Problemas de seguridad

Iniciado por Dionisio Aerofagita, Diciembre 22, 2006, 08:34:35 PM

Tema anterior - Siguiente tema

Dionisio Aerofagita

PROBLEMAS DE SEGURIDAD


Ha vuelto a hacerlo el muy animal, y nadie se lo habí­a pedido. La gente suele enseñar a sus perros bastantes cosas, como a dar la pata o a tumbarse y hacerse el muerto, sentarse dócil, quizás bailar alguna música repugnante, etcétera. No así­ nosotros, que no somos aficionados al teatro y demás payasadas. Concedido que lo llevamos a una Universidad Canina, pero no querí­amos números de circo, sino seguridad ciudadana; es decir gruñir, ladrar y masticar al vecino, en especial cuando el vecino es un psicópata asesino, o un violador borracho, o un terrorista drogadicto (y cuando decimos vecino nos referimos por supuesto al prójimo en sentido amplio, incluyendo también al cartero o cartera). Tenemos que decir que aprendió bien esas asignaturas, o al menos todo lo bien que puede aprender un perro pequeño e imbécil, pero en estos últimos años, no sabemos si será la vejez o la primavera, se ha tomado esa viciosa costumbre de desaparecer, que seguro no la aprendió en la Universidad porque era una institución respetable.

Es de todos conocido que hay perros que desaparecen. Pero nunca en el sentido estricto del término: más bien se esconden, se pierden, se escapan, o son secuestrados por un jipi borracho y muerto de hambre (o por una multinacional de la hamburguesa, que ya no nos podemos fiar ni de los ricos). Al final los encuentran o no, pero su desaparición es de mentira, como las cosas que hace el mago ese tan simpático y tan americano que sale por la tele después de esa serie horrible con asesinatos y todo que ya no se puede ni salir de casa con la de gente que hay por ahí­. No sabemos de perros, así­ que ignoramos si el único can del mundo capaz de desaparecer sin truco del almendruco es nuestro perro Titán. Titán es nuestro perro, como ya hemos dicho y ya hemos hablado algo de él. Se llama Titán porque ese nombre le gustaba a nuestro tí­o Braulio y además da miedo, pero a nosotros no nos convencí­a del todo porque opinamos que en la Mitologí­a habí­a muchos Titanes, y también Titánides (o Titanas para sus amigos desvergonzados), y el tí­o Braulio no especificó a qué Titán en concreto se referí­a, lo cual implicaba una inestabilidad intolerable; por eso nosotros preferí­amos el nombre de Cerbero, que no era un Titán, pero sí­ un perro mitológico, y afortunadamente único en el mundo (aunque claro, en los infiernos de otras mitologí­as habí­a animales de funciones similares, pero no viene al caso). Al final se quedó en Titán porque no le í­bamos a hacer un feo al tí­o Braulio, con lo agradable que es al regalarnos un perro para que nos defienda.

Ni que decir tiene (pero tenemos que decir) que queremos muchí­simo a Titán. Es tal vez su carácter, o su hociquito, o sus manchas grises, o la forma en la que muerde (limpia, violentamente). Sin embargo no debemos olvidar que el perro, además de ser el mejor amigo del hombre es un eficaz mecanismo biológico de seguridad, como los linfocitos o los leucocitos que ahora no caemos. Algún desalmado o alguna persona podrí­a intentar introducirse en nuestro domicilio, a pesar de los barrotes, y los candados, y la verja con cristales rotos, y las dobles puertas de acero con cerradura electrónica, y las alarmas, y el seguro contra incendios, terremotos y huracanes. Ustedes saben que el mundo está lleno de personas y de desalmados que ambicionan nuestras posesiones, o que las necesitan, o que pretenden violar a nuestras mujeres, asesinar a nuestros hijos o ensuciar nuestros cacharros por el mero placer de hacer el mal. Por eso no está de más disponer de un perro pequeño e imbécil que ladre a las visitas y a los ladrones. Hay que reconocer que los ladridos de Titán son realmente desagradables e incluso ha mordido ya a algún maní­aco de esos que salen en las noticias truculentas de los telediarios después de que esa presentadora tan guapa haya terminado de hablar de los bombardeos de rigor, pero desgraciadamente no tenemos que lamentar ninguna defunción.

Ahora nos preguntarán acaso (o a lo mejor son sosos y no preguntan nada) que cómo es que desaparece así­ como así­, porque los perros bien educados, e incluso los maleducados no hacen eso de esfumarse sin permiso, dado que ustedes ya se hacen cargo de que Titán es educado, y además está el problema de la fí­sica, cuyas leyes cumplen hasta los más degenerados delincuentes de los que el mundo, por cierto está lleno. Pues por ejemplo estamos en el salón viendo ese programa de la tele en el que aparecen unos hombres corpulentos con cara y alma de brutos que se pelean de verdad, o de mentira que ya no sabemos nada de tantas peleas que hay porque la gente, como ustedes saben puesto que pertenecen al género, es peligrosí­sima casi siempre; decí­amos que estábamos en el salón, que ya se nos iba olvidando, y Titán se enrosca como una manguera. No siempre que se enrosca sabemos que va a desaparecer, ni siquiera tenemos esa seguridad, porque nuestro animal se enrosca muy a menudo, y se hace el muerto pero no nos engaña porque le vemos respirar débilmente. Si apartamos la mirada, distraí­dos por un momento porque en la tele le están pateando la cabeza a uno de esos señores tan malos que se lo tiene bien merecido aunque alguien se tendrí­a que encargar de pegarle también al atacante, pues cuando volvemos la vista de nuevo hacia el chucho para sentirnos cómodos y tranquilos ya no hay Titán.

Ni siquiera nos deja el consuelo de ver como desaparece para registrar el hecho como cientí­ficamente probado y estar así­ seguros de que no estamos siendo objeto o sujeto de un fenómeno paranormal como los vampiros y etc. que salen tanto por la tele como si no tuviéramos bastante con los seres humanos, que ya no sabemos lo que hay que hacer para estar seguros en este valle de lágrimas. Nada de nada. Pero podéis registrar el salón y la casa enteras, y mirar hasta debajo de las alfombras por si acaso, o en el extintor, o pensar que Titán es un gracioso y se ha escondido en el armario de las armas automáticas, pero nada de nada de nada, y podéis llamarle desesperados incluso con una salchicha precocinada, que tanto le gusta, en la mano pero no encontrareis a Titán. Y no sabemos si se ha hecho invisible, se ha transportado a otro lugar como el perro grande ese de los comics americanos, o si ha dejado de existir. Ese no saber, por supuesto nos llena de dudas.

Entonces nos entra un miedo horroroso, porque cualquiera sabe si en este preciso momento en que Titán se ha enroscado a dormir y después se ha extinguido temporalmente; en este preciso momento por azares del destino o por mala leche del destino que tampoco van a quedar los Hados libres de culpa como ya sabí­an los griegos o los romanos, que ahora mismo no distinguimos muy bien; en este preciso momento o en los dos preciosos momentos anteriores va a llegar un hombre malo con barba de tres dí­as pegando una sonora patada a la puerta presto a infringir preceptos penales y/o administrativos a nuestra costa. Nosotros en cambio, que somos débiles e incluso blandos no acertaremos a quitar el seguro al subfusil que nos acompaña. Por tanto mientras se derrumba la frágil seguridad de la vida que hemos montado, de la que no se puede negar la honradez, y eso que el universo está infestado de personas deshonestas de instintos criminales, y mientras somos asesinados, o lo que sea (según la imaginación), nuestro perro hace honor a su nombre â€"si nos perdonan lo coloquial de la expresión- desaparecido y no sabemos dónde, en este preciso momento.

O piensen que sobreviene una tormenta eléctrica, un terremoto o un huracán (ahora que se nos ocurre, la contingencia de una tormenta eléctrica no la tenemos asegurada, habrá que hablar con alguna compañí­a). Eso, un huracán inestable e imprevisible que por ejemplo arrasa nuestra casa mientras nos obliga a encerrarnos como animales sin perro en el refugio nuclear. Pongamos que una tribu infame de moteros rabiosos, o una cábala satanista de jugadores de rol, o aún peor, un grupo de adolescentes porretas sin rumbo, recién salidos de la movida del botellón, o todos ellos irrumpen en nuestra humilde morada pisando el césped (sorteando los cepos y las minas antipersonales), perpetrando blasfemos graffitis en la inocente sala de tortura, fornicando detestablemente en el salón mientras se apoderan de nuestras frágiles posesiones amparados en el huracán cómplice. Con nocturnidad, alevosí­a, ensañamiento, premeditación, y sobre todo con mala leche que ya les darí­amos nosotros si no nos hubiera desaparecido el perro maldito.

Y mientras tanto las fuerzas y cuerpos de seguridad, públicas o privadas, aquellos gloriosos centinelas del Orden, a los que pagamos para que nos defiendan de malos, inmigrantes y pobres en general (sin discriminación de ningún tipo, no vayan a pensar que somos racistas, que ya no nos fiamos ni de los blancos) impasibles a nuestra desgracia: sobornados por los narcotraficantes, infiltrados por los maricones; vagos y maleantes de sueldo fijo sin ética profesional. Moriremos entonces de tristeza y de inseguridad por culpa de un animal que se atrevió a desaparecer. Nos lo pagará. Nos lo pagarán.

Y precisamente ha desaparecido hoy, les decí­amos, pero lleva todo el dí­a hoy desaparecido y eso es muy raro y nos confunde y nos asusta. Precisamente hoy que alguien nos observaba misteriosamente cuando salí­amos a comprar. Hoy que la gente se sonreí­a de nosotros por las calles, seguro que les hací­a gracia la perspectiva de nuestra triste muerte, todos compinchados, obscenos, inmorales. Hoy que nos perseguí­an siniestros espí­as rusos o terroristas moros, que creen que nos engañan con su aparente invisibilidad. Armados con tremebundos virus informáticos que hemos visto por la tele que son capaces de hacer cosas terribles. Ya deben estar fuera, y el sudor frí­o de la muerte recorre nuestras frentes; una horda de guerrilleros gitanos comunistas, o de extraterrestres caní­bales, o de muertos en vida. Pero ya notamos nuestros corazones latiendo a demasiada velocidad... disfrazados de cristianos... Más vale ir cargando el lanzamisiles... y las cabezas parece que nos van a estallar... homicidas... creemos que nos va a dar un infarto si esos asesinos hacen sonar  el timbre...


En aquel preciso momento llamó a la puerta el tí­o Braulio.
Que no sean muchas tus palabras, porque los sueños vienen de la multitud de ocupaciones y las palabras necias, de hablar demasiado.

Dionisio Aerofagita

#1
LEÓNIDAS SE CUELA

Dedicado al verdadero Leónidas (quiero decir, al gato)

Tampoco es raro, así en abstracto, que se me cuelen animales en casa. En mi pueblo natal, el Campo, así con mayúsculas, sólo es un sueño nostálgico del pasado, pero la gente sigue cebando ese sueño como quien alimenta un cerdo, de modo que todavía te despierta el canto de los gallos (a las tres de la mañana, porque el tráfico los despista), la gente cría palomas y otros bichos simbólicos en las azoteas y tiende por una misteriosa ley sociológica a jubilarse en parcelas construidas ilegalmente en marjales edénicos –el Campo- los sábados y domingos con el sudor de su frente y la de hijos, primos y cuñados que inexplicablemente acuden en su auxilio. Un día incluso apareció en casa de mis padres un conejo marrón gordo y grotesco husmeando en la estantería, y mi madre creía que era una rata; lo perseguimos por toda la casa y más tarde descubrimos que la vecina lo había recogido porque le daba pena y luego se le había escapado. Cometimos el error de contarle el incidente a un argentino, que lo incluyó en un relato sobre conejos que aparecen y aparecen y aparecen o los "gomitan" o algo así, pero en París; no nos pagó ni un peso en derechos de autor. Así son los escritores argentinos y los  relatos cortos, como los sueños, se apropian de pedazos de realidad y los deforman cruelmente sin pedir permiso.

Pero ahora es distinto, porque vivo en Madrid, esa madre irresponsable y politoxicómana que ama con locura a sus hijos, pero no reconoce sus caras y regala besos cariñosos con labios cortados y fríos de yonqui a cualquiera que pase por la cocina. Vivo en una calle devorada por el humo de los coches; traspasando el portal existe otro portal que lleva a otras casas, o bien hay dos pasillos, cada uno de ellos con un ascensor anacrónico y quejumbroso; cojo uno, subo al piso diez y aparezco en otro pasillo larguísimo como el de un hotel abandonado y al fondo del todo, en la última puerta, abro la cerradura de seguridad y entro en el piso solitario. Todas las ventanas dan a un patio interior, uno de muchos patios interiores, que abajo del todo ocupa para tender la ropa un número indeterminado de rumanos, pero no tienen cabra, así que son urbanos. Hay muchísima gente en ese monstruoso bloque, no sé cuanta; debe haber animales, pero apenas los ves cuando los dueños los sacan a pasear; ni siquiera ladran o gruñen o aúllan a la muerte como un perro que tenía cuando vivía con mis padres, que adivinaba cuando un vecino se iba a morir y casi lo linchaban los vecinos, porque decían que los mataba el perro. Los perros, gatos y canarios de este bloque madrileño deben estar llorando lágrimas de cocodrilo en las esquinas de sus pisos solitarios. Nunca entran. No hay resquicios.

Leónidas en cambio se me coló por un sueño, durante la epifánica siesta. Husmeaba por debajo de la tabla de planchar y yo le llamaba por su nombre, Leónidas, qué te pasa, Leónidas tienes hambre. Leónidas es un gato, no me acuerdo si lo he dicho al principio. Yo sabía que el gato tenía hambre, pero no era capaz de encontrar la leche, porque sólo estábamos Leónidas, la tabla de planchar y yo; al cabo me despierto y el recuerdo era tan nítido que corrí a la tabla de planchar, sin ver gato alguno. No hubiera pasado nada, porque al final se me olvidan las criaturas que pueblan mis sueños, si no fuera porque volvió a colarse aquella noche y a la siguiente, y siempre lamía el suelo desesperado, muerto de hambre.

Me acordé entonces de cómo se alimentan a los lares y penates, a los duendes familiares, a los homunúculos y los sapos de culebras de las brujas, a los Reyes Magos y Papanueles y a todas las criaturas informes y barbosas que pueblan las casas. Como siempre, hay dos escuelas: la más indecente de todas propugna que es menester sacarse de la manga un tercer pezón y alimentar al bicharraco con la propia sangre de uno mismo, salvo en el caso de los Reyes Magos, que son reyes, y por tanto dignos y no quieren chuparle la sangre a nadie; a todos los seres de sangre azul se les deja entonces un zapato lustrado y una botella de anisete como libación que siempre aparece completamente vacía a la mañana siguiente. La segunda escuela aboga simplemente por dejar debajo de la tabla de planchar, altar de los espíritus ancestrales, un humilde cuenco de leche (con un chorrito de anisete para los Reyes Magos). Al ser una persona decente y no estar seguro de poder desarrollar un tercer pezón, opté por la austeridad franciscana de la leche.

Lo puse más bien por poner, que yo no creo en fantasías, pero pensaba que así conseguiría dormir un poco más tranquilo. Soñé con el gato bebiendo la leche y mi sorpresa fue que a la mañana siguiente el cuenco estaba vacío. Así debió sentirse el primer sacerdote babilónico cuando abrió las puertas del sancta sanctorum para deglutir los manjares que el pueblo había entregado a los dioses y se encontró sólo con los huesos pelados; tantas horas inventando dioses coherentes que sirvieran de opio para el pueblo y al final resultaba que los dioses que había imaginado existían verdaderamente y exigían obediencia.

Así que decidí criar al gato y ponerle un cuenquito de leche todas las noches. Me hace un poco de compañía, aunque sólo lo veo en sueños, porque siempre es agradable saber que alguien se va a morir si no lo alimentas, es como un tamagochi, pero un poco más siniestro. Lo siniestro fue cuando descubrí su verdadera historia. Cada mes acudo al domicilio de la casera para pagar el alquiler a tocateja y ella, mientras saco los billetes, me cuenta los cotilleos del barrio sentada bajo una enorme pata de cochino jabalí convertida en termómetro, sacada de algún pueblo manchego para colgarse en la pared y presidir el salón.

Pues eso, que entonces la casera se puso a rajar de los antiguos inquilinos. Una familia española, los cogimos porque al menos no eran negros, decía. Pero luego resulta que el hijo mayor era un adolescente que le parecía un indeseable; lo llamaban el Polaco, pero no era de Polonia ni del Barsa, así que vaya usted a saber por qué. Resultaba que el Polaco, no sólo era una especie de neonazi, no soporto a esos racistas, decía, sino que además tenía la mala costumbre de perseguir a los gatos por placer, y exterminarlos de las maneras más atroces. Incluso algún vecino sin escrúpulos le había entregado una camada concebida sin la bendición del matrimonio canónico para que se deshiciera de ella y pareciera un accidente. Lo que prefería era estrangularlos y por eso lo llamaban también el Estrangulador Polaco.

Me levanté de pronto y corrí, corrí, llevándome las manos al cuello como si me atenazaran los dedos de hierro del Polaco diciéndome con las uñas, perro judío, perro judío. La casera se llevó las manos a la cabeza y el termómetro del cochino jabalí bajó dos grados. Corrí, corrí y llegué a una calle devorada por el humo, pasé el umbral, cogí un pasillo hasta llegar a un ascensor asfixiante y anacrónico, y luego un pasillo y traspasé la última puerta tras abrir la cerradura de seguridad, entrando en el piso solitario. Ahora estoy aquí, subido a una silla y abriendo las puertas del armario empotrado que hay arriba del cuarto de baño y hace que el pasillo resulte claustrofóbico porque baja el nivel del techo. El hueco del armario donde había una presencia y yo cuando me giraba no veía a nadie. La puerta que no podía abrir, porque suponía que allí estaba la caja de herramientas y yo me niego a hacer chapuzas. Abro el alambre con los dedos temblorosos y me inunda el olor de santidad del gato estrangulado e incorrupto como la momia de Lenín. Porque allí está Leónidas, pobrecillo, buscando eternamente su cuenco de leche, derramando lágrimas de cocodrilo en el rincón más perdido de mi piso solitario.
Que no sean muchas tus palabras, porque los sueños vienen de la multitud de ocupaciones y las palabras necias, de hablar demasiado.