YiWu. Controles aéreos

Iniciado por Aguirre, Agosto 23, 2007, 07:44:03 PM

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Aguirre


Cuando salí­ de la IPerí­a de Yiwu con mi nueva y fantástica IP móvil bajo el brazo busqué un taxi que me llevara inmediatamente al aeropuerto. Tení­a prisas por volver. Fuera hací­a calor.

En oriente, sol, si bien no es tan diáfano como en occidente, sus rayos escuecen como ortigas, lo que convierte,  junto a la altí­sima humedad, el caminar o el estar en la calle en un autentico suplicio.

Tres cuartos de hora estuve  bajo aquellos chuzos hasta que por fin me paró un taxi.

Era un coche que una vez fue azul, sin cristales en las ventanillas traseras, con tantas abolladuras como podí­a admitir la superficie de su chapa; y que avanzaba como a botes y rebotes por tener las ruedas tan recauchutadas que nunca se posaban las cuatro sobre el pavimento.

-   ¿Adónde le llevo?- me preguntó el taxista inclinado hacia mi con esa amabilidad condescendiente  que aplicamos a los extranjeros, como si esperáramos siempre de ellos una estupidez. Tení­a el pelo negro y sedoso. Su boca, sin ser grande, al sonreí­r mostraba  los dientes y la encí­a superior en todo su ancho, produciendo el efecto  de que ésta se desplazaba hacia fuera, como si fuera un escualos.   
-   A ninguna parte- contesté por la ventanilla al ver el destartalado vehí­culo.
-   ¿No necesita un taxi?
-   Sí­ señor, eso es lo que necesito.- dije con ironí­a
-   ¿No le gusta el mí­o?...- no contesté para no herir susceptibilidades -    Le comprendo.- dijo- ¿Adónde se dirige?
-   Al aeropuerto.
-   Le deseo suerte. â€" dijo incorporándose en el asiento-  Hoy están todos los taxis en la feria del ganado y a la puerta de los hoteles. Pero no se preocupe, si su vuelo se retrasa un par de dí­as, creo que llegará a tiempo.
Miré por encima del taxi y comprendí­ que la mayorí­a de los taxistas chinos son reacios a coger pasajeros occidentales por no saber inglés. Esto, y el temor a licuarme bajo aquel sol, me hizo desistir.
-   Está bien.  No vaya deprisa. Tengo tiempo.
-   No se preocupe.
Tardamos cuatro horas en recorrer los diez kilómetros que nos separaban del aeropuerto.

Durante el trayecto, amablemente, el taxista me paseó por  todos y cada uno de los monumentales y algunos apoteósicos baches del camino.

Los habí­a pequeños, en los que apenas cabí­a el taxi en toda su longitud, una birria de baches, se podrí­a decir; medianos, con un grupo de zapadores del ejercito chino que te ayudaban a salir de ellos; grandes, en los que debido a las últimas lluvias estaban inundados y familias enteras disfrutaban de un relajante baño dominguero;  y gigantescos, en los que uno preguntaba: ¿Y el meteorito?

En el trayecto fueron  varias las veces que  con el traqueteo del taxi, este me escupió por alguna de las ventanillas traseras. Desde aquí­ quiero darle las gracias al taxista por tener la gentileza de volver atrás para recogerme
-   ¿Otra vez?
-   Pues sí­.
A pesar de la ajetreada carrera en taxi, cuando llegué al aeropuerto el mareo  no era muy grande. Gracias a mi excelente estado fí­sico, apenas necesité dos horas para saber quién era, dónde estaba y qué hací­a allí­

El aeropuerto de Yiwu es pequeño, no más grande que un aeroclub de cualquier población pequeña de por aquí­. El taxista me dejó a quinientos metros, digamos, siendo pomposos, de la terminal. Mientras caminaba, la ansiedad se apoderó de mi al recordar  los estrictos controles que debí­a pasar  antes de embarcar, y que estos fueran similares a los que pasé en Shanghai en el viaje de llegada.


Allí­, lo primero que debí­ hacer fue rellenar un papel indicando los datos personales, motivo de la visita y lugar de hospedamiento, y luego aguardar  tras una cola kilométrica el control de pasaporte. Cuestión de la que se encarga un individuo de uniforme metido en una especie de garita acristalada.

Éste,  inquisitivo y con cara de pocos amigos, mira y remira el documento una y otra vez,  lo pasa y repasa por varias especies de ranuras, y luego por fin, consulta su ordenador, donde introduce nuevos datos.

Tan exhaustivo es el control, que parece milagroso que en el documento no aparezca ninguna incorrección, y que dependiendo de ésta, en el mejor de los casos,  no te dejen salir del aeropuerto obligándote a tomar el próximo vuelo de regreso a casa. Todo ello mientras uno espera sonriendo y tratando de dar una imagen de infantil, si no estúpida ingenuidad.
-   ¿Qué se dice?
-   Gracias.
Aliviado me dirigí­ luego a las puertas de embarque, donde me esperaba el control del equipaje y el detector de metales. Nueva y kilométrica cola.

Cuando llegó mi turno, y a indicación de un empleado, por supuesto de uniforme, debí­ colocar mis pies sobre dos huellas de zapatos dibujadas en el suelo y mirar hacia arriba donde habí­a un sensor de temperatura corporal. Este control se instaló a partir de la famosa fiebre aviar.

Mientras esperaba me di cuenta que el detector de metales estaba estropeado y la revisión la hací­an mediante el tí­pico cacheo a mano y en presencia de tres hombres y una mujer, presumiblemente militares a juzgar por su vestimenta.

Dejé el libro que llevaba como único equipaje de mano sobre la cinta para que lo escanearan, y luego  pasé directamente para que me cachearan. Alcé los brazos y uno de los tres militares comenzó a registrarme. Éste era alto y afilado de carnes.  Su rostro, largo y huesudo, parecí­a ser incapaz de definir una actitud, pues no hací­a más que mover nerviosamente los labios para uno y otro lado, cosa que achaqué a su juventud y al saberse observado por sus compañeros, mucho más veteranos que él.

Sin dejar de mirarme en todo momento, empezó a cachearme los costados. De pronto palpó el bolsillo de mi camisa donde llevaba el paquete de tabaco, y con una severidad que no vení­a al caso, clavó sus ojos en los mí­os, y dijo:
-    ¡Pi!
-   ¿Qué?- dije sorprendido
-   ¡Pi! - repitió moviendo su mano sobre mi bolsillo.
-   Ah, ya; pi, claro. â€" dije cayendo en la cuenta - Que me ha detestado usted un paquete de tabaco sospechoso. Disculpe- añadí­ sacando el paquete  y entregándoselo a la mujer que al lado observaba la operación
El caso fue que la señorita, ante mi perplejidad, abrió la cajetilla de cigarrillos, y sacando uno tras otro fue rompiéndolos por la mitad para ver si ocultaban algo.
-   Así­ me gusta. â€" dije para aliviar la tensión - Admiro la rigidez de los controles de los aeropuertos chinos. Si hubieran sido así­ en América, no hubiera sucedido lo que sucedió. ¿Verdad, usted?
Al cabo la mujer cortésmente volvió a meter los cigarrillos rotos en el paquete y me lo devolvió.
-   No, si tení­a yo pensado dejar de fumar…
El cacheador siguió entonces su labor. Me ordenó que me diera la vuelta y acuclillándose me cacheó las piernas por detrás. Volví­ a girarme. El hombre se levantó, y terminaba ya, cuando palpó algo duro en el bolsillo izquierdo de mi pantalón. El nervioso cacheador dio tal respingo que quedó parapetado tras un pequeño mostrador que allí­ habí­a, al tiempo que exclamaba como un poseso:
     -    ¡Pi!¡Pi!¡Pi!
Rápidamente saqué del bolsillo las llaves de mi casa, las tiré al suelo y empecé a pisotearlas:
-   ¡Vicha!¡Mala!¡Vicha! ¡Vicha!- exclamé. Luego miré  a los presentes. Dos de los policí­as estaban arrodillados apuntándome con sus pistolas, y la mujer, obviamente practicante de algún tipo de arte marcial, se hallaba piernas y brazos en guardia y abrí­a y cerraba una mano invitándome que fuera hacia ella, cual famosa escena de Brus Lee.- Tranquilo, tranquilos. â€" dije -  Ya ha pasado todo. Las llaves están desactivadas..., o muertas…
Los soldados se miraron unos a otros indecisos. Se incorporaron y guardaron sus pistolas. La mujer relajó su postura de Kung fu. “¡Cachis!” dijo liberando la tensión. El cacheador salió de detrás del mostrador, cogió las llaves con la yema de dos dedos, las levantó a la altura de sus ojos, y devolviéndomelas, dijo impostando la voz:
-   La próxima vez tenga más cuidado.

Pasé por fin con gran alivio  el control de metales. Pero lo peor estaba por llegar: en el sensor de temperatura corporal, di positivo. 


Isleña

Jooo, no sé de que te quejas! Viajas en coches con aire acondicionado que además no perjudican la capa de ozono. Reconocen los paquetes de tabaco detestables y además se preocupan por tu salud, ya que diste positivo en el sensor de temperatura corporal, seguro que dedujeron que no eras un lagarto!

:P

Aguirre


Me alegro volverte a leer, Isleña.
Yo jamás me quejo, siempre y cuando no tenga motivos para ello.
En cuanto a lo que dices de no ser un lagarto…, algo hubo de eso. ¿También has estado en Yiwu?

La verdad es que llevo una semana jodido. Te cuento.

El otro dí­a, oh desdicha, alguien, qué importa quién, comparóme por estos lares, sarcástica, inocentemente, con una ameba, sin saber, oh, tinieblas de la ignorancia,  la tragedia que esta palabra significa para mi. 

Ameba, animálculo entrañable, de amable y querido nombre, tan ligado a nuestra infancia, a nuestros primeros estudios de la naturaleza, a la inocencia misma, tan querido, es, sí­, para este que escribe, recuerdo  funesto y amargo

Recuerdos de un suceso que debió ser inocente y puro como el lirio,  y que sin embargo transformó mi vida en una penitencia sin fin.

Recuerdo un vetusto colegio de primaria, una hora de patio, niños y niñas felices jugando juntos al corro de la patata, a la gallinita ciega, a Antón Perulero, al balón y  hasta la viudita del conde Laurel.

Recuerdo a una niña de rizos de oro vestidita de inmaculado rosa. Y recuerdo a un niño travieso e inquieto  que secretamente revoloteaba a su alrededor cual mariposa.

Recuerdo que me acerqué a ella,  y para que posara en mi sus lindos ojos azules como cielo de verano, la di un pequeño empellón en la espalda.

Pero la niña de rizos de oro, giróse de pronto, y con aquella su vocecilla aguda de contralto, de bello canario, me gritó:

-  ¡Ameba! ¡Mas que ameba! 

Y el cielo nebuloso pareció ceñirse sobre mi. Qué serí­a una ameba. â€" me dije â€" Algo monstruoso, pensé azorado, pues aun no habí­a estudiado los protozoos.

Ya en aquellos tiempos de infancia,  advertí­amos con pesar que las niñas se desarrollaban intelectualmente antes que los niños (la prueba irrefutable era  que a las niñas les salí­an los pechos antes que a los niños)

Humillado me acerqué a ella, y pobre de mi, que sólo habí­a estudiado a los mamí­feros, la repliqué en mi candor:
-  ¡Tí­a burra!

Y la niña de rizos de oro y vestidita de inmaculado rosa, lloró y lloró desconsolada.

Una amiguita suya, Isabelita, ( que debí­a saber latí­n, porque tení­a unas tetas tremendas) me pidió que la consolara después de explicarme qué era una ameba.

Arrepentido, me acerqué a la niña que tanto amaba, y para demostrarle mi amor y arrepentimiento, ¡zas!, la metí­ un dedo en un ojo y la dejé tuerta.




Aquel fue el último dí­a que la vi.  Nunca más volvió al colegio.

Más tarde supe que su padre, al verla, lógicamente, hizo lo que cualquier padre hubiera hecho.
-   ¡Fuera! â€" le gritó el padre â€"   ¡No quiero niñas tuertas en mi casa!

Y la niña de rizos de oro, vestidita con su inmaculado vestidito rosa, y ahora con un ojo sequito del todo, marchó triste y desamparada.

Luego, me dijeron,  se dio a la droga y a la mendicidad. Qué menos.

Yo, contrito, la mar de contrito, sintiéndome culpable, torcí­ mi vida, pues para olvidar, me di a Isabelita, al sexo en general, y a la sardana, y más tarde, cuando ya parecí­a que no podí­a caer más bajo,  caí­ en los brazos de la hija de un multimillonario.

Y desde entonces he ido dando tumbos por el mundo, de  continente en continente, de mansión en mansión, de fiesta en fiesta, pero siempre triste y desconsolado, con la vida echada a perder, sabedor de que ya  nunca jamás volveré a amar a nadie como a aquella niña de rizos de oro y vestida de inmaculado rosa. 

¡Ay, si yo pudiera devolverle el ojito aquella niña!




PD: El caso fue que se lo devolví­.

Recuerdo que el  ojo azulón  quedó tendido en la tierra después de sacudirmelo del dedo, y  que los de más niños, prestos, inocentes,   empezaron a jugar con él, como si de balón se tratara.

Aún hoy retumban en mi cabeza, como pesadillas,  aquellas ingenuas voces: ¡Mí­o! ¡Échamelo! ¡Chuta! Mientras yo corrí­a y corrí­a detrás del ojo de mi niña amada.

Por fin conseguí­ alcanzarlo. Lo cogí­ con esmero, y entre mis dedos, lo sople mil veces para limpiarlo de tierra y paja. Qué menos podí­a hacer. Luego me acerqué a la flamante tuertita  y se lo devolví­.
-  Toma, tu ojito â€" dije
-  Gracias
-  Lo siento â€" me disculpé abatido  â€" Perdona. Yo…  â€"  añadí­ sin que me salieran las palabras, pues un nudo cruel las ahogaba en mi garganta.
- No te preocupes â€" dijo ella de pronto â€" Le puede pasar a cualquiera.

Fue en ese preciso instante cuando comprendí­ que aquello cambiarí­a mi vida.

¡Qué triste y frágil es la vida, coño!   


En fin, Isleña, supongo que se me irá pasando.
Espero seguir leyéndote.


Isleña

Aquella niña fue muy generosa, supo disculpar el que la dejaras sin su ojito, quizás pensó que así­ te sentirí­as mejor.

Aquella niña, no supo cuanto amor dio en aquella acción y creyó que era amor lo que te motivó a devolvérselo.

Aquella niña pagó muy caro su error y por ello te contaron como fue su vida después.

Mas nunca es tarde, de casi todo se sale, sobre todo si es cierto eso de quien quiere puede y quien puede debe. Yo no lo sé Aguirre.

Y no, no creo que la vida sea triste y frágil, la vida es maravilñosa. Los tristes y frágiles somos nosotros.

Sí­ Aguirre, todo va pasando.




Aguirre

Pasada la inspección pasaporte, de equipaje de mano,  y exonerado de llevar arma o objeto peligroso con el que pudiera secuestrar el avión que debí­a llevarme a Yiwu, me sentí­ como ya dije aliviado, aunque el alivio me duró poco, pues al instante dos agente uniformados esta vez de azul marino  me rodearon y me invitaron a acompañarles
-   ¿Adónde? â€" dije otra vez con el alma en vilo
Sin más explicación, los dos soldados me condujeron por un largo pasillo, luego bajamos por unas escaleras mecánicas. Tomamos un ascensor y descendimos tres pisos.

Al salir caminamos por un solitario corredor con puertas laterales. íbamos a entrar por una de ellas, cuando dos hombres, orientales, con bata blanca salí­an con otro individuo occidental en medio de ambos  y que casi arrastraban.

El occidental tení­a los pelos de punta, como electrocutados, y un fino hilo de baba le caí­a por una de las comisuras de los labios, y que, absurdamente, con acento americano, repetí­a una y otra vez: Estoy muerto, estoy muerto...

Lógicamente le miré con cierta aprensión (léase espanto) Luego entramos en la sala
-   Espere aquí­. â€" dijo uno de los hombres uniformados cerrando la puerta por fuera.
Dentro habí­a una enfermera de espaldas manipulando algo, y que al oí­rme entrar volvió la cabeza y me invitó a que me sentara sobre la camilla. Obedecí­.

La sala era una mezcla de consultorio médico, quirófano y sala de autopsias. Se hallaba toda ella alicatada de blanco hasta el techo. En el centro, cuatro potentes lámparas iluminaban la camilla donde me hallaba sentado.

Podí­a ver al fondo un aparato de rayos X, una mesa de reconocimiento y dos trí­podes ginecológicos. En el otro lado, y en penumbra, relucí­a una  mesa de aluminio. En la cabecera de la camilla, un monitor, varias bombonas de oxigeno y un panel de radiografí­as de pared se repartí­an el espacio. Amen de la mesita que se hallaba a mi lado con toda clase de instrumental terapéutico.
-   Oiga â€" dije a la enfermera. â€"  ¿por qué estoy aquí­?
-   Tiene usted fiebre. â€" dijo ésta sin ni siquiera mirarme.
En ese instante entraron los dos hombres que arrastraban al americano.

Me confieso hipocondrí­aco, miedoso y capón en extremo sumo cuando algo real o ficticio amenaza mi integridad fí­sica, espiritual o cualquier otra integridad si la hubiere.   

Oscar Wilde dijo que lo soportaba todo menos las tentaciones. ¡Y su puta madre!

Por mi parte, serí­a capaz de cambiar el dolor de un rasguño por un mal de amores, o un dolor de muelas por una angustia existencial.

Y la verdad era, que estar en aquella sala me producí­a una perturbadora inquietud, (léase pánico)

Los dos hombres se acercaron a mí­. Tení­an las manos metidas en los bolsillos de las batas.
-   Soy el doctor Lee â€" dijo uno
-   Yo también. â€" dijo el otro.
-   ¡Y yo! â€" me oí­ decir de pronto.
Así­ mismo, debo confesar que cuando mi vida está en peligro o la idea del dolor, por subliminal que sea, me amenaza, bordeo el colapso nervioso, cuyo sí­ntoma principal, es que sufro de un ataque de verborrea aguda, incontrolable y disparatada, y digo pues, lo primero que se me viene a la cabeza, lo que no me ayuda nada en situaciones como la que cuento.

-   ¿Usted también se llama Lee? â€" dijo el segundo de ellos
-   ¡No! No, no…
-   ¿Entonces por qué ha dicho y yo?
-   ¿Yo..? ¿He dicho eso…? ¿Sí­? Yo me llamo… Aguirre… Como otro  que se llame  Aguirre... Por eso he dicho y yo. Si otro se llama Aguirre, los dos Aguirre. Aguirre y Aguirre, ya me entiende. Mucho gusto…
-   ¿Nervioso?
-   No. ¿Y usted?
El primer Lee era un hombre de mediana estatura. Parecí­a el más serio de los dos. Sin decir palabra, hizo una leve mueca y se dirigió hacia donde se hallaba la enfermera. Momento en el que di cuenta  de que ésta fregaba utensilios quirúrgicos en un fregadero de aluminio.
-   Ayúdame, anda â€" le dijo la enfermera  â€" Que aún tengo que  fregar el triturador de basura.  ¡Que no va! â€" añadió en tono de reproche â€"  ¡Y mira que os habré dicho veces que no hagáis trozos gordos, que se atasca!
-    ¿Ayudarte, yo? â€" repuso el doctor Lee I.
-   Sí­. Tú.- dijo la enfermera de malos modos
-   No.- dijo el doctor Lee I
-   ¿Ah, no? ¿Y eso por qué?- dijo la enfermera en un tono más que chulesco dejando de fregar, poniendo los brazos en jarra y encarándose al doctor. â€" ¿Porque eres doctor? Pues te recuerdo que estamos en una republica popular, ¿me oyes?: “popular” Y pertenezco al proletariado obrero sanitario de este aeropuerto. Así­ que…si no quieres que vaya ahora mismo a informar a las autoridades del partido,  tú mismo, bonito.
-   Quiero decir que…prefiero secar.   
Frente a mi, el doctor Lee II sonrió y empezó a remover sobre la mesita de aluminio que habí­a a nuestro lado los instrumentos de quirófano que estaban  sobre la misma, como si buscara algo. 

Mientras removí­a, al tiempo que daba manotazos para espantar una especie de mosquillas, - con lo que averigí¼e que en China no sólo hay virus de quirófano-   pude observar varios tipos de bisturí­s, cauterios, pinzas, trépanos, un escalpelo, una…sierra, tenazas.., alicates… y  jeringuillas ( la más pequeña parecí­a de juguete, pero la mayor era obvio que sólo podí­a ser usada con trí­pode). Cuando tocó éstas  con su mano dejé de mirar espantado   
-   ¿Sabéis dónde está mi termómetro?- oí­ que preguntaba  de pronto en voz alta.
-   ¡No lo sé! ¡Búscalo! -   gritó la enfermera.
Abrí­ los ojos. El doctor Lee II me miró y se echó mano al bolsillo superior de la bata.
-   ¿Y mi linternita mirapupilas? â€" volvió a gritar
-   ¿Esa pequeñita?- dijo la enfermera
-   Sí­, esa misma.
-   No, tampoco
-   ¡Vaya por Dios!

El doctor se acercó entonces tanto a mi, que pude saber qué habí­a comido la última vez por los restos de comida que tení­a entre sus enormes dientes. Luego me miró fijamente a los ojos. 
-   No se mueva, voy a hacerle…
A escasos diez centí­metros su rostro del mí­o, con los ojos fijos en los suyos, como hipnotizado por el miedo, irrumpí­ de pronto como una ametralladora:   
-   â€¦Pero nada de besos en la boca. Debo confesarle que no le amo, doctor...
-   ¿Qué? â€" dijo el éste sin comprender
-   Bueno, quiero decir que…- balbucí­ - hace poco que nos conocemos… Tal vez con el tiempo… y el roce… unos requiebro…yo… Unas flores… una cena… ¡Y quién sabe…, doctor!
-   Cállese y no se mueva.
De pronto  tomó con delicadeza mi rostro entre sus manos, y acercándose, posó durante unos segundos sus labios sobre mi frente.
-   No, no tiene fiebre.- dijo después retirándose
-   ¡Asegúrate! ¡A ver si luego la liamos! â€" vociferó la enfermera â€" Ya sabes cómo está eso de las fiebres por el paí­s!
El doctor Lee II se aseguró de nuevo. Habí­a comido de primero sopa de menudillo, de segundo ternera con salsa de verduras, arroz y patatas,  y de postre uvas pasas y almendras.
-   Bien â€" dije bajándome de la camilla dispuesto a marcharme â€"  No tengo fiebre. Ha sido un placer conocerles.
-   ¿Adónde cree que va?
-   A Yiwu
-   Aún no hemos terminado. Vuelva a sentarse. No tiene nada que temer.
-   ¿Temer…? Je, je… ¿Yo…? Sé que mi mano no podrí­a estar en mejores vidas… y viceversa... Además, la medicina china es milenaria, y quién va a suponer que no ha avanzado desde entonces… ¿verdad usted?
-   ¿Tiene diarrea?- preguntó  el doctor
-   ¿Qué…? ¿Diarrea? No…, o sí­. No sé... Como usted quiera.
-   ¿Cómo…?
-    Quiero decir…que…si usted quiere…yo… ¿Es bueno tener diarrea, doctor?
-   No.
-   ¿Está usted seguro, doctor?
-   Completamente.
-   ¿Pero completamente, lo que se dice completamente?
-   Sí­.
-   No es que yo ponga en entredicho sus conocimientos…, en absoluto. ¡Dios me libre de ello! Pero... ¿está usted absolutamente seguro de que la diarrea es mala?
-   Pues sí­. Ya que…
-   ¡Ay Dios, doctor!  ¡No sabe el peso que me quita de encima! Porque yo nunca he tenido una maldita diarrea.  ¿Puede creerlo? Y sepa que me he pasado la vida preocupado por eso. En España creen que la diarrea es benigna. A tal punto está arraigada esa creencia en mi paí­s, que siempre me he sentido  socialmente marginado. ¡Pero por qué, por qué, suplicaba  a los cielos, no tendré yo diarrea como todo el mundo!, me decí­a.  Oh, doctor! No sabe cuánto he sufrido  en las bodas de mis amigos, cuando los padrinos, al final de la boda, después de comer y beber a tutiplén,  proponí­an tener una diarrea a tutti quanti, y yo, sin diarrea  permanecí­a apartado y solitario en un rincón, mientras los demás se divertí­an bailando la conga yendo y viniendo al escusado.  Cuántas y cuántas veces no habré ido al pobre de don Rafael, mi médico de cabecera,  diciéndole! Don Rafael, que han pasado dos dí­as y sigo sin tener diarrea, ¿qué  hago? Tranquilí­cese â€" me animaba el santo de don Rafael -   A lo mejor mañana mismo tiene una. ¿Usted cree?. Paciencia, Aguirre. Debemos aprender a sobrellevar nuestros males con entereza y resignación. Pero don Rafael, es que ni siquiera tengo retortijones. Piense que hay gente mucho peor que usted, Aguirre, que no ha tenido nunca una flatulencia, ni un espasmo, ni un dolor de barriga, nada. Y fí­jate por dónde ahora resulta que es bueno no tener diarrea. ¡Lo que es la ignorancia!