Gourmandises

Iniciado por Recolectando, Febrero 09, 2007, 05:33:26 PM

Tema anterior - Siguiente tema

Recolectando


     
Mamá Cándida siempre contaba que su niña Belén habí­a nacido mal comedora.  Habí­a sufrido mucho para criarla pues no habí­a aceptado la leche de su pecho, que habí­a quedado agria y habí­an tenido que retirársela.  Tampoco tuvo más éxito con los biberones que en su desesperación habí­a estrellado más de una vez contra la pared.  Si consiguió que niña Belén creciera fue gracias al invento de poner unas gotas de vino rancio en los platos de sopa.  Ya más crecidita sólo aceptaba aquellos alimentos que exigieran el menor esfuerzo en el proceso de masticación, insalivación y tragado; su dieta se componí­a de patatas, hervidas y aplastadas con el tenedor, carne o pollo bien recortados con las tijeras, pescado cuidadosamente desmenuzado y tortillas poco hechas.  Niña Belén tardó más tiempo del normal en ser ella misma quien tomara su comida y cuando lo hizo siguió poniendo a prueba la santa paciencia de mamá Cándida. Porque se entretení­a jugando con el tenedor haciendo de las patatas una pasta homogénea con la que creaba sorprendentes castillos, casitas encantadas con ventanas puerta y chimenea, o cualquier otro objeto elegido al azar por su imaginación.  Sólo un detalle arruinaba su creatividad gastronómica, las viandas cortadas sepultaban la figura cincelada con el tenedor.  Mamá Cándida empeñada en no dejar morir de inanición a su hija empezó a comprarle higadillos de pollo para que pudiera moldearlos junto con el blanco tubérculo y no estropeara su creación artí­stica.  El hí­gado fue durante mucho tiempo el plato favorito de niña Belén, acariciado mentalmente en su textura pastosa fácilmente maleable al peso del tenedor.  Y así­ poco a poco el tesón de mamá Cándida se vio recompensado pues aquel juego culinario fue haciendo crecer a niña Belén hasta convertirla en una adolescente de buen apetito que nunca volvió a ocuparse de castillos de patata y despojos de ave.

      Pero quien tuvo retuvo y guardó para la vejez sentenciaba Palmira con voz solemne.   Palmira era aquel personaje que nunca puede faltar en un barrio: lña chafardera oficial que llevaba los chismes de unos a otros cual si fuera a gaceta de la vida social de todos los vecinos.   Porque temí­an su lengua viperina, nunca dejaban de invitarla a todas las celebraciones importantes, así­ fue como asistió al enlace matrimonial de niña Belén con Eustaquio Bonamusa.  Y de ese modo todo el vecindario estuvo enterado del estrafalario menú del banquete.   Como primer plato sirvieron canapés de tuétano con caviar y un puré de coliflor fuertemente especiado que muy pocos comensales, siempre según la versión de Palmira, tuvieron entrañas suficientes para ingerir.  Todos se reservaron para el segundo, pues estaba anunciado como arroz en moscancia y se esperaba que fuera alguna variedad de paella.  Palmira se esforzaba en poner su rictus de asco más escogido para relatar que la dichosa moscancia era una mezcla de callos y sangre de cerdo a partes iguales.  Por suerte, la tarta nupcial fue la que la tradición exige, sino ningún invitado habrí­a probado bocado.  Aquel desaguisado, sentenciaba Palmira, era responsabilidad de mamá Cándida que nunca supo hacer otra cosa que consentirle a niña Belén todos sus caprichos.

      A quien quisiera escucharla, Trinidad, la tripicallera del mercado, ofrecí­a una versión muy distinta de aquel banquete.   Y es que ella sabí­a que el auténtico gourmet aficionado a las delicias de la casquerí­a fina era Eustaquio Bonamusa que habí­a sido siempre uno de sus mejores clientes.  Según Trinidad, niña Belén habí­a accedido a aquel menú exótico sabedora de que a los hombres se les retiene  complaciéndolos, no sólo en la cama sino, sobre todo, en la mesa.  Después de la boda fue niña Belén la encargada de la compra y y Trinidad se convirtió en su más fiel aliada, orientándola sobre el mejor género de su aparador.   Como conocedora de los gustos sibaritas de Eustaquio Bonamusa enseñó a niña Belén a distinguir como una experta las mejores tripas de ternera, le hizo caer en la cuenta de la ternura de las cabezas desolladas de cabrito, le explicó la exquisitez de las criadillas y la bondad de los riñones de cerdo y los corazones de vaca.  Le explicó todo un amplio abanico de recetas culinarias que iban desde la masa ideal para elaborar unos buenos sesos a la romana, las mejores especias para darle el más perfecto aderezo a los callos madrileños, la complejidad de recetas centroeuropeas como el suculento goulash.   Pero todos los esfuerzos de Trinidad fueron inútiles a la hora de hacer compartir gustos a niña Belén con su excéntrico gourmet.  La joven esposa se adelgazaba a ojos vista, languidecí­a su ánimo volviéndola melancólica y taciturna, y nunca esbozaba una sonrisa pese a la gratitud que le profesaba a Trinidad.  Sólo un detalle parecí­a sacarla de su ensimismamiento, era el momento en el que Trinidad descolgaba el hí­gado de ternera para cortarle un par de filetes.   No perdí­a detalle del trabajo de las gordonzuelas manos de Trinidad, que como todas las tripicalleras tendí­a a ser obesa, mientras hendí­an el cuchillo en la viscosa ví­scera granate liberando oscuras gotas de sangre.   Mientras los dos filetes reposaban flácidos sobre el papel envoltorio la expresión de niña Belén distante como si estuviera ida.  Trinidad fue la primera en ver malos presagios en esa actitud.

      Palmira fue la encargada de vocear el terrible alarido de niña Belén que rasgó la tranquilidad con la que se hací­an las compras en el mercado, una mañana de otoño.  Ella también fue la que difundió el rumor de que la esposa del gourmet habrí­a muerto a causa de una letal hepatitis B en las frí­as salas de un frenopático sin vistas al mar.  No se pudo confirmar la versión porque mamá Cándida abandonó el barrio sin dar más explicaciones.  Hasta aquí­ llega la memoria de las gentes de mi barrio sobre el extraño caso de niña Belén.  Yo no he podido olvidarlo, tal vez porque yo entonces era muy joven y me impresionó verla marchar en aquel coche negro con la frente apoyada en la ventanilla y murmurando frases inconexas sobre la muerte de las cosas, el fin de la imaginación, la fealdad real de la vida.
                                 
                                                           Y sin embargo igual serás que esta basura
                                                           que esta infección horrible.
                                                                                                                                                                                                                                                               Charles B.
               

Casio

#1
                      Casquerí­as,  o un caso plagiado del diván de Jaques L.




  A aquel hombre le aterraba su trabajo.Que  era justamente lo que más deseaba hacer.
Obsesivo,  angustiado , necesitaba releer varias veces todo lo que escribia para asegurarse de que no era una copia  de algún otro escritor, muerto o vivo.
Pero a pesar de sus precauciones siempre habia algo, un leve deja vú que le desagradaba. Esto o aquello ya habia sido dicho, o  así­ le parecí­a.

Hasta que una mañana de lunes , tras un fin de semana atormentado, decidió detener aquello. Su resolución fue que a partir de  aquel  dí­a jamás volverí­a a leer nada que no fuera suyo.
Así­ se asegurarí­a  de que otros no le contaminarian, de que sus palabras serí­an sólo suyas. O que al menos no importaria si sus palabras ya habian sido dichas, pues no volveria a cotejar sus palabras con las de otros. Su pensamiento, sus emociones le bastarí­an.

Aquel mediodia, para celebrar su resolución  , se obsequió con su plato  favorito , un buen plato de sesos frescos, apenas cocinados.


Recolectando

#2
Y más sobre casquerí­a fina, traí­da por los pelos, lo reconozco, pero al hilo del mensaje de Casio (¿le tendrá maní­a este hombre a los diptongos?)

CREO QUE HE VISTO UNA LUZ AL OTRO LADO DEL RíO

      Cuando mi mirada se cruzó por la mañana con su fotografí­a en la orla de nuestra promoción, poco podí­a imaginar que acabarí­a con Adrián aquella misma noche.

      La hoja en blanco de antes tení­a al menos la utilidad de poder estrujarla con toda la rabia acumulada dentro.  Señalaba la derrota, pero permití­a la venganza del débil que, caí­do en el suelo, tira una piedra a la cabeza del fuerte; por la espalda, por supuesto.  El documento Word, en cambio, se mantiene allí­, luminoso e impertérrito, inmune como un diplomático.   Y el teclado se negaba a brindarme las mil quinientas palabras con las que llenar el vací­o de agosto.   Mientras perseguí­a la estela de mis bocanadas de humo mis ojos tropezaron con el polvo adherido a la orla y, bajo su pátina, un rostro de veinteañero cí­nico me sostuvo la mirada.  Adrián Arnés, el azote de los catedráticos, número uno de la promoción sin haber tomado un solo apunte, cuántas veces habrí­amos celebrado sus despliegues fardativos con correrí­as de sexo fácil y alcohol.   Después, cuando los demás nos fuimos incorporando a los puestos de trabajo para los que nos habí­an preparado, él desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra.

      Nunca he creí­do en la inspiración, así­ que no puedo explicar por qué me dirigí­ al bar La Estudiantil, allí­, en esas fechas, no podí­a haber más que turistas de paella precocinada, bermudas y cámara digital.   Seguramente fue porque no querí­a reconocer que, tal como si fuese un aprendiz, me estaba ahogando en el pánico de no lograr articular una sola lí­nea.   La nostalgia es reaccionarí­a y Cinema Paradiso una pelí­cula tramposa, en mi memoria esas dos premisas se habí­an almacenado juntas; fue el único comentario de Adrián al salir del cine Vergara después de verla. Y me lo hací­a recordar el sudor pegajoso que empapaba mi polo Ralph Lauren en aquel ajado bareto, ajeno a toda mejora, incluido un simple aire acondicionado.   Además de los turistas, se reuní­a allí­ una fauna de habituales tí­picos y tópicos: los inevitables ancianos, enfrascados en las fichas del dominó; pseudointelectuales de pacotilla haciendo ver que escribí­an la mejor obra de su vida; y ludópatas de máquina tragaperras poniendo banda sonora al local.  Nada destacable.   Al pagar mi consumición me increpó el tipo que estaba sentado en el extremo opuesto de la barra.  Como siempre en estos casos,  iba a decirle que se equivocaba, que yo no era Enrique Villalta, el periodista, pero su mirada me resultó familiar.  ¿Adrián Arnés?    Asintió arqueando una ceja y dejando escapar una media sonrisa irónica por las comisuras de sus labios. 

      Su aspecto no dejaba imaginar cómo le habí­a ido en la vida, pero su mirada de reojo a mi Tagheur Carrera me hizo saber que desaprobaba el cómo me habí­a ido a mí­.   Probablemente, si no se hubiera dado la casualidad de haberle recordado aquella misma mañana, me habrí­a despedido inmediatamente, esgrimiendo cualquier excusa.    Hay silencios embarazosos, otros en cambio están cargados de sentido, aún no sabí­a a cuál de los dos pertenecí­a aquel.   Adrián me tendió su paquete, seguí­a fumando More mentolado, aquellos pitillos alargados que fueron sí­mbolo de snobismo en nuestra juventud. Al acercarme también el encendedor lanzó la pregunta: ¿lo has escrito, ya, Villalta?    La irí­a repitiendo a lo largo de aquel encuentro, siempre con aquel mismo tono monocorde, carente de emoción alguna; una pregunta idéntica a la que fui dando respuestas distintas.   La primera vez disimulé mi falta de ideas, mi tropiezo con el vértigo del blanco, con un lacónico, lo tendré a punto a tiempo, a lo que replicó que siendo así­ podí­amos tomarnos un respiro y un whisky.   Demasiado  imberbe la absenta, asentí­.  Y nos marchamos dispuestos a sustituir el almuerzo por las copas.

      No tuvimos que ponernos de acuerdo para abandonar el centro y sus rutas plagadas de guí­as  y grupos, tampoco para no encaminar nuestros pasos hacia el barrio canalla donde una bohemia demodé seguí­a teniendo su feudo; si hay algo peor que el fracaso, es hacer de él una gesta épica.   Fue él quien adivinó mi BMW y lo prefirió a su moto de  poca cilindrada, en él nos encaminamos hacia el otro lado de la Diagonal, que hace las veces de Sena dividiendo la ciudad entre una izquierda divina y una derecha alta para las grandes transacciones de empresa.   Dos maltas veinte años, sin hielo, en un 240 sin alterne a esas horas, fueron el detonante de las palabras.  Primero un repaso agrio a las trivialidades de actualidad  para mostrarnos que aún nos quedaba vitriolo en la lengua para jugar a estar más allá del bien y del mal.  “The snake is long, Seven miles, Ride the snake”; “Wake the serpent not â€" lest he, Should not know the way to go, Let him crawl wich yet lies sleeping, Through the deep grass of the meadow!”, le contesté yo imitando  igual que él la voz de Jim Morrison.  Buenos reflejos, pero, ¿lo has escrito, ya, Villalta?   Escribir, acaso no está ya todo escrito.   De nuevo su mirada tomó el matiz cí­nico con el que habí­a quedado capturado en aquella fotografí­a.  La vida sigue sin verbo, como nuestros estómagos estaban sin combustible, añadió.  No dio la más mí­nima señal de tener la intención de pagar la cuenta, lo hice yo y, sin preguntarle, le conduje a Casa Martí­nez.  Se podí­a llegar andando y aún no resta puntos del carnet, caminar borracho.

      No todo está perdido, espetó ante el plato de huevos estrellados, especialidad de la casa, y, mojando sus dedos en la yema, pintó sobre el mantel la ecuación de un enlace de Moebius.   A él podí­an reducirse la pintura de Escher y  la Ofrenda Musical de Bach, la naturaleza habla en lenguaje matemático. É pur si muove, dejé caer con desgana.  Sí­, háblame del sentimiento, del calor bovino de la música romántica, señor escritor de moda.  Me sorprendió la violencia que imprimió a su entonación, no tení­a motivos para tolerarle su mal beber; hijos sin hijos, ambos, estaba claro que no nos dejábamos llevar por filantropí­a alguna.  Sin embargo, no pasé al ataque, pensé que era mejor dejar que él solo entrara al trapo, tal como le habí­a visto hacer con nuestros viejos profesores.  Un escote generoso derivó la conversación a otros derroteros, hasta  que Adrián concluyó  que nos faltaban cojones para satisfacer salvajemente nuestros instintos. Todo lo tuyo son palabras huecas y personajes de manual.   Ahí­ prendió mi rabia, porque su crí­tica era la mí­a propia, pero antes de que pudiera devolverle el envite, de nuevo la dejó salir por sus labios: ¿lo has escrito, ya, Villalta?    Me asedian los plazos del editor y... Excusas, se suponí­a que no í­bamos a vendernos.   Su ojos se habí­an vuelto vidriosos y amargos, como si pudiera mirar a través de los cuerpos y no encontrara tras ellos ningún alma.   Algo habí­a en él en ese momento que asustaba, pero dejé que me llevara a su casa, tení­a curiosidad por ver qué guardaba en su interior.

      Carmen Amaya con Bisbe Josep Climent, detrás del cementerio de Pueblo Nuevo; le indicó al taxista con un tono casi lascivo, como si le estuviera proponiendo un negocio prohibido.   Era un coche sin climatización y el bochorno húmedo se mezclaba con nuestros alientos alcoholizados haciendo que el aire fuese irrespirable.   Adrián  iba dándole orientaciones precisas al conductor, le trataba como si su dignidad no fuera igual que la nuestra, como si fuera nuestro esclavo y mereciera ser considerado cosa y no persona.  No seas pequeño burgués, recuerda siempre que las nueve décimas partes de los humanidad no han dedicado ni cinco segundos seguidos a pensar en serio, fue su respuesta  a mi incomodidad. Una contestación que ni admití­a ni esperaba réplica.   La vida sin verbo no es más que materia en tránsito de corrupción, el verbo sin vida es pura oquedad ociosa, sólo de su cópula frenética puede nacer la carne fértil del arte.  Ya no me estaba hablando a mí­ sino a un auditorio inexistente, o muerto, como lo estaban los que se pudrí­an tras la tapia de aquel cementerio ante el que bajamos del coche.   Habí­a prometido sorprenderme, de momento la decoración de su piso era tan poco informativa como sus vestimentas, burdo atrezzo de IKEA, ese socialismo hecho mueble para redecorar vidas clonándolas.   Puso en marcha el equipo de música, Lou Red nos invitaba a dar un paseo por el lado salvaje de la vida, himno de los hijos de papá que acabaron muertos de una sobredosis de caballo y fuego.  Sí­, pero la provocación puede ir más lejos, mucho más lejos, dejó caer tras preparar las dos rayas, como si fuera capaz de leer mis pensamientos.   Su invitación a acompañarle fue una orden.

       Alzando el techo falso del baño me hizo subir al altillo, un auténtico zulo donde se podrí­a haber subsistido durante meses.   Mi vieja claustrofobia amenazaba con activarse, gateamos varios metros iluminados apenas por una linterna.   No está terminado, no puede ver la luz, todaví­a no, y me tendió una de esas neveras portátiles de dominguero.   Mi sudor se volvió frí­o al abrirla.  Allí­ habí­an sesos, hí­gados y corazones medio descompuestos, y sobre ellos varios pos-it con palabras garabateadas en una caligrafí­a delirante.   Me pasó la linterna para que pudiera leer. Sobre los hí­gados estaba escrito: excreción, quimera, albazano, atrabiliario.   Sobre los corazones: pálpito, lujuria, acardenalado, odio.   Sobre los sesos: sentido, vómito, aplomado, vacuidad.  ¿Lo has escrito, ya, Villalta?...  No... Es demasiado alto el precio.  Y mis ojos se perdieron en su mirada suicida.


                                                            "Somos los hombres huecos
                                                             somos los hombres rellenos
                                                             apoyados uno en otro
                                                             la mollera llena de paja. ¡Ay!
                                                             Nuestras voces resecas, cuando
                                                             susurramos juntos
                                                             son tranquilas y sin significado
                                                             como viento en hierba seca
                                                             o patas de ratas sobre cristal roto
                                                             en la bodega seca de nuestras provisiones"
                                                                                                              T.S Eliot


     




                                ,