi boca se abrió pero, por primera vez, no salió ninguna palabra. En lugar de eso, mis ojos se llenaron de lágrimas que empezaron a caerme mientras yo lo miraba incrédula. Pensé entonces que sabí­a cómo debe de sentirse un árbol cuando, de repente, se le apoya una sierra en el tronco. Pasadas las capas de corteza y de madera hacia un lugar más profundo donde algo desconocido empieza a manar.
Mis lágrimas cesaron unos minutos más tarde, tan abruptamente como habí­an comenzado. Pero las cosas habí­an cambiado. Habí­a sido humillada y no estaba segura de poder perdonarle.
-¿Desea hacerme alguna pregunta?
Era un ofrecimiento que no volverí­a a escuchar. No sabí­a mucho de procedimientos terapéuticos, pero hasta ahí­ llegaba, por lo que acepté.
-Sí­ -respondí­-, muchas preguntas inadecuadas.
-Aquí­ -me dijo-, no hay nada que pueda calificarse de pregunta inadecuada. Puede que no responda a todas sus preguntas, pero no dude en preguntarme lo que quiera.
-Bien, -respondí­-. ¿Alguna vez le excitan sus pacientes?
-Ésa es una pregunta general -observó-. Quizás lo que realmente desea saber es si usted me excita.
-Pues sí­ -reconocí­-. Eso también. Desearí­a saber si se excita en general, así­ como si se siente excitado conmigo.
Hubo un momento de silencio. Entonces:
-Ocurre a veces- contestó-. En su caso... preferirí­a no responder a la pregunta.
Bien, pensé. Es bueno. Ha sido la respuesta perfecta. Si hubiera dicho que no se sentí­a atraí­do por mí­, yo me sentirí­a ofendida. Pero si hubiera dicho que sí­ lo estaba, eso también me hubiera molestado.
-Vale, de acuerdo. ¿Y si -continué-, yo entrara aquí­ llevando un vestido transparente que tengo? ¿Qué harí­a usted?
-¿Qué significarí­a para usted? ¿Por qué iba a ponérselo?
-Sólo para joderle -respondí­-. Para ver su reacción.
-Creo que dependerí­a de si pudiera o no aplicar mi terapia en ese contexto -contestó lentamente-. Si me desconcentrara demasiado, si no pudiera ir más allá, suspenderí­a la sesión.
Sentí­ un rayo de esperanza. Al menos no era fácil de amedrentar, sabí­a aguantar una confrontación.
Como si pudiera leer mis pensamientos, continuó:
-Volvamos a algo que comentó anteriormente, a lo de cada encuentro como una lucha de voluntades. Hábleme de eso.
-Cuando me encuentro con alguien por primera vez -le expliqué mirándole fijamente- me cuesta mucho relajarme si no logro establecer un cierto grado control.
-¿Y quién cree que tendrá el control aquí­?
-Bueno, obviamente, si puedo intimidarle y controlarle, no me servirá de nada. Por otro lado, ya que he dicho esto, puedo verle yendo más allá para demostrar que es usted quien tiene el mando. Y si lo hace, estaré demasiado molesta para tan siquiera tratar con usted. Me imagino que si es realmente bueno -aunque quizás sea esperar demasiado- será capaz de cruzar esa frontera.
Me oí­ a mi misma. No habí­a diferencia alguna a cuando estaba con mis clientes. Le estaba pidiendo que fuera mi jefe pero en mis términos. Y de la manera más taimada y manipuladora posible. Presentándolo como un desafí­o: "Si es realmente bueno..."
En vez de caer en mi trampa respondió:
-Hábleme de la lí­nea por la que camina.
Harí­a esto una y otra vez. Dar la vuelta a mis afirmaciones, acomodarlas para que se refirieran a mí­, sin ninguna transición.
Mi lí­nea. Era tan fina como el borde de un cuchillo y siempre debí­a mantenerla afilada y brillante. ¿Podrí­a él jamás llegar a comprender el delicado equilibro por el que debí­a luchar cada vez? ¿Podrí­a yo jamás explicárselo?
-Tengo que dar a mis clientes lo que me piden sin que parezca que me importe de qué se trata- le expliqué-. Debo irme adaptando a la vez que domino. Debo infligir con precisión la cantidad de dolor que cada ser está capacitado para soportar, no más, y tampoco menos. Además, debo infundir horror y miedo, y sin embargo asegurarme de que el resultado neto de la ecuación sea el éxtasis.
-Eso suena a mucho trabajo -comentó-. Y si va a trabajar tan duro, serí­a de esperar que lo hiciera con algo que le satisfaga personalmente.
-Ya, me imagino que ése es mi problema.
-Dí­game, ¿cree que podrá trabajar bien aquí­ conmigo? -preguntó.
-Creo...que le molestaré. Le obsesionaré. Haré que se arrepienta de haberme admitido.
Me estudió por un momento antes de hablar.
-Mi mayor preocupación -repuso- es que parece estar anticipando conmigo una relación antagónica, mientras que este proceso se basa, en gran parte, en una alianza entre ambos. Si cree que podrí­a irle mejor con otra persona, puedo darle algunas referencias excelentes.
¿Pretendí­a abandonarme? ¿Así­ de fácil?
-No -dije-. Quiero seguir con usted.
Me cago en el Sistema Solar

Don Pésimo

Terapia III

Cuando volví­ a casa, Spot estaba esperándome fuera del edificio, tal como le habí­a dicho que hiciera. Pasé rozándolo sin proferir palabra alguna y abrí­ la puerta. Me siguió escaleras arriba hacia mi apartamento. Le di la espalda para que me quitara el abrigo y lo colgara. Entonces se desnudó hasta quedar sólo con una correa de cuero y dobló su ropa apartándola de mi vista. Sólo me dirigí­ a él cuando lo hubo hecho.

-Cigarrillos.Café.

Cogió mi paquete de cigarrillos Marlboro 100´S que reposaba bajo el tremó, sobre la repisa de la chimenea, me puso un cigarrillo en la boca, y me dio fuego mientras yo aspiraba. Luego se retiró a la cocina.
Me encantaba mirarlo caminar desnudo por mi apartamento. Era delgado, de buena musculatura y, secretamente, pensaba que sus marcas de nacimiento eran hermosas. Parecí­a una fiera moteada de la jungla, un salvaje: un animal exótico que yo habí­a domesticado.
  Spot era el único cliente que habí­a encontrado que aceptaba lo que le ofrecí­a, que deseaba verdaderamente servirme y que tení­a el aguante necesario para hacerlo. Yo me desahogaba hasta el cansancio con él, le pegaba hasta que ya no podí­a levantar el brazo. Le pegaba palizas. Le hací­a sangrar. Le dejaba marcas que le duraban semanas. Spot era el mejor de mis premios, y precisamente por ello, no le cobraba. Era mi esclavo, mi único esclavo verdadero.
Esa noche me sentí­a amable. Cuando entró con mi taza de café, casi le doy las gracias.

-¿Quieres tú una? -le pregunté. Era un gesto inhabitual en mí­.
-OH, no, así­ estoy bien, Ama -respondió sorprendido.
  -Pues entonces ven aquí­ -le pedí­.- Mis pies requieren algo de atención.

Los masajes de pies eran el fetichismo especial de Spot. Se arrodilló junto a la duchesse-brise en que estaba sentada y, contento, me quitó los zapatos. Unos segundos después, sus fuertes y calientes manos envolví­an mi cansado pie izquierdo. Siempre empezaba con el pie izquierdo. Cada uno de mis clientes tení­a su modo de actuar particular; yo los conocí­a como imagino que un domador de leones conoce a sus fieras. Pero volviendo al tema, me estaba haciendo sentir muy a gusto. Me recliné hacia atrás y empecé a  abandonarme a la sensación.
Pasados unos minutos me di cuenta -quizás porque cada cierto tiempo elevaba su mirada hacia mí­- que deseaba preguntarme algo. Una de mis reglas con él era que no podí­a hablarme hasta que yo me hubiera dirigido a él. Por esta razón contaba con muchas horas de tranquilidad y silencio. Habí­a veces que vení­a, llevaba a cabo cada una de las instrucciones escritas en una lista, y se marchaba sin que hubiéramos intercambiado una sola palabra. Si alguna vez sintió el mí­nimo resentimiento, nunca lo demostró. Era un buen chico.

-Adelante -le dije.
-¿Mi Ama?
-Adelante. Pregúntame lo que te ronda por la cabeza.
-Perdóneme Ama. Eso no es asunto mí­o. No es de mi incumbencia.
-Desde luego que no lo es. Pero te acabo de decir que me lo preguntes. No me hagas repetir una orden.

Disfruté de su breve ataque de pánico mientras trataba de dilucidar qué era potencialmente más peligroso: una pregunta audaz o la tentativa de eludir una orden. Algunas dominatrices crean estas situaciones deliberadamente, a fin de tener una excusa para castigar al esclavo de turno, indiferentes a lo que éste haga. Eso era algo que yo nunca hací­a. Sólo castigaba a Spot cuando estaba verdaderamente furiosa.

-Me preguntaba de dónde viene -me dijo bajando los ojos. Tratando de no revelar su terror.
-Si te digo que puedes preguntarme algo, quiere decir que me lo puedes preguntar -le dije-. Eso no significa que vaya a responderte.
-Sí­, Ama.
-Me gustarí­a, sin embargo, saber por qué te lo preguntabas.
-Ama, porque parece... -y su voz se perdió.
-Dime -le ordené.
-Parece más relajada, más contenta o algo.

     Pensé en ese momento que él me conocí­a tan bien como yo le conocí­a a él. Quizás incluso mejor.

  -Pues bien, Spot, por alguna extraña razón que no puedo ni siquiera conjeturar, voy a decirte dónde estaba. -Hice una pausa y examiné su cara. Parecí­a imbuida de placer, aunque no osara levantar la mirada-. He ido a ver a un psiquiatra para descubrir por qué sigo teniéndote por aquí­ -le dije. Emitió una débil sonrisa; enseguida centró su atención en mi pie derecho.

Evidentemente, pensó que se trataba de una broma.
Me cago en el Sistema Solar

Don Pésimo

Terapia IV

Sentada en la sala de espera de Adrián vi emerger de su consulta un hombre de mediana edad y rostro sombrí­o. Era el paciente anterior a mí­. La semana pasada lo fue una señora mayor.

       Debe de esperar con ganas mi visita. Seguro que soy más interesante que toda esta gente.
-Explí­queme -me decí­a Adrián unos minutos más tarde- qué obtiene con el sometimiento.
-Hasta 500 euros la hora -le respondí­.
-¿Qué más?
-Regalos caros. Los hombres que pueden pagar mis honorarios tienen mucho dinero. Algunos me llevan de compras para que me vista en la sesión con lo que ellos quieren.
-De acuerdo, ¿y qué más?
-Un apartamento impecable. Concesión total a mis caprichos. Se puede decir que tengo chofer, masajista, cocinero, sirviente y amante a mi entera disposición. Uno o todos ellos. Las veinticuatro horas del dí­a.

Pensé que era posible sentir su odio. ¿Cómo podrí­a no odiar a alguien que acaba de recitar una lista de este tipo?

-¿Algo más? -fue lo único que dijo.
-Pues... Soy buena en ello. Muy buena. Esos tí­os no pueden creer en su suerte cuando dan conmigo.
-Hábleme de eso.
-Debe entender -continué- que lo que hace que estos hombres me busquen es la necesidad, una necesidad que casi nadie comprende. Cuando se necesita algo con tanto desespero, se paga lo que sea -y gustosamente- por cualquier cosa que se asemeje a ello. Nadie espera que sea fantástico. Hace mucho tiempo que dejaron de esperarse nada. La oferta sadomasoquista es patética en la mayorí­a de los casos.
-¿Y usted?
-Yo soy de largo lo mejor que ellos hayan podido encontrar nunca. Soy joven y guapa. Tengo un buen cuerpo. Mi cara es bella y no excesivamente dura.

-Y más allá de eso -continué- tengo una comprensión profunda de sus deseos y de cómo cumplirlos. Soy perceptiva acerca de las sutilezas, intuitiva y con un buen grado de discernimiento. No estoy siempre insultando o gritando. Nunca sobreactúo. Apenas pueden creerlo cuando me conocen. Quedan desconcertados por su suerte. ¿Sabe cómo se siente uno al ser tan bueno en su campo?
Estaba segura de que lo sabí­a.
-¿Algo más? -preguntó.
-Bueno, el poder. Es una sensación increí­ble. Me siento deseada e intocable, como alguien por quien los hombres estarí­an dispuestos a matar o morir.
-¿Y el trabajo en sí­ mismo? ¿Qué sentimientos le suscita?

Consideré  la pregunta por un momento.
-Siento que la mayorí­a de la gente quiere pensar que el sadomasoquismo no tiene que ver con ellos. Que es algo que se encuentra allá lejos, en otra parte, en un bar lleno de chalados vestidos de cuero. Pero a mí­ me parece que el sadomasoquismo está en todas partes; su dinámica está en el interior de todos nosotros e impregna cada cosa que hacemos.

     Silencio

-A veces me parece que la práctica del sadomasoquismo es la cosa más saludable y honesta del mundo. Que las personas que lo hacen, reconocen la verdad sobre sí­ mismas y no le tienen miedo a esa verdad. Crean un espacio seguro y consensual en que ejercitarlo para que no haga estragos en sus vidas reales...Pero otras veces pienso que no podrí­a afrontar otra sesión, que no soportarí­a a otro hombre hecho y derecho lloriqueando, suplicando y chupeteándome los dedos de los pies. Me entran deseos de matarlos, o matarme a mí­ misma.

Bueno, doctor. ¿Qué está sacando en claro?
-Parece que sus conflictos son muy profundos.

OH, vaya. Añadamos su nombre a mi lista de gente que quiero matar.

-¿Eso es todo lo que se le ocurre? Jamás habí­a conocido a alguien con tanta pasión por lo obvio.
La sonrisa no llegó a alcanzar sus labios, pero sus ojos le delataron.
-¿Qué es lo que cree que voy a hacer por usted? -me preguntó.
-Es usted quien tiene la palabra, no yo. ¿Por qué cree que le pago?
-Es usted quien paga - me recordó-. ¿Por qué cree que está pagando?

Quizás deberí­a disminuir mis pérdidas. Simplemente largarme.

-Yo puedo decirle  la razón por la que espero que esté aquí­ -continuó tras un interminable silencio-. Espero que quiera que le ayude a entender sus conflictos para que así­ usted pueda tomar las decisiones más acertadas que le lleven lo más cerca posible a la consecución de su satisfacción.

Contuve un bostezo.

-¿Y para esto fue a la facultad de Medicina? -le pregunté-. Yo misma podrí­a hacerlo. Serí­a mucho más fácil de lo que estoy haciendo ahora: simplemente sentarme ahí­ profiriendo perogrulladas psiquiátricas extraí­das de una breve lista de aceptables frases de psiquiatra.
Habí­a dejado de sonreí­r. Ni siquiera sus ojos lo hací­an. Bueno, no podí­a decir que no le hubiera avisado.
-Está pensando que soy tan puta como le advertí­ que serí­a
-adiviné.
-Estoy pensando -respondió- que se dejó algo cuando explicó por qué se sentí­a atraí­da por su profesión.
-¿De verdad? ¿Y qué es eso?
-Su rabia-repuso.
Rabia. Como si respondiera a su nombre, la sentí­ despertar dentro de mí­, algo salvaje y desgarrador que me habí­a acompañado durante un centenar de escenas de sometimiento. Cuánto deseaba que ésta fuera una de ellas. Me hubiera gustado tener un látigo que restallar, que él estuviera atado y a mi merced. Canalicé toda mi furia corporal hacia él, le odié con todas mis fuerzas, y me respondió con una mirada impasible. Los terapeutas deben estar esperando este tipo de momentos para probar que no se doblegan bajo la ira, como podrí­a hacerlo el lomo de un camello, para demostrar que no se convierten en piedra ante la mirada implacable de Medusa. Era una sensación totalmente nueva dirigir toda mi ira hacia un hombre que ni se arredraba ni se encogí­a, que no tení­a miedo, que no hací­a nada por apaciguarme.

Pobre Spot. Casi sentí­ lástima por él. Alguien iba a tener que pagar por ello.
Me cago en el Sistema Solar

Don Pésimo

Terapia V

Esa misma tarde, un par de horas después, me sentí­a en plena forma. Gozaba de una energí­a demoní­aca para la sesión de Pedro cuyo fetiche eran los tacones de aguja. Me habí­a regalado los zapatos que llevaba puestos, unos zapatos de cuero negro que añadí­an quince centí­metros a mi estatura. Y me encontraba exactamente en el estado de ánimo para darle lo que querí­a, para follarle la boca con los tacones mientras se arrodillaba a mis pies, desnudo, con las manos atadas detrás de la espalda. Coloqué uno de mis pies sobre su cara, apretando los dedos contra el puente de su nariz, y deslicé los quince centí­metros del tacón de aguja dentro de su boca. Adentro y afuera, adentro y afuera, con fuerza, con rapidez, con sevicia. Cerró los ojos, chupando en un estado de trance extático, y, al mirar su rostro arrebatado, me sentí­ segura para el resto de mis dí­as. Nada en el mundo conseguirí­a privarlo de esto. Recorrerí­a cualquier distancia, pagarí­a cualquier precio, para ser forzado a tragar el tacón del zapato de una mujer despiadada.
Antes de empezar la sesión, me habí­a obsequiado con un atuendo que habí­a encargado a mi medida. Un vestido de vinilo de color guinda que destacaba sobre mi piel y que se agarraba a cada curva. Me pregunté qué pretexto podrí­a encontrar para llevarlo la próxima vez que viera a Adrián. Me encantarí­a ver cómo el muy cabrón rompí­a a sudar.

-¿Acaso se supone que debo llamarle Dr. Egea? -le pregunté en mi siguiente sesión. Llevaba unos vaqueros y una camisa de popelí­n. Me habí­a sido imposible encontrar una explicación razonable al hecho de ponerme el vestido de vinilo y, además, ya me habí­a dicho qué es lo que harí­a en el caso de que me vistiera de modo demasiado provocador.
-¿Por qué no hablamos de lo que eso significa para usted?
-Contésteme primero.

La tensión que se respiraba en el aire antes de que él me respondiera que no le gustaba recibir órdenes era notable.

-Puede llamarme como quiera -continuó sin alterarse.
-Bien, porque no me considero su paciente.
-¿Ah no?
-No, soy su cliente, ¿entiende? Le considero como un igual. Después de todo, yo también soy terapeuta de alguna manera.

En el silencio que siguió a esta declaración, mis ojos se toparon con sus zapatos. Eran unos zapatos negros muy normalitos, con la piel algo usada. Desgastados por la zona de los dedos. Lo que necesitaban era una buena brillada, con saliva.
Si realmente lo intentaba, conseguirí­a recordar el sabor del betún.

-¿En que está pensando?
Si yo lo supiera.

Intenté recordar de qué habí­amos estado hablando.

-Creo que está molesto por lo que acabo de decir -contesté-.De que me haya calificado de terapeuta. De que me haya comparado con usted.
-Me pregunto si le parece difí­cil imaginarse la idea de ser una terapeuta y una paciente a la vez -dijo-. Por ejemplo, ¿le sorprenderí­a si supiera que yo mismo soy un paciente? ¿Un paciente de otro psiquiatra?

No deberí­a. Soy de las que siempre dicen que el verdadero dominio requiere un aprendizaje de esclavitud previo. Pero lo hizo, me alarmó de verdad. Me costaba imaginármelo sentado en la otra silla.

-No, no me sorprende -repuse.- Hoy en dí­a eso es casi un cliché. El que los psiquiatras sean la gente que está más jodida.
Y mirando el reloj, añadí­:
-Parece que la hora acaba de finalizar.

Observé la hora. Era yo quien anunciaba siempre cuando se terminaba la sesión. Él podí­a tener el poder de hacerme volver, pero no le iba a permitir que me despachara.Seguramente respiraba aliviado cada vez que la puerta se cerraba detrás de mí­.

No tendré que ver a la
cabrona durante una semana.
Me cago en el Sistema Solar

Don Pésimo

Terapia VI

En la fantasí­a de Jacobo, yo era una reina. En mi mazmorra tení­a una silla metálica muy vistosa que utilizaba como trono. Spot me ayudaba con esta escena, arrastrando al encadenado y aterrorizado prisionero frente a la silla que yo presidí­a, vestida con una túnica de terciopelo. En mi cabello una tiara de una Nochevieja. Luchando por permanecer despierta.
Jacobo reptaba lentamente hasta mí­.

-Su Majestad...

Yo colocaba mi pie en mitad de su pecho y lo derribaba por el suelo de una patada.

-¿Se te ha concedido licencia para que te acerques al trono?

Repetirí­amos esta parte algunas veces más, variándola en algo, antes de que Jacobo consiguiera alcanzar su objetivo fundamental. Que era conmovedoramente simple. Lo que querí­a era quedar arrodillado entre mis piernas, rodeando mis pantorrillas con sus brazos, y apoyar su cabeza en la parte interior de mis muslos. Mantení­a esta pose de súplica tanto tiempo como yo le permitiera. De vez en cuando sollozaba un poco. Y algunas veces poní­a mi mano en su cabeza y acariciaba su cabello fino y rubio.
   
Las sesiones con mis clientes empezaron a afectar mis sesiones con Adrián. Mientras estaba con ellos, mi mente divagaba incontenible. Al dí­a siguiente, en la consulta, me daba por imaginarme arrodillada frente a su silla. Abrazando sus piernas envueltas en los pantalones y apoyando mi cabeza justo por encima de sus rodillas.

-Últimamente he empezado a mirar a mis pacientes de una manera más clí­nica  -le comenté-. Tratando de imaginar qué es lo que salió mal.

Sonrió. Toda su cara cambiaba cuando sonreí­a. Sus marcados rasgos se suavizaban y se veí­a hermoso.

-¿Y a qué conclusiones ha llegado?

Habí­a empezado a tomar notas durante nuestras sesiones. Yo me quedaba viéndolo escribir en su bloc amarillo tamaño cuartilla. Sus manos también eran hermosas.

-OH, son todos tan diferentes que serí­a imposible generalizar.

Las mangas de su camisa estaban subidas justo por debajo del codo. Mostraba sus brazos. Siempre pensé que eran delgados pero ahora me daba cuenta de que no, de que en realidad no eran delgados, sino vigorosos.

-¿Y qué me dice de usted misma? ¿Algo  salió mal en su caso?

Sin aviso, algo dentro de mí­ desembocó en un arranque de cólera.

-¿Usted qué cree doctor? ¿Cree usted que yo serí­a una profesional del sado si no hubiera ido algo mal? ¿Por qué juega a hacerse el jodidamente tonto todo el rato?

Me apuesto a que le encantarí­a lavarme la boca con agua y jabón...

-¿Qué fue lo que usted cree que salió mal?
-Me parece que es usted quien debe dar respuesta a eso.

... ponerme encima de sus rodillas...

-No es un trabajo que pueda hacer yo solo -replicó-. De hecho, usted es la única que realmente tendrá las respuestas.

...y algunas veces yo también desearí­a que lo hiciera.
Me cago en el Sistema Solar

Don Pésimo

Terapia VII

-Estás mintiendo -le dije a Luí­s.
-No, señora -gimoteó.
-¿Acaso crees que no me doy cuenta? ¿No sabes que va a ser peor para ti?

Estábamos en la mesa. Luí­s estaba desnudo, la única ropa era la interior y estaba atado con esposas a una silla. Giré el flexo para dirigirlo directamente a sus ojos. Habí­a puesto la calefacción muy alta, eso hací­a que el ambiente en el apartamento fuera sofocante incluso horas después de que se hubiera ido. A Luí­s le gustaba sudar.
¡Hasta que extremos era capaz de llegar! Incluso ahora, cuando ya estaba tan quemada. Aunque, por otra parte, era uno de los clientes que mejor me pagaban. Y ésta era su escena predilecta: interrogatorio, tortura, confesión.

-Hace una semana te di unas instrucciones muy precisas -le recordé- acerca de lo que no se te permite hacer. -Hice una pausa para incorporarme y caminar hacia su silla. Luí­s estaba temblando, sudando a borbotones-. Pero no has podido resistirte, ¿verdad? Te hiciste una paja contra mis órdenes y, si no me equivoco, sólo con mirarte, puedo decir que no sólo lo hiciste una o dos veces, sino todos los dí­as de la semana. Quizás incluso más de dos veces al dí­a. ¿Lo hiciste o no? ¡Contéstame!
-¡No, Ama!-suplicó.

Le abofeteé tan fuerte como pude. Fue un momento increí­ble. Gritó. Mirando hacia abajo observé su erección tirante bajo los calzoncillos.

-¿De verdad crees que puedes mentirme a mí­ y quedar impune? Yo sé lo que haces ¡Lo sé todo sobre ti! Pero la peor ofensa que cometiste esta semana, Luí­s, -continué- fue pensar en mí­ mientras te masturbabas. ¿Te imaginas el asco que me da saber que me tienes en tu inmunda mente mientras tú te abandonas a este sórdido placer?

Siempre la parte más difí­cil de esta rutina era mantener una expresión de seriedad.

-Lo siento -dijo con voz cascada- No volveré a hacerlo, lo prometo.
-Eso es lo que dices cada semana, imbécil de mierda. ¿Qué será lo que te tengo que hacer?
-No puedo evitarlo -dijo lloriqueando.
-Sí­, Luí­s, me parece que te resulta imposible evitarlo. Pero eso no quiere decir que siga tratando de corregirte a golpes.

Le desesposé de la silla y, agarrándole por el pelo, lo doblé sobre la mesa. Suplicó piedad mientras yo seleccionaba una pala, me acercaba a él por detrás, y de un violento tirón, le bajaba los calzoncillos. Siempre era así­. Empezaba pegándole flojo para después incrementar la fuerza de los golpes hasta terminar golpeándole con virulencia. Seguí­a golpeándole hasta que eyaculaba, para entonces reanudar el maltrato verbal.

-Gusano asqueroso, ¿acaso te he dado permiso para que te corrieras? ¿Para expulsar tu repulsivo lí­quido sobre mi mesa?

Y cogiéndole por el cogote le forcé a que lamiera la superficie hasta dejarla limpia.

-Eso es, cerdo, chúpalo. Pero será mejor que acabes con todo... Como vea una sola gota... ¿A cuántas chicas has obligado a que se traguen tu escoria? La próxima vez que se te pase por la cabeza que esa cosa es un regalo divino para la especie femenina, quiero que te acuerdes de esto.
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Don Pésimo

Terapia VIII

El interrogatorio de Adrián era más apacible. Me hací­a preguntas acerca de todo. Mi madre, mi padre, mis hermanas y hermanos. Profesores, consejeros, tutores, amantes. Y yo le contaba todo. Casi.

Me vi con seis años, en la consulta del pediatra de la familia, y a éste comprobando mis reflejos dando golpecitos a mis rodillas con su martillo de caucho. Para ver por dónde saldrí­a la patada involuntaria.

Pero no habí­a nada de involuntario en mis respuestas a Adrián. Le revelaba lo que querí­a revelarle. Me gustaba sobre todo darle detalles sobre mis clientes. Descargarme de los secretos de otras personas. Le entretení­a con mis historias de sometimiento, se las serví­a para su disfrute.
Él sólo permití­a que llegara hasta cierto punto.

-Ésas son las fantasí­as de otros -se quejó.- Quiero oí­r sus fantasí­as.

Me mostré menos abierta con ellas.

-Por ejemplo, ¿cuáles son sus fantasí­as respecto a mí­? -me preguntó.

¿Creí­a que iba a conseguirlas así­ de fácil?
Tení­a muchas.

Fantaseaba que era su paciente favorita. Que me daba hora los sábados a las siete de la tarde porque esa hora marcaba el fin de su semana de análisis y se dejaba lo mejor para el final. Que entonces el corrí­a a casa, súper caliente, y follaba con su mujer en la mesa de la cocina mientras que el arroz que herví­a en el fuego, se pegaba. No me importaba que follara con su mujer siempre que yo tuviera algo que ver en ello.
Fantaseaba que podí­a verme mientras yo sometí­a a mis clientes. Me observaba entre bastidores mientras yo los retení­a como esclavos. Tení­a más privilegios incluso que Spot, estaba en cada escena. Yo le miraba y le guiñaba un ojo.
Fantaseaba que estaba estirada sobre el diván. Me habí­a explicado que no era para mí­, que se utilizaba durante el psicoanálisis, no durante la psicoterapia. Yo repliqué que deberí­a ser para cualquier paciente que lo deseara y él se rió sin invitarme. La verdad era que estaba cansada. Querí­a abandonarme ante su gris seguridad, reposar la cabeza. Cerrar los ojos.

OH, Adrián. Tómame entre tus brazos. Méceme en tu pecho. Canturréame hasta que me duerma. Fantaseaba que un dí­a me cogerí­a, sosteniéndome como si fuera su bebé y que jamás me soltarí­a.

Pero él no tení­a la fuerza para obligarme a contarle esas fantasí­as. Él no iba a ponerme bajo los focos, subir la calefacción, quitarse su cinturón y atarme los tobillos. Así­ que no le conté muchas de ellas, aunque sí­ le ofrecí­ los hechos.
Me cago en el Sistema Solar

Don Pésimo

#9
(Mierda, ¿dónde está la Terapia IX?)
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Don Pésimo

Terapia X

Después de varios meses de preguntas y respuestas, revelaciones í­ntimas, calidez y flirteo, Adrián  de repente tomó distancia. Una tarde que llegué a su consulta no me habló.

-Hola -aventuré.

Me saludó inclinando levemente la cabeza, manteniendo el silencio.

-¿Qué tal? -intenté de nuevo.
-Bien.

Estaba esperando a que yo hablara, tal como habí­a hecho durante la primera sesión. Pero, al igual que ese dí­a, me resultaba difí­cil hablar por mi cuenta. Comenté algo acerca del cliente de esa mañana, comenté que el propietario de mi piso querí­a subirme el alquiler. Continué con mi cháchara durante unos cinco minutos hasta que mi voz se hizo insoportable.
Pensé que quizás estaba enfadado, aunque no parecí­a que lo estuviera. Me miraba tan atentamente como siempre. Pero no ofrecí­a nada de sí­. Ninguna ayuda.

-¿Por qué está tan callado? -le pregunté.
-¿Parezco callado?
-No me está hablando en absoluto.
-¿Entonces qué estoy haciendo?
-Venga, va. Quiero decir que sólo me está hablando cuando no tiene más remedio, y eso no es lo que suele hacer.
-Es verdad -dijo-. Y le voy a decir por qué. Creo que esa terapia interactiva que usted prefiere aparta el foco de atención de usted y lo traslada en gran parte a mí­. Y creo que es importante que en este momento intensifiquemos el foco de atención en usted.
¿Podí­a estar hablando en serio? ¿Pretendí­a mantener este método para siempre?
-Pero yo detesto eso.
-Sé que no es tan cómodo para usted, pero creo que al final será mucho más útil.

No me lo podí­a creer. Serí­a insoportable.

-Bueno,¿y  por qué ha llegado a esta conclusión ahora?
-Porque ahora usted puede aguantarlo.

Me hizo pensar el slogan empleado por tantas dominatrices: "Sus lí­mites serán respetados y expandidos". A mí­ modo de ver era una frase diabólica, pura palabrerí­a engañosa: respetaré el hecho de que su lí­mite sólo se acerca al punto A, mientras lo llevo a B, C y D.
Pero mantuvo su postura. Se trataba de una medida permanente. Era algo así­ como dejar caer la persiana sobre una ventana. Todo lo que tení­an de excitante las sesiones se evaporó. Nos quedamos sin electricidad, los relieves se habí­an vuelto planos. Sólo mis monólogos llenaban la quietud.
Ya habí­a sido castigada con el silencio antes, pero eso no facilitaba las cosas. La garganta empezaba a dolerme nada más entrar en su consulta y continuaba doliéndome horas después de haberme ido a casa. Empecé a resentirme de tener que trasladarme hasta allí­ desde mi casa, sólo para volver sintiendo que en realidad no habí­a llegado verdaderamente. Si no recibí­a de él alguna respuesta cabal, me costaba trabajo siquiera creer que habí­a estado allí­.
Mira, querí­a decirle. Está equivocado. No puedo aguantar esto. Sólo el orgullo más feroz me lo impedí­a. Yo mantení­a mi propio silencio.



   Vi a Pedro en el Vip's. Era mi dí­a libre y me sentí­a exhausta. Llevaba puestos unos pantalones de lino y un par de esas sandalias negras que se consiguen en Chinatown por dos dólares. Tení­a el pelo cogido por un lazo, con puntas y mechones que me caí­an en desorden sobre la cara. Sin maquillaje. Sin nada. Me vio y la boca se le abrió de par en par.
   Ay, no, pensé. Nunca daba muestra de reconocer a un cliente fuera de mi apartamento. Para la mayorí­a de ellos, yo era un secreto  muy bien guardado. Pero Pedro estaba solo.

   - Usted...- balbuceó.

   Esperé un momento.

   -Ni siquiera... ¡Ni siquiera la habí­a reconocido!

   Bueno, la verdad es que no era mi hora más glamorosa.

   -Pero usted... ¡Yo habí­a pensado que era más alta!

   Unos tacones de quince centí­metros tienden a crear esa impresión, so tarado.

   -Dios mí­o- concluyó, aturdido -Supongo que... supongo que nunca se me habí­a ocurrido que era real.

   Yo podí­a percibir su estado de agoní­a. Estaba mucho más que decepcionado; estaba aplastado. Y yo le di aquello que con toda seguridad deseaba más que nada. Le devolví­ su fantasí­a.

   -¿Nos conocemos?- le pregunté. Alcé los ojos hacia él, asumiendo una expresión dulce y perpleja y hablándole con un tono cálido que nunca habí­a escuchado en mí­.

   Me miró boquiabierto.

   -¿Usted no es...?
   -No creo que nos conozcamos. Estoy segura de no haberlo visto antes. ¿No me estará confundiendo con alguien?

   Lo aceptó. Sin importar que fuese algo descabellado. Lo necesitaba y lo aceptó, y su alivio era patente.

   -Lo siento, señorita. El parecido es extraordinario. Pero ahora me doy cuenta de que se trataba de un error.


   Este encuentro me inspiró a hacer un experimento. Antes de mi sesión con Adrián me senté en los escalones enfrente del edificio donde tení­a su consulta. Para esperarlo.
   Nunca lo habí­a visto en la calle. Nunca lo habí­a visto en ninguna otra parte que no fuese su consulta y separados por una distancia de un metro. Su consulta, su territorio propio, que Adrián presidí­a como el único adulto en una fiesta infantil. Donde jamás terminaba el juego de las sillas.
   Pero allí­ estaba, al extremo de la calle. Lo vi por el rabillo del ojo, y estuve segura de que era él sin necesidad de girar la cabeza. Caminaba rápidamente, envuelto en un abrigo viejo. Se veí­a pequeño metido en ese abrigo, como un ratón gris y viejo. Era algo conmovedor y terrible al mismo tiempo. Lo más increí­ble era su inocencia, la idea de que podí­a permanecer en mi punto de vista estratégico y mirarlo, como si yo fuese Dios, mientras avanzaba inocentemente por la calle. Eso sentí­a. Y sin embargo en el mismo instante pensaba: tiene que saber que estoy aquí­. Está fingiendo no verme. Pasado otro segundo va a dirigir la vista en dirección mí­a y me va a taladrar con sus ojos que todo lo abarcan.
   Jugué con ambas premisas hasta el mismo momento en que abrió la puerta del edificio y entró sin siquiera echar un vistazo hacia donde yo estaba. Y entonces supe que no habí­a tenido idea de mi presencia. No era omnisciente. No era sobrenatural. Y nunca me ayudarí­a a fingir que no habí­a sido él.
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Don Pésimo

Terapia XI

Un par de dí­as después, un cliente llamado Ciro presionó su miembro erecto contra mi pierna. Y por primera vez en mi carrera, perdí­ los cabales. En mis escenas tení­a por regla que no se produjera ningún contacto con los órganos genitales. Absolutamente ningún contacto con la piel. Si le hací­a una paja a un cliente, lo cual ocurrí­a muy de vez en cuando, tení­a que usar un condón y pagar una cantidad extra. Ante esta infracción, me aparté de un salto de él y solté un grito.
   Spot apareció al instante en el portal de la mazmorra.

   -¡Ama! ¿Qué sucede?
   - Quiero que se vaya- chillé.

   Spot no necesitaba más información. De inmediato avanzó sobre Ciro, quien empezó a retroceder gritando: "¡Pero qué demonios!". Yo misma no entendí­a la contundencia de mi reacción, pero ya no habí­a vuelta de hoja. Estaba temblando de ira.
   Spot cubrió con su brazo poderoso el bolillo de hombre desnudo. No sabí­a qué habí­a hecho. No necesitaba saberlo. Se daba cuenta de que algo me habí­a contrariado muchí­simo.

   -Permí­tame que le haga daño, Ama- me rogó.

   Sentí­ la tentación de permití­rselo. Me quedé un instante inmóvil, dudando, considerando la posibilidad, incapaz de pensar con claridad.

   -¡Oigan, lo siento!- jadeó Ciro -¡No querí­a ofenderla!
   -Ama, por favor, déjeme pegarle.

   No, no podí­a permitirlo. Pero podí­a castigar a Ciro. De verdad castigarle; a mi manera, no a la suya.

   -Ponlo en la rueda- le dije a Spot.

   Spot lo arrastró hasta la rueda de tortura que él mismo construyó para mí­. Es una tortura muy especí­fica, lo de girar a toda velocidad en esa rueda. La gente a la que no le encanta aquéllo, por lo general no puede soportarlo.

   -¿Pero... pero qué diablos está haciendo?- protestó Ciro- ¿Se supone que esto sea parte de la escena? ¡Yo jamás lo he solicitado!
   -Cállese la jeta- le dijo Spot. Ató a mi cliente en el centro de la rueda, sujetó sus brazos y piernas a las correas y lo puso a girar con todas sus fuerzas.

   No podí­a pensar con aquel ruido; tuve que salir del cuarto. Spot me siguió y se quedó a una distancia respetuosa mientras yo trataba de recobrar la calma. Se mantení­a con la cabeza gacha, irritado, evidentemente afligido. Pero estaba demasiado bien adiestrado como para hacer preguntas.
   ¿Pero qué estaba haciendo yo? Esto era demencial. Aspiré profundamente y me obligué a contar hasta diez. Ciro no me iba a llevar a juicio por esto, pero eso no justificaba lo que estaba haciendo. No habí­a un consentimiento mutuo; no tení­a derecho a hacerlo.
   -Spot, suéltalo y simplemente sácalo de aquí­- le dije. Lo cual, ahora que lo pienso, probablemente era lo peor que le podí­a hacer a Ciro.
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Don Pésimo

Terapia XII

Apenas habí­a repasado uno de mis encuentros sexuales con Adrián cuando éste dijo:

-Muy bien. Me gustarí­a que me hablara un poco más de esto la próxima semana.
-¿La próxima semana? ¿Qué quiere decir?
-Quiero decir que me temo que su tiempo ha terminado.

Era imposible. Mis ojos se dispararon hacia el reloj. Las siete y media y yo habí­a llegado a las siete. ¿Pero qué me estaba diciendo? De repente me sentí­ desorientada, mareada, enferma. Me estaba diciendo que me fuera.

-La veré el próximo sábado -concluyó.

Incluso en medio de mi confusión, me di cuenta de que iba a empezar a llorar. Me agaché para recoger mis cosas, y mantuve la cabeza gacha mientras ésta se llenaba de lágrimas. Deje que el pelo me cayera por la cara, ocultándola.
Todaví­a inclinada en esa incómoda posición, me puse el abrigo.

-Ana.

No era capaz de mirarlo, no era capaz de responder.

-Ana, ¿realmente va a sacrificar el rato que le queda de su legí­timo tiempo -de un tiempo por el que paga- sin ninguna protesta?

Pasó casi un minuto antes de que sus palabras adquirieran sentido para mí­. Otro antes de que pudiera hablar.

-So cabrón.

-No la culpo por estar enojada -repuso-. Fue un golpe bajo por mi parte.

Me levanté. Las lágrimas caí­an por mis mejillas.

-Ana, por favor, no se vaya.
-¿Qué? -solté con voz ahogada-. ¿Qué acaba de decir?

Tení­a que oí­rlo de nuevo. Necesitaba oí­rlo rogar, o llegar tan cerca de ello como jamás lo harí­a. Y lo hizo. Era lo menos que podí­a hacer.

-Le he dicho que por favor “no se vaya".

Me dejé caer en la silla y me cubrí­ la cara con las manos.
-Usted posee lo que  nosotros llamamos, en nuestra profesión, "defensas férreas" -me dijo-. Sentí­ que tení­a que emplear tácticas de guerrilla.

Igual que si me hubiese dejado colgando boca abajo.

-Tení­a que asegurarme- continuó.
-¿Asegurarse de qué?
-De que en efecto uno de sus problemas claves es el temor a que alguien le diga que se vaya.

Me oí­ dejar escapar un gemido.

-Ana ¿quién más la ha despachado?

¿Cuánto tiempo quedaba? ¿Diez minutos? De nuevo iba a abrir la herida y luego me enviarí­a a la calle, sangrando mortalmente. Otra vez.

-Tenemos tiempo, -dijo.

Otra mentira. No habí­a tiempo suficiente para decí­rselo, ni siquiera para comenzar. No sabrí­a cómo empezar.

-¿Quién fue, Ana?

¿Su nombre? No, no podí­a decir su nombre, no podí­a ni pensar en su nombre...

-¿Qué fue lo que pasó?

Me echó de su servicio sin darme ninguna explicación. Mi propio amo. El mí­o.

-Hábleme de ello, Ana.
Me habí­a despachado de su servicio y yo no habí­a protestado. Habí­a considerado que era una cuestión de honor no oponerme siquiera a esa orden final. El último servicio que le presté fue marcharme sin decir una palabra. Pero sentí­ que me rompí­a del mismo modo que se quiebra el mercurio. En un millar de fragmentos independientes, separados, relucientes. Fragmentos irreconciliables y peligrosos.
Y me dije: Nunca jamás. Y crucé la calle. Tan sólo para llegar al otro lado. Como en un chiste tonto.

-Va a tener que contarme -dijo el Dr. Egea.

Y si finalmente, yo no hubiera sido capaz de otra cosa, habrí­a creí­do que era una orden.




                                                     TELÓN
Me cago en el Sistema Solar

Don Pésimo

Coda: el encargado de la presente Sala del Museo Nacional hace un dramático llamamiento a la autora, a los estudiosos areopagitas y a los arqueólogos areopajeros para ver de desentrañar el misterio del capí­tulo IX, hasta ahora inhallado.
Me cago en el Sistema Solar

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