De aquella boda recuerdo muy poco. Y es que en el disco duro de mi cabeza unos acontecimientos desplazan a otros. Si me pongo a hacer memoria de los momentos previos al baile, la película se me torna confusa y borrosa, como una tira de negativos antiguos.
La jornada se presentaba dispuesta para disfrutar. Se diría que con esa intención el otoño nos regalaba una mañana templada y brillante como pocas, con una brisa cálida que acariciaba suave. Sin apenas darnos cuenta ante nuestros ojos fueron pasando las horas. La emotiva ceremonia... las fotos... el aperitivo y parloteo habitual para llegar a la eterna comida, a la tarta a los brindis y demás historias, y situarnos de una vez en lo que más me gusta: el baile.
Todo el mundo bailaba, algunos con mejores intenciones que resultados pero en ello estábamos casi todos. Distintos ritmos para distintas edades y distintos gustos. Me encontraba descansando tranquilamente cuando él me tiró de un brazo y me sacó a bailar. Tan sonriente como era habitual en él, era su día y se mostraba enormemente feliz. Nos llevábamos muy bien, demasiado bien, bromeaba su ahora ya esposa y me llamaba "su abogada defensora". No le pregunte ni le dije nada, no hacía falta, era un alivio compartir silencio sin forzar ninguna charla. Y así, mientras la mayoría destrozaba aquel merengue bailándolo en una especie de locomotora compartida, él y yo, sonrientes, sudorosos, y cómplices, lo bordábamos en un rítmico agarrado, evitando la marabunta que nos rodeaba.
De pronto un tropezón y empujón general del grupo que nos desplaza tras una especie de barra. Su cuerpo me aplasta entera, me aprisiona en una esquina; a dos centímetros de mi nariz tengo esa extraña corbata de novio que corona una delicada camisa blanca. Y fue en ese eterno instante, mientras intentábamos separarnos, cuando supe que me iba a besar. Se frota contra mí, pegándome su calor, a la vez que me invade con su lengua que yo recojo abrazándola con la mía en un beso interminable. Nos comemos mutuamente en unos pocos segundos de olores y sabores, de sudorosas caricias secretas. Apenas tiempo para un beso más y nos separamos.
Salimos de allí improvisando golpes físicos que no sentíamos, y sin reparar aún en los síquicos, que sí habíamos recibido.
De esto hace ya ocho años. Ocho años de monosílabos, de ausencias, de anhelos, de hormigueos. Ocho años sin haber mantenido una conversación decente con uno de mis mejores amigos. Largas noches de remordimientos y deseos, de intensas y brillantes miradas furtivas que dicen lo que no dicen las palabras.