Los all-stars del 11-M imparten doctrina

Iniciado por popotez, Abril 06, 2007, 02:54:13 AM

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O Navarra o nada

AURELIO ARTETA 05/04/2007

Lo peor del sectarismo es que nos encierra en un callejón sin salida. En medio de su griterí­o, toda palabra que se pronuncie acerca lo público, incluso la que busque romper ese sectarismo, sonará también a palabra sectaria. Antes de escucharla, ya se habrá decidido que proviene del amigo o del enemigo y suscitará aplausos o escarnios incondicionales. No es de extrañar que los argumentos, cuando se tienen, caigan en desuso en tan sucia pelea o adelgacen hasta quedarse en los huesos. Así­ se explica también la penuria de casi todo lo dicho sobre la coyuntura polí­tica de Navarra a partir de la propuesta de Batasuna para sumarla a la Comunidad Vasca.

Piensen un momento en ese recurso retórico de que "Navarra será lo que quieran los navarros". Se dirí­a que, en un régimen democrático que se precie, lo mismo que vale para los navarros en esta particular tesitura vale también para todos los demás ciudadanos en cualquier otra. Hasta El Ferrol -si hubiera de ser consultado sobre algo de su estricta incumbencia- serí­a a fin de cuentas lo que la mayorí­a de los ferrolenses quisiera. Además de vacua, huele a fórmula un tanto tramposa. Esa manida receta apunta a una eventual respuesta de los navarros, que ya se conoce, pero pasa por alto la pertinencia de la pregunta misma, que sólo enuncia el nacionalismo vasco e invocando razones etnicistas. Pero lo difí­cil de entender es que el riesgo más grave que puede amenazar a un Estado, la secesión de una parte de su territorio (y ése es el sentido final expreso de aquella propuesta) no merezca mayor pronunciamiento del Gobierno y de los órganos centrales de su partido. El partido en el poder, que como los demás ha de contribuir a formar la voluntad polí­tica de la ciudadaní­a, se abstiene de cumplir esa función primordial y renuncia a hacer públicas sus propias preferencias acerca del futuro de Navarra. En cuanto al Gobierno, todo indica que su polí­tica aquí­ es la de no hacer polí­tica... por singular respeto a los navarros.

Este pronunciamiento de que no hay que pronunciarse encaja a la perfección en otras fórmulas predilectas de nuestro presidente. Recordemos así­ que, "en ausencia de violencia, todo es legí­timo", ya sea la incorporación de Navarra a Euskadi o la deforestación del Amazonas. Claro que lo uno o lo otro será legí­timo sólo si, junto a gastar modales pací­ficos, ofrece fundamentos de justicia aceptables. De modo que no hay que extrañarse si, a la demanda de Batasuna, se responde que no hay que responder mientras aquélla no condene la violencia. ¿Y por qué no replicar a la vez que tanto la reivindicación anexionista como su respaldo por el terror durante estos 30 años carecí­an y carecen de todo derecho moral? ¿O es que, desaparecida ETA, aquellos apetitos nacionalistas sobre Navarra quedarí­an ya justificados? Sin ejercicio del terror, ¿cualquiera que sea el estatus polí­tico de Navarra valdrá igual y tendrí­a que darnos lo mismo?

Para estar intranquilos en esta materia -por lo demás- no hace falta disponer de indicios de cesión alguna ni siquiera desconfiar torvamente de las intenciones gubernamentales. En realidad, bastarí­a con remitirse a la doctrina clásica de todo nacionalismo etnicista. Cuando Otegui -y ETA con él- pregona que "sin Navarra, nada", no manifiesta un capricho pasajero o una ambición personal insaciable, sino que se limita a reiterar los dogmas primeros de su fe compartida. Se resumen en los principios de que cierta afinidad natural y cultural entre pueblos vecinos (Navarra y Euskadi) les constituyen como una sola nación y que toda nación (Euskal Herria) tiene derecho a ser un Estado. El uno es en gran medida una falsedad de hecho, el otro es democráticamente indefendible, pero ambos principios son ideas prácticas que llaman con urgencia a hacerse realidad. Y si no es por las buenas, será por las malas.

Frente a aquella desvergonzada pretensión, sólo se escuchan entre nosotros dos réplicas y a cuál más insuficiente. De un lado, lo que reza la Disposición Transitoria 4ª de nuestra Constitución, una cláusula legal que tan sólo establece el procedimiento para una hipotética incorporación del viejo Reyno a la comunidad vasca. Eso no es mucho decir mientras, más allá de la legalidad, no se postule algún criterio de legitimidad que justifique semejante paso. Habrí­a que preguntarse incluso si esa misma norma, al prever un cambio en la conciencia colectiva de la comunidad foral, no viene a asumir aquel falso principio nacionalista de que la pertenencia cultural ha de plasmarse en una unidad polí­tica. Concedamos sin reserva que una parte del territorio foral y de sus costumbres sean de tradición vasca, pero entiéndase enseguida que no por ello sus habitantes deben ni desean formar un cuerpo polí­tico con Euskadi; y menos aún con una Euskadi que alienta afanes de secesión. Mal que le pese al nacionalista, no hay contradicción entre sentirse parcialmente vasco y quererse, al mismo tiempo, ciudadano navarro.

Del otro lado, se hace valer como máximo argumento de un demócrata la pura y simple voluntad de los sujetos: si ellos quieren Navarra, nosotros no lo queremos, y a ver quién gana el pulso. En esta democracia empobrecida no hay otra tarea que votar, sin que importe la preparación ciudadana para esa tarea; sólo cuenta la voluntad de la mayorí­a, no la calidad de las razones que configuran y avalan esa voluntad. Y a quien nos recuerde aquí­ lo inútil del esfuerzo por persuadir al fanático, habrá que aclararle que no es el creyente nacionalista el primero al que dirigirnos, sino a los ciudadanos más próximos. Son éstos los que requieren razones que fortalezcan las suyas y les animen a enfrentarse a la simpleza arrogante del más bruto.

No es el momento de probar de nuevo la superioridad en términos de justicia polí­tica de nuestras razones frente a las contrarias. A todas ellas habrí­a hoy que añadir otra no menos poderosa: evitar el desprecio postrero de las ví­ctimas de ETA. No me refiero a olvidar las atenciones públicas que les debemos. Despreciar a las ví­ctimas serí­a sobre todo olvidar, disculpar o disponerse a aceptar en cierto grado la causa polí­tica a la que fueron sacrificados. Pues hay una suerte de legitimación a posteriori de los crí­menes de ETA. Si ahora se otorgara por fin algún fundamento a la reivindicación nacionalista sobre Navarra, esta meta polí­tica injustificable habrí­a adquirido por ello la apariencia de justificada. Y se estarí­a declarando que los caí­dos en el camino han sido un coste necesario para alcanzarla.

Aurelio Arteta es catedrático de Filosofí­a Moral y Polí­tica de la Universidad del Paí­s Vasco
Dentro de un año estaremos mejor

nuagazezo

Unas páginas antes habí­a esto:

TRIBUNA: CARLOS CASTILLA DEL PINO
La ridiculez
CARLOS CASTILLA DEL PINO 05/04/2007


El error tiene una condición maligna: además de perjudicar a quienes se le induce, se vuelve contra el que lo comete. No hay una sistemática de las consecuencias de los errores, ni puede haberla, porque depende de la posición del que yerra y de la de los inducidos al error. Por eso, no puedo permanecer ajeno al continuado error del lí­der del PP, don Mariano Rajoy, y a las consecuencias que tiene sobre sus seguidores y no seguidores, con su adicción a la manifestación semanal. Incómodas y desagradables (algunos rostros adquieren deformaciones tipo Millán Astray, que para nuestra desdicha nos las muestran los telediarios a la hora de la cena), preocuparme no me preocupan, pero sí­ a algunos de mi entorno, que creen tener base para auspiciar los peores augurios. Trato de tranquilizarles aduciendo que el error que comete este polí­tico tiene consecuencias por fortuna trascendentales, pero sólo para él y para los que en él creen. Desde mi punto de vista, las consecuencias a que aludo derivan de su ridiculez.

La ridiculez tiene dos componentes: la situación (ridí­cula) que se crea y el sujeto (ridí­culo) que la provoca. Agotada la comicidad de la situación ridí­cula, surge de nuevo con sólo evocar al ridí­culo sujeto que la suscitó. La ridiculez, en cierto sentido, es interminable. Es lo que le ocurre al señor Aznar: pasamos de su ridiculez a la de las situaciones evocables: boda filial, contubernio en Azores, rancho en Tejas, etcétera. Ridí­culo deriva del latí­n ridere, reí­r.

Si tuviera acceso al señor Rajoy, apartándolo unos segundos del talentudo Acebes y del, a no dudarlo, escrupuloso Zaplana, le dirí­a (aun a sabiendas de que no me harí­a el menor caso, y con razón) que el ridí­culo tiene mal arreglo, quizá ninguno. El ridí­culo, de hacerse, conviene que el azar depare que sea ante nuestros í­ntimos, que, para protegernos, guardarán una generosa discreción. Pero en polí­tica el escaparate es grandioso y los gestos y palabras del polí­tico se magnifican, aunque sea diciendo simplemente buenos dí­as al entrar en el Congreso. La ridiculez del polí­tico tiene tal eco que sólo depara un tratamiento eficaz: su huida inmediata, su desaparición definitiva. De lo contrario, cada vez que aparece se evoca su ridiculez anterior (las leyes de la asociación. Véase cualquier tratado de psicologí­a). En mi infancia se solí­a decir "¡Trágame, tierra!" después de cometida una ridiculez, frase alusiva y simbólica de la conveniente y hasta deseable desaparición del que la provocó. Honestamente se la aconsejo al señor Rajoy. Recuerdo errores de este tipo de un polí­tico fugaz en nuestra historia reciente: las del señor Hernández Mancha. Los solucionó de esta forma: de manera callada, discreta, casi inadvertidamente desapareció hasta inexistir (como polí­tico, me refiero); de recordarse, como lo hago yo ahora, y ya no sin dificultad, uno no puede menos que reconocer que eligió la más inteligente y eficaz de las terapias. Le felicito de verdad y tiene mi respeto: es un ejemplo.

Pero ¿por qué cabe tachar de ridí­cula esta maní­a de Rajoy de sacar sus huestes a la calle cada dos por tres, y ahora, en original escalada, declarar un boicot imposible a este periódico en el que escribo, amén de emisoras de radio y televisión de la misma empresa? Aunque las manifestaciones convocadas por él alcancen la cifra de gritantes (esta palabra no figura en el DRAE) que la embriaguez (del éxito) le lleva a suponer, es evidente que la de los que pasean, charlan, ven el fútbol o se dedican a cualquier tarea nada trascendental, pero legí­tima y necesaria para el merecido sosiego, es mucho mayor. Y cuando estos mismos las contemplan horas después en la pantalla de la televisión, y oyen, además, el vocerí­o de los asistentes declarando los motivos de su presencia allí­, deben preguntarse cómo es posible tamaño anacronismo. Las manifestaciones rajoianas, valga la expresión, son, en efecto, ridí­culas, ante todo por su ranciedad.

Un ridí­culo, si no se huye de inmediato, lleva indeclinablemente a otro, y éste a otro, y así­ sucesivamente. Hace pocos dí­as, es un ejemplo, Ratzinger nos amenazó con algo que habí­amos olvidado, y seriamente, como conviene a la perfecta ridiculez, alzó la voz para recordar, urbi et orbi, el lugar a donde podemos ir muchos de nosotros. Pronunció a voz en grito estas dos palabras: "¡Hay infierno!". E imaginando el escaso terror que esas dos palabras podí­an suscitar a la fecha en que estamos, se sintió obligado a añadir cuatro más: "¡Y además es eterno!". El ridí­culo se magnificó. Un amigo argentino me dijo: "¡Qué bien que se hubiera callado!".

Ése es el consejo que me permito dar al señor Rajoy. España, o, para evitar grandilocuencias, los españoles, no estamos ya para esas cosas. Es un paí­s rico, lo va a ser aún más, y la mayorí­a de sus habitantes están en condiciones de pasarlo bien, presumiblemente cada vez mejor. Y además son (pido perdón de antemano por valerme de la tan mal usada palabra) patriotas, pero sin necesidad de declamarlo, por la única razón verdaderamente válida: trabajan todos los dí­as y han hecho de este paí­s el que hoy es. ¿Se recuerda el paí­s que era éste cuando estaba bajo la férula de los que monopolizaron la españolerí­a patriótica durante cuarenta años? A esos patriotismos desgañitados se refirió el gran filólogo Samuel Johnson, mediado el siglo XVIII, con esta frase: "El patriotismo es el último reducto de la canalla". El patriotismo no se declama; el patriotismo se hace. Los desmelenes de los asistentes, las banderas (made in China) tan flamantes, las frases coreadas, las pancartas son precisamente garantí­a de la falta de razón.

Frente a estas manifestaciones con su pretendido carácter aterrador, contengamos la risa (risum teneatis, decí­an los latinos). Hasta que este lí­der, curado por ese gran psiquiatra que es la Realidad, le enfrente a su propio ridí­culo, le acompañe discretamente hasta el foro y le invite, con la ayuda, ¡muy pronto!, de sus mismos correligionarios a los que ya estorba, a sumirse en la inexistencia.


ferdinand


javi

Creí­a que el artí­culo iba sobre la contradicción de "Navarra será lo que quieran los navarros" (copyright UPN y PP) versus "Euskadi será lo que quieran los vascos", que suelen decir otros y lleva a polémicas, que si el nacionalismo impone o la agenda de ETA.
Running is life. Anything before or after is just waiting