... Los dioses castigaron mi insolencia
mostrándome el principio de las cosas,
hundido entre tinieblas numinosas,
al fondo y más allá de toda Ciencia.
Lejana ya esa flor de mi existencia
la ocupo persiguiendo mariposas,
que escapan de mis dedos, caprichosas
memorias del atisbo de una ausencia.
En pos de impracticables melodías
me abrazo a una guitarra desgastada
al ritmo de las horas y los días,
y fruto de mi búsqueda embrujada
encuentro, en vez de eternas alegrías,
el pálido silencio de la nada.
... Los dioses castigaron mi insolencia
forjándome en la piel una armadura
que ensarta el corazón en la cordura
y el pánico disfraza de prudencia.
En medio de ese mar de indiferencia
que ahoga toda dicha y amargura,
se aburre, somnolienta la ternura
y el llanto se convierte en displicencia.
Chocando con la recia fortaleza
Los golpes y los besos se consumen
y a mí, desde mi torre desalmada,
inmune a la alegría y la tristeza,
me resta como insípido resumen
el pálido silencio de la nada.
Aquí va la tercera parte del experimento, siguiendo esa obsesión con los castigos del Averno, ensañándose ahora con Prometeo en lugar de con el pseudopoeta y negando en lugar de otorgando el vacío. En este caso, dada la experimentación y la temática, he procurado mutilar los versos cortándolos en pedazos y uniéndolos con encabalgamientos excesivos, perdiendo quizás la noción del ritmo. La sinalefa del primer verso me suena opcional, así que os dejo dos modalidades a la vez.
III Prometeo
No te espanta el (en)sueño de la muerte
ni la disolución del pensamiento
en la sombra. No te asusta el momento
en que no estés para compadecerte.
Quisieras, así pues, desvanecerte
del todo y no sufrir este tormento:
ser polvo dispersado por el viento
borrando la memoria de tu suerte.
Tus entrañas un águila devora
cada día. Perdura la conciencia,
muriendo sin morir en cada hora.
La vida es lo que temes, no la espada:
los dioses castigaron tu insolencia
negándote el consuelo de la nada.